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—¿Ah, sí? —pregunto el payaso.

Era muy bajito y calzaba unas botas enormes que le hacían parecer una L mayúscula. Su cara estaba embadurnada con un maquillaje color carne encima del cual se había pintado un gran fruncimiento de ceño. Su cabellera estaba hecha con un par de fregonas viejas, pintadas de rojo. No estaba gordo, pero una especie de aro metido dentro de sus pantalones se suponía que debía darle el aspecto de ser graciosamente obeso. Un par de tirantes de goma, preparados de tal manera que sus pantalones iban subiendo y bajando cuando andaba, representaba un componente más en la imagen general de un completo y absoluto desgraciado.

—Sí —dijo Colon—. Lo hay.

—¿Seguro?

—Absolutamente seguro.

—Vaya, pues lo siento —dijo el payaso—. Es estúpido, lo sé, pero también es algo así como tradicional. Esperen un momento.

Hubo el ruido de una escalera de mano colocándose en posición, y varios tintineos metálicos y juramentos mascullados.

—De acuerdo, ya pueden entrar.

El payaso los llevó por la caseta de guardia. No había más sonido que el suave chapalear de sus botas sobre los adoquines. Entonces pareció ocurrírsele una idea.

—Ya sé que es pedir mucho, caballeros, pero supongo que a ninguno de ustedes le apetecerá oler la flor que llevo en el ojal de mi solapa.

—No.

—No.

—No, supongo que no. —El payaso suspiró—. No resulta nada fácil, ¿saben? Lo de hacer el payaso, quiero decir. He de encargarme de la puerta porque todavía estoy en período de prueba.

—¿Sí?

—Nunca consigo acordarme: ¿es llorar por fuera y reír por dentro? Siempre los estoy confundiendo.

—Acerca del tal Beano… —empezó a decir Colon.

—Precisamente estamos celebrando su funeral —dijo el pequeño payaso—. Por eso llevo los pantalones a media asta.

Volvieron a salir a la luz del sol.

El patio interior estaba lleno de payasos y bufones. Las campanillas tintineaban bajo la brisa. El sol arrancaba destellos a las narices postizas de color rojo y hacía relucir el nervioso chorro de agua que salía ocasionalmente de una falsa flor para el ojal. El payaso condujo a los guardias hacia una fila de bufones.

—Estoy seguro de que el doctor Carablanca hablará con ustedes tan pronto como hayamos terminado —dijo—. Por cierto me llamo Boffo —añadió, ofreciéndoles la mano con expresión esperanzada.

—No se la estreches, Nobby —advirtió Colon.

Boffo pareció sentirse muy abatido.

Una banda empezó a tocar, y una procesión de miembros del gremio salió de la capilla. Un payaso la precedía, llevando una pequeña urna.

—Esto es muy conmovedor —dijo Boffo.

Encima de un estrado situado en el extremo opuesto del cuadrángulo había un payaso gordo ataviado con pantalones muy holgados, enormes tirantes, una pajarita que giraba suavemente bajo la brisa y un sombrero de copa. El maquillaje había convertido su rostro en el vivo retrato de la miseria. Empuñaba un bastón rematado por una bocina.

El payaso con la urna llegó al estrado, subió los escalones y esperó.

La banda guardó silencio.

El payaso del sombrero de copa le dio en la cabeza con la bocina al portador de la urna: una, dos, tres veces…

El portador de la urna dio un paso adelante, hizo bailar su peluca, tomó la urna en una mano y el cinturón del payaso en la otra y, con una gran solemnidad, echó las cenizas del difunto hermano Beano dentro de los pantalones del otro payaso.

Un suspiro brotó de la audiencia. La banda empezó a tocar el himno de los payasos, «La marcha de los idiotas», y el final del trombón salió disparado del instrumento y le dio en la nuca a un payaso. Este se volvió y le lanzó un puñetazo al payaso que tenía detrás, el cual lo esquivó con una rapidez y provocó que un tercer payaso se precipitara a través del bombo.

Colon y Nobby se miraron y sacudieron la cabeza. Boffo se sacó del bolsillo un gran pañuelo blanco y rojo y se sonó la nariz con un humorístico sonido de bocinazo.

—Muy clásico —dijo—. Es lo que él hubiese querido.

—¿Tiene alguna idea de qué fue lo que pasó? —preguntó Colon.

—Oh, sí. El hermano Grineldi ejecutó el viejo truco del tacón y la punta del pie e hizo caer la urna…

—No, yo me refería a por qué murió Beano.

—Mmm. Creemos que fue un accidente —dijo Boffo.

—Un accidente —dijo Colon secamente.

—Sí. Eso es lo que piensa el doctor Carablanca.

Boffo miró hacia arriba por un instante, y los dos guardias siguieron la dirección de su mirada. Los tejados del Gremio de Asesinos lindaban con los del Gremio de Bufones. Nunca resultaba aconsejable disgustar a semejantes vecinos, especialmente cuando la única arma de que disponías era un pastel de nata ribeteado con un poco de corteza endurecida.

—Eso es lo que piensa el doctor Carablanca —volvió a decir Boffo, mirándose sus enormes zapatos.

El sargento Colon prefería no complicarse la vida, y la ciudad bien podía prescindir de uno o dos payasos. En opinión de Colon, la pérdida de toda aquella patulea solo podía tener como resultado que el mundo fuera un lugar ligeramente más feliz. Y sin embargo… sin embargo… sinceramente, Colon no sabía qué mosca le había picado a la Guardia últimamente. Era Zanahoria, claro. Hasta el viejo Vimes lo había contraído. Ahora ya no dejamos que las cosas se vayan calmando por sí solas…

—Quizá estaba limpiando algo, no sé, pongamos que un garrote, y se le disparó accidentalmente —dijo Nobby. Él también lo había contraído.

—Nadie habría podido querer matar al joven Beano —dijo el payaso, hablando en voz baja—. Era un buenazo. Tenía amigos en todas partes.

—En casi todas —dijo Colon.

El funeral había terminado. Los bufones, bromistas y payasos se disponían a ocuparse de sus asuntos, atascándose en las puertas mientras salían del patio. Hubo muchos empujones, codazos, bocinazos producidos con la nariz y caídas ejecutadas mediante aparatosas piruetas. Era una escena capaz de hacer que el hombre más satisfecho de su existencia se cortase las venas durante una hermosa mañana de primavera.

—Lo único que sé —dijo Boffo, bajando la voz— es que cuando lo vi ayer tenía un aspecto muy… extraño. Le llamé cuando él estaba pasando por las puertas y…

—¿Qué quiere decir con eso de que tenía un aspecto muy extraño? —preguntó Colon.

Estoy detectoreando, pensó con una leve sombra de orgullo. La Gente me Está Ayudando con Mis Indagaciones.

—No sé. Estaba raro. No parecía el de siempre…

—¿Estamos hablando de ayer?

—Oh, sí. Eso fue ayer por la mañana. Lo sé porque el turno de guardia en la puerta…

¿Ayer por la mañana?

—Eso es lo que he dicho, señor. Ojo, todos estábamos un poco nerviosos después de la explosión y…

—¡Hermano Boffo!

—Oh, no… —farfulló el payaso.

Una figura estaba viniendo hacia ellos. Una figura terrible.

Ningún payaso hacía gracia. Ese era precisamente el propósito de los payasos. La gente se reía de ellos, pero únicamente por nerviosismo. Lo bueno de los payasos era que, después de haberlos visto, cualquier otra cosa que ocurriera te parecía encantadora. Era bueno saber que había alguien que estaba mucho peor que tú. Alguien tenía que ser el trasero del mundo.

Pero hasta los payasos le tienen miedo a algo, y ese algo es el payaso con la cara pintada de blanco. El que nunca se interpone en la trayectoria del pastel de nata. El que viste de un blanco impecable, y luce el maquillaje blanco que le da un aspecto impasible. El del sombrerito puntiagudo, la boca de labios muy delgados y las delicadas cejas negras.

El doctor Carablanca.

—¿Quiénes son estos caballeros? —quiso saber.