No había mucha gente en las calles. Hacía demasiado calor, incluso para lo que se estilaba en un verano de Ankh-Morpork. El calor irradiaba de cada superficie. El río se acurrucaba apáticamente en el fondo de su lecho, como un estudiante alrededor de las once de la mañana. Quienes no tenían ningún asunto acuciante que atender fuera de casa acechaban en los sótanos y solo salían de noche.
Zanahoria iba por las calles que se cocían al sol con aires de propietario y una ligera pátina de honesto sudor, intercambiando un saludo de vez en cuando. Todo el mundo conocía a Zanahoria. Era muy fácil de reconocer. Nadie más medía cosa de unos dos metros de alto y tenía el pelo rojo como las llamas. Además, andaba como si toda la ciudad fuera suya.
—¿Quién era ese hombre con la cara de granito al que vi en la Casa de la Guardia? —preguntó Angua mientras iban andando por la Vía Ancha.
—Ese era Detritus el troll —dijo Zanahoria—. Antes solía ser un poquito criminal, pero ahora está cortejando a Rubí. Ella dice que Detritus tiene que…
—No, me refería a ese otro hombre —dijo Angua, descubriendo, como muchos otros antes que ella, que Zanahoria tendía a tener ciertos problemas con las metáforas—. El que tiene una cara que parece una nube de torm… El que tiene la cara de alguien que está muy malhumorado por algo.
—Ah, ese era el capitán Vimes. Pero no creo que nadie haya hecho nunca nada para ponerle de buen humor. Va a retirarse en cuanto termine la semana, y entonces se casará.
—Pues la idea no parece gustarle demasiado —dijo Angua.
—No sabría qué decirte.
—Me parece que no le gustan nada los nuevos reclutas.
El otro rasgo característico del cabo Zanahoria era que no podía mentir.
—Bueno, la verdad es que los trolls no le gustan demasiado —dijo—. Cuando el capitán Vimes se enteró de que teníamos que poner carteles pidiendo un recluta troll, no conseguimos sacarle una sola palabra en todo el día. Y luego tuvimos que conseguir un enano, porque de otra manera causarían problemas. Yo también soy un enano, pero los enanos de aquí no se lo creen.
—No me digas —murmuró Angua, alzando la mirada hacia él.
—Mi madre me tuvo por adopción.
—Oh. Sí, pero yo no soy una troll o una enana —dijo Angua dulcemente.
—No, pero eres una muj…
Angua se detuvo.
—Así que se trata de eso, ¿verdad? ¡Por todos los dioses! Estamos en el Siglo del Murciélago Frugívoro, ¿sabes? Cielos, ¿realmente es así como piensa?
—Le cuesta un poco adaptarse a los cambios. Tal vez esté algo anticuado.
—Fosilizado, diría yo.
—El patricio dijo que debíamos tener algo de representación por parte de los grupos minoritarios —dijo Zanahoria.
—¡Grupos minoritarios!
—Lo siento. De todas maneras, ya solo le quedan unos cuantos días más de…
Entonces hubo un ruido de cristales al otro lado de la calle. Zanahoria y Angua se volvieron en el preciso instante en que una figura salía corriendo de una taberna y huía como una liebre calle arriba, seguida de cerca —al menos durante unos cuantos pasos— por un hombre gordo que llevaba un delantal.
—¡Alto! ¡Alto! ¡Ladrón sin licencia!
—Ah —dijo Zanahoria.
Atravesó la calzada con Angua andando junto a él, mientras el gordo iba reduciendo el paso hasta convertirlo en un lento contoneo.
—Buenos días, señor Franela —dijo Zanahoria—. ¿Algún problema?
—¡Se llevó siete dólares y no me enseñó ninguna licencia de ladrón! —dijo el señor Franela—. ¿Qué va a hacer usted al respecto? ¡Yo pago mis impuestos!
—Enseguida emprenderemos una frenética persecución —dijo Zanahoria sin perder la calma, sacando su cuaderno de notas—. ¿Siete dólares, ha dicho?
—Al menos eran catorce.
El señor Franela miró a Angua de arriba abajo. Los hombres rara vez dejaban escapar la oportunidad de hacerlo.
—¿Por qué lleva un casco? —preguntó después.
—Es una nueva recluta, señor Franela.
Angua dirigió una sonrisa al señor Franela. Este dio un paso atrás.
—Pero es una…
—Hay que adaptarse a los tiempos, señor Franela —dijo Zanahoria, guardando su cuaderno de notas.
El señor Franela volvió a concentrarse en los negocios. —Mientras tanto, hay dieciocho dólares de mi propiedad que nunca volveré a ver —dijo secamente.
—Oh, nil desperandum, señor Franela, nil desperandum —dijo Zanahoria alegremente—. Vamos, guardia interina Angua. Procedamos con nuestras indagaciones.
Siguió su camino, dejando a Franela mirándolos con la boca abierta.
—¡No se olvide de mis veinticinco dólares! —gritó.
—¿Es que no vas a perseguir a ese hombre? —preguntó Angua, echando a correr para no quedarse atrás.
—Eso no tendría ningún sentido —dijo Zanahoria, entrando en un callejón que era lo bastante angosto para ser casi invisible. Siguió andando entre las paredes húmedas y cubiertas de musgo, sumido en las oscuras sombras.
—Es muy interesante —dijo después—. Apuesto a que pocas personas saben que puedes llegar a la calle Céfiro desde la Vía Ancha. Pregúntaselo a cualquiera. Te dirán que no puedes salir del otro extremo del callejón de la Camisa. Pero sí que puedes hacerlo, porque basta con que vayas a la calle Mormius y luego puedes deslizarte por entre estos bolardos que hay aquí para entrar en la Vía Borborígmica. Excelentes, ¿verdad? Son de un hierro muy bueno. Y ya estamos en el callejón de Antaño…
Fue hasta el final del callejón y se detuvo a escuchar unos momentos.
—¿Qué estamos esperando? —preguntó Angua.
Hubo un sonido de pies que corrían. Zanahoria se apoyó en la pared y extendió un brazo hacia la calle Céfiro. Hubo un golpe sordo. El brazo de Zanahoria no se movió ni un centímetro. Tenía que haber sido como darse de narices con una viga.
Dólares de plata rodaban sobre los adoquines.
—Oh cielos, cielos, cielos —dijo Zanahoria—. El pobre Aquíyahora. Y además me prometió que lo iba a dejar. Oh, bueno…
Levantó una pierna del suelo.
—¿Cuánto dinero hay? —preguntó.
—Parecen unos tres dólares —dijo Angua.
—Bravo. La cantidad exacta.
—No, el tendero dijo…
—Venga, regresemos a la Casa de la Guardia. Vamos, Aquíyahora. Es tu día de suerte.
—¿Por qué es su día de suerte? —preguntó Angua—. Le han capturado, ¿no?
—Sí. Le hemos capturado nosotros. El Gremio de Ladrones no le cogió primero. Ellos no son tan amables como nosotros.
La cabeza de Aquíyahora iba rebotando ruidosamente de un adoquín a otro.
—Coger tres dólares y luego correr directo a casa —suspiró Zanahoria—. Este es Aquíyahora, el peor ladrón del mundo.
—Pero dijiste que el Gremio de Ladrones…
—Cuando lleves un tiempo aquí, entenderás cómo funciona todo esto —dijo Zanahoria. La cabeza de Aquíyahora chocó con el bordillo—. En algún momento —añadió Zanahoria—. Pero el caso es que todo funciona. Te asombrará, ya lo verás. Todo funciona. Ojalá no lo hiciera. Pero lo hace.
Mientras Aquíyahora iba acumulando una pequeña conmoción por el camino que terminaría llevándolo a la seguridad de la cárcel de la Guardia, un payaso estaba siendo víctima de un asesinato.
El payaso iba andando por la calle sintiéndose tan tranquilo como se puede esperar de alguien que le ha pagado el año entero al Gremio de Ladrones cuando una figura encapuchada se le puso delante.
—¿Beano?
—Oh, hola… Eres Edward, ¿verdad?
La figura titubeó.
—Estaba a punto de regresar al Gremio —dijo Beano.
La figura encapuchada asintió.