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Pero suponiendo que empezaran a pensar con el cerebro durante un ratito, eso habría sido lo que hubiesen estado pensando.

El patricio de Ankh-Morpork se recostó en su austera silla con la sonrisa súbita y radiante de una persona muy ocupada cuando, al final de un día lleno de ajetreo, acaba de descubrir en su agenda un recordatorio que dice: 7.00-7.05, Mostrarse Relajado y Alegre y Ser una Persona Capaz de Tratar con la Gente.

—Bueno, por supuesto que me llenó de tristeza recibir su carta, capitán…

—Sí, señor —dijo Vimes, manteniéndose tan inmóvil como un almacén de muebles.

—Tenga la bondad de sentarse, capitán.

—Sí, señor. —Vimes permaneció de pie. Era una cuestión de orgullo.

—Pero aun así, le aseguro que lo comprendo. Tengo entendido que las propiedades de los Ramkin son muy extensas, y estoy seguro de que lady Ramkin sabrá apreciar el hecho de poder contar con su robusta mano derecha.

—¿Señor?

Cuando se encontraba en presencia del gobernante de la ciudad, el capitán Vimes siempre concentraba su mirada en un punto situado unos treinta centímetros por encima de la cabeza del patricio y unos quince centímetros a su izquierda.

—Y naturalmente será usted un hombre muy rico, capitán.

—Sí, señor.

—Espero que haya pensado en eso. Tendrá nuevas responsabilidades.

—Sí, señor.

El patricio se dio cuenta de que estaba manteniendo los dos extremos de la conversación. Empezó a rebuscar entre los papeles de su escritorio.

—Y naturalmente tendré que ascender a un nuevo oficial en jefe para la Guardia Nocturna —dijo el patricio—. ¿Tiene usted alguna sugerencia, capitán?

Vimes pareció descender de cualquiera que fuese la nube que había estado ocupando su mente. Aquello era trabajo de guardia.

—Bueno, que no sea Fred Colon… Fred es un sargento nato…

El sargento Colon, de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork (Guardia Nocturna) contempló los rostros radiantes de los nuevos reclutas.

Suspiró y se acordó de su primer día en la Guardia, aquel en que había conocido al viejo sargento Wimbler. ¡Menudo tártaro! ¡Wimbler tenía una lengua que era como un latigazo! Ah, si el abuelo Wimbler hubiera llegado a vivir lo suficiente para ver aquello…

¿Cómo se llamaba? Oh, sí. Procedimiento de incorporación basado en la acción afirmativa, o algo por el estilo. La Liga Anti-Difamación del Silicio no había dejado de darle la lata al patricio, y ahora…

—Inténtelo una vez más, guardia interino Detritus —dijo Colon—. El truco consiste en detener la mano justo encima de su oreja sin que llegue a tocarla. Levántese del suelo e intente saludar una vez más. Bueno, veamos… ¿Guardia interino Cuddy?

—¡Aquí!

—¿Dónde?

—Delante de usted, sargento.

Colon bajó la mirada y dio un paso atrás. La tensa curva de su más que adecuado estómago se hizo a un lado para revelar el rostro del guardia interino Cuddy, con aquella expresión inteligente y siempre dispuesta a ayudar y aquel ojo de cristal.

—Oh. Claro.

—Soy más alto de lo que parezco.

Oh, dioses, pensó el sargento Colon cansadamente. Súmalos y divide por dos y obtienes dos hombres normales, salvo que los hombres normales no ingresan en la Guardia. Un troll y un enano. Y eso no es lo peor de todo…

Vimes tabaleó con los dedos sobre el escritorio.

—No, entonces quedamos en que Colon no —dijo—. Ya no es tan joven como antes. Va siendo hora de que se quede en la Casa de la Guardia, ocupándose del papeleo. Además, ahora tiene muchas cosas en la cabeza.

—Ah, yo diría que el sargento Colon siempre ha tenido muchas cosas en el estómago —murmuró el patricio.

—Me refería a que ahora está muy ocupado con los nuevos reclutas —dijo Vimes, con cierta intención—. ¿Se acuerda, señor?

Esos que me obligó a tener en el Cuerpo, añadió dentro de la intimidad de su cabeza. No iban a ir a la Guardia Diurna, naturalmente. Y los muy bastardos de la Guardia de Palacio tampoco los aceptarían entre ellos, claro. Oh, no. Póngalos en la Guardia Nocturna, porque de todas maneras la cosa no va en serio y de esa manera nadie los verá. Nadie importante, en todo caso.

Vimes terminó aceptando únicamente porque sabía que aquello no iba a ser problema suyo durante mucho tiempo.

Se dijo que después de todo él no era ningún especiesista. Pero la Guardia era un trabajo para hombres.

—¿Qué me dice del cabo Nobbs? —preguntó el patricio.

—¿Nobby?

Ambos compartieron una imagen mental del cabo Nobbs.

—No.

—No.

—Y luego naturalmente está —el patricio sonrió— el cabo Zanahoria. Un joven magnífico. Que ya se está haciendo todo un nombre, según tengo entendido.

—Eso es… cierto —dijo Vimes.

—¿Una nueva oportunidad de ascender, quizá? Valoraría su consejo, Vimes.

Vimes se formó una imagen mental del cabo Zanahoria…

—Esto —dijo el cabo Zanahoria— es la Puerta del Eje. Para toda la ciudad. Que es lo que protegemos.

—¿De qué? —preguntó la guardia interina Angua, la última incorporación entre los nuevos reclutas.

—Oh, ya sabes. Hordas bárbaras, tribus guerreras, ejércitos de bandidos… ese tipo de cosas.

—¿Qué? ¿Solo nosotros?

—¿Nosotros? ¡Oh, no! —Zanahoria se rió—. Eso sería una tontería, ¿verdad? No, si ves cualquier cosa por el estilo, lo único que has de hacer es tocar la campana todo lo fuerte que puedas.

—¿Y qué ocurre entonces?

—El sargento Colon y Nobby y el resto vendrán corriendo tan pronto como puedan.

La guardia interina Angua escrutó el horizonte velado por la calina.

Luego sonrió.

Zanahoria se sonrojó.

La guardia interina Angua había dominado el saludo al primer intento. Aún no disponía de un uniforme completo y no contaría con él hasta que alguien hubiera llevado una coraza al viejo Remitt el armero y le hubiera dicho que le diera dos buenos golpes con el martillo exactamente aquí y aquí. Aparte de eso, ningún casco en el mundo cubriría toda aquella masa de cabellos color rubio ceniza. Pero entonces a Zanahoria se le ocurrió pensar que en realidad la guardia interina Angua no iba a necesitar nada de todo aquello. La gente haría cola para que ella les arrestara.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Angua.

—Pues supongo que proceder de vuelta a la Casa de la Guardia —dijo Zanahoria—. Me imagino que el sargento Colon ya estará leyendo el informe de la tarde.

Angua también había dominado el «proceder», una manera de andar muy especial concebida por los agentes de la ley en todo el multiverso para hacer la ronda. Consiste en un suave levantamiento del empeine, un cuidadoso balanceo de la pierna y un paso relajado que se puede mantener hora tras hora, calle tras calle. El guardia interino Detritus todavía tardaría algún tiempo en estar listo para aprender a «proceder», al menos hasta que fuera capaz de no dejarse inconsciente a sí mismo cada vez que saludaba.

—El sargento Colon —dijo Angua—. Ese era el gordo, ¿verdad?

—Eso es.

—¿Por qué tiene un mono como mascota?

—Ah —dijo Zanahoria—. Me parece que te estás refiriendo al cabo Nobbs…

—¿Es humano? ¡Tiene una cara que parece uno de esos pasatiempos en los que tienes que ir uniendo los puntos!

—Sí, el pobre hombre tiene una buena colección de furúnculos. Hace trucos con ellos. Procura no interponerte nunca entre él y un espejo.

No había mucha gente en las calles. Hacía demasiado calor, incluso para lo que se estilaba en un verano de Ankh-Morpork. El calor irradiaba de cada superficie. El río se acurrucaba apáticamente en el fondo de su lecho, como un estudiante alrededor de las once de la mañana. Quienes no tenían ningún asunto acuciante que atender fuera de casa acechaban en los sótanos y solo salían de noche.

Zanahoria iba por las calles que se cocían al sol con aires de propietario y una ligera pátina de honesto sudor, intercambiando un saludo de vez en cuando. Todo el mundo conocía a Zanahoria. Era muy fácil de reconocer. Nadie más medía cosa de unos dos metros de alto y tenía el pelo rojo como las llamas. Además, andaba como si toda la ciudad fuera suya.

—¿Quién era ese hombre con la cara de granito al que vi en la Casa de la Guardia? —preguntó Angua mientras iban andando por la Vía Ancha.

—Ese era Detritus el troll —dijo Zanahoria—. Antes solía ser un poquito criminal, pero ahora está cortejando a Rubí. Ella dice que Detritus tiene que…

—No, me refería a ese otro hombre —dijo Angua, descubriendo, como muchos otros antes que ella, que Zanahoria tendía a tener ciertos problemas con las metáforas—. El que tiene una cara que parece una nube de torm… El que tiene la cara de alguien que está muy malhumorado por algo.

—Ah, ese era el capitán Vimes. Pero no creo que nadie haya hecho nunca nada para ponerle de buen humor. Va a retirarse en cuanto termine la semana, y entonces se casará.

—Pues la idea no parece gustarle demasiado —dijo Angua.

—No sabría qué decirte.

—Me parece que no le gustan nada los nuevos reclutas.

El otro rasgo característico del cabo Zanahoria era que no podía mentir.

—Bueno, la verdad es que los trolls no le gustan demasiado —dijo—. Cuando el capitán Vimes se enteró de que teníamos que poner carteles pidiendo un recluta troll, no conseguimos sacarle una sola palabra en todo el día. Y luego tuvimos que conseguir un enano, porque de otra manera causarían problemas. Yo también soy un enano, pero los enanos de aquí no se lo creen.

—No me digas —murmuró Angua, alzando la mirada hacia él.

—Mi madre me tuvo por adopción.

—Oh. Sí, pero yo no soy una troll o una enana —dijo Angua dulcemente.

—No, pero eres una muj…

Angua se detuvo.

—Así que se trata de eso, ¿verdad? ¡Por todos los dioses! Estamos en el Siglo del Murciélago Frugívoro, ¿sabes? Cielos, ¿realmente es así como piensa?

—Le cuesta un poco adaptarse a los cambios. Tal vez esté algo anticuado.

—Fosilizado, diría yo.

—El patricio dijo que debíamos tener algo de representación por parte de los grupos minoritarios —dijo Zanahoria.

—¡Grupos minoritarios!

—Lo siento. De todas maneras, ya solo le quedan unos cuantos días más de…

Entonces hubo un ruido de cristales al otro lado de la calle. Zanahoria y Angua se volvieron en el preciso instante en que una figura salía corriendo de una taberna y huía como una liebre calle arriba, seguida de cerca —al menos durante unos cuantos pasos— por un hombre gordo que llevaba un delantal.

—¡Alto! ¡Alto! ¡Ladrón sin licencia!

—Ah —dijo Zanahoria.

Atravesó la calzada con Angua andando junto a él, mientras el gordo iba reduciendo el paso hasta convertirlo en un lento contoneo.

—Buenos días, señor Franela —dijo Zanahoria—. ¿Algún problema?

—¡Se llevó siete dólares y no me enseñó ninguna licencia de ladrón! —dijo el señor Franela—. ¿Qué va a hacer usted al respecto? ¡Yo pago mis impuestos!

—Enseguida emprenderemos una frenética persecución —dijo Zanahoria sin perder la calma, sacando su cuaderno de notas—. ¿Siete dólares, ha dicho?

—Al menos eran catorce.

El señor Franela miró a Angua de arriba abajo. Los hombres rara vez dejaban escapar la oportunidad de hacerlo.

—¿Por qué lleva un casco? —preguntó después.

—Es una nueva recluta, señor Franela.

Angua dirigió una sonrisa al señor Franela. Este dio un paso atrás.

—Pero es una…

—Hay que adaptarse a los tiempos, señor Franela —dijo Zanahoria, guardando su cuaderno de notas.

El señor Franela volvió a concentrarse en los negocios. —Mientras tanto, hay dieciocho dólares de mi propiedad que nunca volveré a ver —dijo secamente.

—Oh, nil desperandum, señor Franela, nil desperandum —dijo Zanahoria alegremente—. Vamos, guardia interina Angua. Procedamos con nuestras indagaciones.

Siguió su camino, dejando a Franela mirándolos con la boca abierta.

—¡No se olvide de mis veinticinco dólares! —gritó.

—¿Es que no vas a perseguir a ese hombre? —preguntó Angua, echando a correr para no quedarse atrás.

—Eso no tendría ningún sentido —dijo Zanahoria, entrando en un callejón que era lo bastante angosto para ser casi invisible. Siguió andando entre las paredes húmedas y cubiertas de musgo, sumido en las oscuras sombras.

—Es muy interesante —dijo después—. Apuesto a que pocas personas saben que puedes llegar a la calle Céfiro desde la Vía Ancha. Pregúntaselo a cualquiera. Te dirán que no puedes salir del otro extremo del callejón de la Camisa. Pero sí que puedes hacerlo, porque basta con que vayas a la calle Mormius y luego puedes deslizarte por entre estos bolardos que hay aquí para entrar en la Vía Borborígmica. Excelentes, ¿verdad? Son de un hierro muy bueno. Y ya estamos en el callejón de Antaño…

Fue hasta el final del callejón y se detuvo a escuchar unos momentos.

—¿Qué estamos esperando? —preguntó Angua.

Hubo un sonido de pies que corrían. Zanahoria se apoyó en la pared y extendió un brazo hacia la calle Céfiro. Hubo un golpe sordo. El brazo de Zanahoria no se movió ni un centímetro. Tenía que haber sido como darse de narices con una viga.

Dólares de plata rodaban sobre los adoquines.

—Oh cielos, cielos, cielos —dijo Zanahoria—. El pobre Aquíyahora. Y además me prometió que lo iba a dejar. Oh, bueno…

Levantó una pierna del suelo.

—¿Cuánto dinero hay? —preguntó.

—Parecen unos tres dólares —dijo Angua.

—Bravo. La cantidad exacta.

—No, el tendero dijo…

—Venga, regresemos a la Casa de la Guardia. Vamos, Aquíyahora. Es tu día de suerte.

—¿Por qué es su día de suerte? —preguntó Angua—. Le han capturado, ¿no?

—Sí. Le hemos capturado nosotros. El Gremio de Ladrones no le cogió primero. Ellos no son tan amables como nosotros.

La cabeza de Aquíyahora iba rebotando ruidosamente de un adoquín a otro.

—Coger tres dólares y luego correr directo a casa —suspiró Zanahoria—. Este es Aquíyahora, el peor ladrón del mundo.

—Pero dijiste que el Gremio de Ladrones…

—Cuando lleves un tiempo aquí, entenderás cómo funciona todo esto —dijo Zanahoria. La cabeza de Aquíyahora chocó con el bordillo—. En algún momento —añadió Zanahoria—. Pero el caso es que todo funciona. Te asombrará, ya lo verás. Todo funciona. Ojalá no lo hiciera. Pero lo hace.