—¡Ja! ¿Es que tú sabes leer? ¿Sabes leer, eh?
—No, yo te digo a ti que lo leas. Es lo que se llama del-ega-y-ción.
—¡Ja! ¡No sabe leer! ¡No sabe contar! ¡Troll estúpido!
—¡Yo no estúpido!
—¡Ja! ¿Sí? ¡Todo el mundo sabe que los trolls no son capaces de contar hasta cuatro![11]
—¡Comedor de ratas!
—¿Cuántos dedos tengo levantados? Dímelo, Señor Listo Rocas en la Cabeza.
—Muchos —se aventuró a decir Detritus.
—Jua, jua. No, cinco. Cuando llegue el día de la paga sí que te meterás en un buen lío. ¡El sargento Colon pensará que un troll tan estúpido como tú no se va a enterar de cuántos dólares le da! ¡Ja! Oye, ¿y cómo te las arreglaste para leer el cartel donde se hablaba de alistarse en la Guardia? ¿Hiciste que te lo leyera alguien?
—¿Cómo has arreglado tú para leer el cartel? ¿Haces que alguien te levante?
Fueron hacia la puerta del Gremio de Alquimistas.
—Yo llamo. ¡Mi trabajo!
—¡Llamaré yo!
Cuando el señor Sendivoge, el secretario del Gremio de Alquimistas, abrió la puerta fue para encontrarse con un enano firmemente agarrado al llamador mientras un troll le sacudía enérgicamente hacia arriba y hacia abajo. El secretario se puso bien el casco de seguridad.
—¿Sí? —dijo.
Cuddy se soltó.
Las enormes cejas de Detritus se unieron.
—Ejem, bastardo chiflado, ¿qué tú sacas en claro de esto? —dijo.
La mirada de Sendivoge fue de Detritus al papel. Cuddy estaba intentando pasar alrededor del troll, que ocupaba casi todo el hueco de la puerta.
—¿Cómo se te ha ocurrido llamarle eso?
—Sargento Colon, él dijo…
—Podría sacar un sombrero —dijo Sendivoge—, o una tira de muñequitos, si encontrara unas tijeras…
—Lo que mi… colega quería preguntarle, señor, es si usted podría ayudarnos en una de nuestras indagaciones acerca de lo que se encuentra escrito en este supuesto pedazo de papel aquí presente —dijo Cuddy—. ¡Eh, eso duele mucho!
Sendivoge le miró.
—¿Son ustedes guardias? —preguntó después.
—Yo soy el guardia interino Cuddy y este de aquí —dijo Cuddy, señalando hacia arriba—, es el guardia interino Detritus… no salud… Oh…
Hubo un golpe sordo, y Detritus fue inclinándose lentamente hacia un lado para terminar desplomándose sobre el suelo.
—Del escuadrón suicida, ¿no? —dijo el alquimista.
—Volverá en sí dentro de unos momentos —dijo Cuddy—. Es por lo del saludo. Es demasiado para él. Ya sabe usted cómo son los trolls.
Sendivoge se encogió de hombros y miró el escrito.
—Me parece… familiar —dijo—. Lo he visto antes en algún sitio. Y usted… es un enano, ¿verdad?
—Es la nariz, ¿verdad? —preguntó Cuddy—. Siempre me delata.
—Bueno, le aseguro que nosotros siempre intentamos ayudar a la comunidad —dijo Sendivoge—. Entren, entren.
Las botas con puntera de acero de Cuddy devolvieron a Detritus a un estado de semi-sensibilidad, y el troll entró tras ellos andando con pesadez.
—¿Por qué, ejem, el casco de seguridad, señor? —preguntó Cuddy mientras iban por el pasillo. El habitual estrépito de martillazos resonaba por todas partes en torno a ellos. Lo normal era que el Gremio de Alquimistas siempre estuviera en plena reconstrucción por una causa u otra.
Sendivoge puso los o]os en blanco.
—Por las bolas —dijo—. Por las bolas de billar, de hecho.
.—Conocí a un hombre que jugaba así —dijo Cuddy.
—Oh, no. El señor Silverfish tiene una gran tacada. De hecho, el problema tiende a ser precisamente ese.
Cuddy volvió a contemplar el casco de seguridad.
—Verá, es el marfil —le aclaró Sendivoge.
—Ah —dijo Cuddy, sin captarlo—. ¿Algo relacionado con los elefantes, quizá?
—Marfil pero sin elefantes. Marfil transmutado. Hay mucho dinero a ganar en eso, créame.
—Pensaba que estaban trabajando en el oro.
—Ah, sí. Claro, ustedes son una gente que lo sabe todo acerca del oro —dijo Sendivoge.
—Oh, sí —dijo Cuddy, reflexionando sobre la expresión «ustedes son una gente».
—El oro —dijo Sendivoge con expresión pensativa— está resultando un poco complicado…
—¿Cuánto llevan intentándolo?
—Unos trescientos años.
—Eso es mucho tiempo.
—¡Pero solo llevamos una semana trabajando en el marfil y todo está yendo muy bien! —se apresuró a decir el alquimista—. Excepto por algunos efectos secundarios que sin duda no tardaremos en poder eliminar.
Abrió una puerta de un empujón.
Era una habitación muy grande, profusamente equipada con los habituales hornos mal ventilados, hileras de crisoles burbujeantes y un cocodrilo disecado. Había cosas flotando dentro de recipientes de cristal. El aire olía a una esperanza de vida bastante limitada.
Una gran parte del equipo, no obstante, se había cambiado de lugar para hacerle sitio a una mesa de billar. Media docena de alquimistas estaban de pie alrededor de ella a la manera de los hombres que están listos para echar a correr en cualquier momento.
—Es la tercera en lo que llevamos de semana —dijo Sendivoge con expresión lúgubre mientras saludaba con una inclinación de cabeza a una figura inclinada encima de un taco—. Ejem, señor Silverfish… —empezó a decir.
—¡Silencio! ¡Partida en curso! —dijo el jefe de alquimistas contemplando la bola blanca con los ojos entornados.
Sendivoge miró el marcador de la puntuación.
—Veintiún puntos —dijo—. Caramba, caramba. Quizá sí que le estamos añadiendo la cantidad justa de alcanfor a la nitrocelulosa después de todo…
Hubo un chasquido. La bola se alejó rodando, rebotó en el almohadillado…
… y luego aceleró. Empezó a brotar humo blanco de ella mientras se precipitaba sobre un inocente grupo de bolas rojas.
Silverfish sacudió la cabeza.
—Inestable —dijo—. ¡Todo el mundo al suelo!
Todos los que se hallaban presentes en la habitación se agacharon, excepto los dos guardias, uno de los cuales en cierto sentido ya estaba preagachado mientras que el otro llevaba varios minutos de retraso con respecto a los acontecimientos.
La bola negra remontó el vuelo elevándose sobre una columna de llamas, pasó junto al rostro de Detritus dejando tras de sí una estela de humo negro, y luego hizo añicos una ventana. La bola verde no se movía del sitio, pero giraba con furia. Las otras bolas corrían vertiginosamente de un lado a otro, estallando ocasionalmente en llamaradas o rebotando en las paredes.
Una bola roja le dio a Detritus justo entre los ojos, volvió a la mesa describiendo una curva, se metió en la tronera central y luego estalló.
Después hubo silencio, excepto por algún que otro ataque de tos. Silverfish apareció a través del humo aceitoso y, con una mano temblorosa, hizo subir un punto el marcador con el extremo incendiado de su taco.
—Uno —dijo—. Oh, bueno. Habrá que volver al crisol. Que alguien encargue otra mesa de billar…
—Disculpe —dijo Cuddy, tocándole la rodilla con las puntas de los dedos.
—¿Quién es?
—¡Aquí abajo!
Silverfish bajó la mirada.
—Oh. ¿Es usted un enano?
Cuddy le lanzó una mirada vacía de toda expresión.
—¿Es usted un gigante?—preguntó.
—¿Yo? ¡Por supuesto que no!
—Ah. Entonces yo tengo que ser un enano, sí. Y eso que hay detrás de mí es un troll —dijo Cuddy. Detritus se irguió hasta adoptar una postura vagamente similar a la de firmes.
—Hemos venido a ver si puede decirnos qué es lo que pone en este papel —dijo Cuddy.
11
De hecho, los trolls cuentan tradicionalmente así: uno, dos, tres…