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El olor había cesado en varias ocasiones delante de un muro o una cabaña de techo bajo, y entonces Gaspode iba cojeando en círculos hasta que volvía a encontrarlo.

Pensamientos inconexos ondulaban dentro de su esquizofrénica mente perruna.

—Pero Listo Salva el Día —musitaba—. Eres Un Perrito Muy Bueno, Dice Todo El Mundo. No lo dicen, lo estoy haciendo únicamente porque me amenazaron. La Nariz Maravillosa. Yo no quería hacer esto. Tendrás Un Hueso. No soy más que un trozo de madera a la deriva en el mar de la vida, eso es lo que soy. ¿Quién Es Un Buen Chico? Cállate.

El sol seguía su curso por el cielo. Debajo de él, Gaspode seguía su curso por el suelo.

Willikins descorrió las cortinas. La luz del sol entró en el dormitorio. Vimes gimió y luego fue incorporándose lentamente en lo que quedaba de su cama.

—Por todos los dioses, hombre —farfulló—. ¿Qué clase de hora llamas tú a esto?

—Casi las nueve de la mañana, señor —dijo el mayordomo.

—¿Las nueve de la mañana? ¿Qué clase de hora es esa para levantarse? ¡Normalmente no me levanto hasta que la tarde ha empezado a perder el brillo!

—Pero el señor ya no trabaja, señor.

Vimes bajó la mirada hacia el amasijo de sábanas y mantas. Le envolvían las piernas y se habían enredado unas con otras. Entonces se acordó del sueño.

Había estado caminando por la ciudad.

Bueno, quizá no había sido tanto un sueño como un recuerdo. Después de todo, él iba por la ciudad cada noche. Una parte de él se negaba a darse por vencida. Cierta parte de Vimes estaba aprendiendo a ser un civil, pero una parte más antigua estaba marchando, no, procediendo a un ritmo distinto. Vimes había tenido la impresión de que el lugar parecía más desierto y difícil de recorrer que de costumbre.

—¿El señor desea que lo afeite o el señor lo hará él mismo?

—Me pongo nervioso si la gente sostiene una cuchilla cerca de mi cara —dijo Vimes—. Pero si le pones el arnés al caballo y lo atas al carruaje, intentaré llegar hasta el otro extremo de la habitación.

—Muy gracioso, señor.

Vimes se dio otro baño, por aquello de la novedad. Era consciente gracias a un ruido de fondo general de que la mansión estaba totalmente concentrada en poner rumbo lo más deprisa posible hacia la hora B. Lady Sybil estaba dedicando a su boda toda esa capacidad de centrar sus pensamientos que normalmente aplicaba a eliminar mediante la crianza selectiva una tendencia a las orejas caídas en los dragones de pantano. Media docena de cocineras llevaban tres días muy ocupadas en la cocina. Estaban asando un buey entero y haciendo cosas asombrosas con frutas raras. Hasta aquel momento la idea que tenía Sam Vimes de una buena comida era un hígado sin vesículas. La haute cuisine había consistido en trocitos de queso atravesados por un palillo y embutidos en la mitad de una granada.

Era vagamente consciente de que se suponía que los futuros esposos no debían ver a sus futuras esposas durante la mañana de la boda, posiblemente para evitar que pusieran pies en polvorosa. Era una lástima, porque a Vimes le hubiese gustado hablar con alguien. Si pudiera hablar con alguien, quizá todo adquiriría sentido.

Cogió la navaja de afeitar, y contempló el rostro del capitán Samuel Vimes en el espejo.

Colon saludó y miró a Zanahoria.

—¿Se encuentra bien, señor? Tiene cara de que no le sentaría nada mal dormir un poco.

Las diez, o varios intentos de que fuese esa hora, empezaron a retumbar por la ciudad. Zanahoria se apartó de la ventana.

—He estado fuera echando un vistazo — dijo.

—Esta mañana ya llevamos tres reclutas más — dijo Colon. Los nuevos habían pedido alistarse en «el ejército del señor Zanahoria». Eso tenía ligeramente preocupado a Fred.

—Bien.

—Detritus los está sometiendo a un adiestramiento muy básico —dijo Colon —. Y funciona, además. Después de una hora de gritos en la oreja, hacen cualquier cosa que yo les diga.

—Quiero que todos los hombres de los que podamos prescindir estén en los tejados entre el Palacio y la Universidad —dijo Zanahoria.

—Ya hay Asesinos allí arriba —dijo Colon —. Y el Gremio de Ladrones también tiene hombres encima de esos tejados.

—Son Ladrones y Asesinos. Nosotros no lo somos. Asegúrese de que también haya alguien en la Torre del Arte…

—¿Señor?

—¿Sí, sargento?

—Hemos estado hablando… yo y los muchachos… y, bueno…

—¿Sí?

— Nos ahorraríamos un montón de problemas si fuéramos a ver a los magos y les pidiéramos que…

—El capitán Vimes nunca tuvo ninguna clase de tratos con la magia.

—No, pero…

—Nada de magia, sargento.

—Sí, señor.

—¿La guardia de honor está preparada?

—Sí, señor. Sus cohortes relucen en tonos púrpura y oro, señor.

—¿De veras?

—Unas cohortes bien limpias son muy importantes, señor. Le dan un susto de muerte al enemigo.

—Estupendo.

—Pero no encuentro al cabo Nobbs, señor.

—¿Eso es un problema?

—Bueno, significa que la guardia de honor será un poquito más presentable, señor.

—Lo he enviado a hacer un encargo especial.

—Ejem… Tampoco consigo encontrar a la guardia interina Angua.

—¿Sargento?

Colon se preparó para hacer frente a lo que se le venía encima. Fuera, las campanas estaban dejando de sonar.

—¿Sabía usted que Angua era una mujer-loba?

—Mmm… Digamos que el capitán Vimes lo dio a entender señor…

—¿De qué manera?

Colon dio un paso atrás.

—Bueno, pues el capitán dijo algo así como: «Fred, es una maldita mujer-loba. Esto me gusta tan poco como a ti, pero Vetinari dice que también tenemos que aceptar a uno de ellos, y una licántropa siempre es mejor que un vampiro o un zombi, y eso es todo lo que hay y no se puede hacer nada al respecto». Eso fue lo que me dio a entender.

—Ya veo.

—Ejem… Lo siento, señor.

—Intentemos llegar enteros al final del día, Fred. Eso es todo lo que…

abing, abing, a-bing bong…

—Ni siquiera hemos llegado a darle su reloj al capitán —dijo Zanahoria, sacándolo del bolsillo—. Debe de haberse marchado pensando que nos daba igual que se fuera. Probablemente tenía muchas ganas de recibir un reloj. Sé que solía ser una tradición.

—Hemos tenido unos días muy ajetreados, señor. Y de todas maneras, siempre podemos dárselo después de la boda.

Zanahoria volvió a guardar el reloj dentro de su bolsa.

—Supongo que sí. Bien, sargento, vayamos a organizarnos.