—¿Por qué te llamó…?
—Si me disculpa, la llevaré de vuelta a la Casa de la Guardia.
Vimes bajó la mirada hacia el cuerpo de Angua y sintió cómo uno de los trenes de sus pensamientos empezaba a descarrilar. Había ciertas cosas en las cuales costaba demasiado pensar. Vimes quería disponer de una hora a solas en algún sitio tranquilo para poner algo de orden en todo aquello. «Lo personal no es lo mismo que lo importante.» ¿Qué clase de persona podía pensar así? Y entonces por fin comprendió que si bien en el pasado Ankh había tenido su cuota de gobernantes malvados, o de gobernantes que sencillamente no sabían gobernar, nunca había llegado a estar sometido a ningún gobernante bueno. Aquella quizá fuese la más aterradora de todas las perspectivas.
—¿Señor? —dijo Zanahoria, muy educadamente.
—Uh. La enterraremos en los Dioses Menores. ¿Qué te parece eso, eh? —dijo Vimes—. Es algo así como una tradición en la Guardia…
—Sí, señor. Y ahora vaya con Detritus. Lo único que necesita es que le vayan dando órdenes. Si no le importa, me parece que no asistiré a la boda. Ya sabe cómo son estas cosas…
—Sí. Sí, claro. Mmm. ¿Zanahoria? —Vimes parpadeó, para ahuyentar a todas las sospechas que estaban exigiendo ser tomadas en consideración—. No deberíamos ser demasiado duros con Cruces. Yo no podía ver a ese bastardo, así que ahora quiero ser justo con él. Sé lo que el debólver le hace a la gente. Para el debólver, todos somos iguales. Yo hubiese sido como él.
—No, capitán. Usted lo soltó.
Vimes sonrió débilmente.
—Me llaman señor Vimes —dijo.
Zanahoria regresó a la Casa de la Guardia, y dejó el cuerpo de Angua encima de la losa dentro del depósito de cadáveres improvisado. El rigor mortis ya había empezado a hacer acto de presencia.
Trajo un poco de agua y le limpió el pelaje lo mejor que pudo.
Lo que hizo a continuación habría sorprendido a, digamos, un troll o un enano o cualquiera que no supiera cómo reacciona la mente humana ante unas circunstancias que la someten a cierta tensión.
Zanahoria escribió su informe. Barrió el suelo de la habitación principal, porque había unos turnos establecidos y le tocaba hacerlo a él. Se lavó. Se cambió de camisa, y se vendó la herida del hombro, y luego limpió su coraza, frotándola enérgicamente con un estropajo de alambre y una serie de telas graduadas hasta que pudo volver a ver su cara en ella.
Oyó, a lo lejos, la «Marcha nupcial» de Fondel interpretada para Órgano Monstruoso con un acompañamiento de Miscelánea de Ruidos de Granja. Sacó una botella de ron medio llena de lo que el sargento Colon pensaba que era un escondite donde estaría a salvo, se sirvió una cantidad muy pequeña y brindó con el sonido, diciendo «¡A la salud del señor Vimes y lady Ramkin!» con una voz nítida y llena de sinceridad que habría resultado seriamente embarazosa para cualquiera que la hubiese oído.
Hubo un ruido de arañazos en la puerta. Zanahoria dejó entrar a Gaspode. El perrito se metió debajo de la mesa, sin decir nada.
Luego Zanahoria subió a su habitación, y se sentó en la silla y miró por la ventana.
La tarde fue transcurriendo. La lluvia dejó de caer a media tarde.
Las luces fueron encendiéndose por toda la ciudad.
Finalmente, la luna asomó en el cielo.
La puerta se abrió. Angua entró por ella, andando sin hacer ningún ruido.
Zanahoria se volvió, y sonrió.
—No estaba seguro —dijo—. Pero pensé: Bueno, ¿no era solo la plata la que los mata? Tenía que aferrarme a esa esperanza.
Habían transcurrido dos días. La lluvia parecía haber vuelto para quedarse. No diluviaba, sino que caía de las nubes grises para correr en hilillos que atravesaban el barro. Llenaba el Ankh, que volvía a gorgotear a través de su reino subterráneo. Manaba de las bocas de las gárgolas. Azotaba el suelo con tal fuerza que había una especie de neblina hecha de rebotes.
Tamborileaba sobre las lápidas en el cementerio que había detrás del Templo de los Dioses Menores, y en la pequeña fosa abierta para el agente Cuddy.
Vimes se dijo a sí mismo que en el funeral de un guardia siempre había únicamente guardias. Oh, a veces había parientes, como lady Ramkin y la Rubí de Detritus hoy, pero nunca te encontrabas con multitudes. Zanahoria quizá tuviese razón después de todo. Una vez que te convertías en un guardia, dejabas de ser todo lo demás.
Aunque hoy había otras personas, esperando en silencio junto a las verjas que circundaban el cementerio. No se hallaban presentes en el funeral, pero lo estaban viendo.
Había un pequeño sacerdote que celebró el servicio de carácter genérico «escriba-aquí-el-nombre-del-difunto», concebido para que cualquier dios que pudiera estar escuchando lo encontrara vagamente satisfactorio. Después Detritus bajó el ataúd al interior de la fosa, y el sacerdote arrojó un puñado ceremonial de tierra sobre el ataúd, excepto que en vez del chasquido de la tierra hubo un chaf muy definitivo.
Y Zanahoria, para sorpresa de Vimes, pronunció un discurso. Sus palabras resonaron a través del terreno empapado hasta llegar a los árboles que goteaban lluvia. En realidad estaba basado en el único texto que se podía utilizar en semejante ocasión: era mi amigo, era uno de nosotros, era un buen policía.
Era un buen policía. Eso era algo que se había dicho en cada funeral de un guardia al que hubiera asistido Vimes. Probablemente se diría incluso en el funeral del cabo Nobbs, aunque allí todo el mundo tendría los dedos cruzados detrás de la espalda. Era lo que había que decir.
Vimes contempló el ataúd. Y entonces una sensación muy extraña fue adueñándose de él, de una manera tan insidiosa como la lluvia que le resbalaba por la nuca. No era exactamente una sospecha. Si perduraba en su mente durante el tiempo suficiente terminaría llegando a ser una sospecha, pero de momento solo era la tenue sombra de una corazonada.
Tenía que preguntarlo. Sí, al menos tenía que preguntarlo porque de lo contrario nunca dejaría de pensar en ello.
Así que mientras se estaban alejando de la tumba, dijo:
—¿Cabo?
—¿Sí, señor?
—Así que nadie ha encontrado el debólver, ¿eh?
—No, señor.
—Alguien dijo que la última persona que lo tuvo fue usted.
—Debo de haberlo dejado en algún sitio. Ya sabe que había mucho ajetreo.
—Sí. Oh, sí. De hecho, estoy casi seguro de que vi cómo sacaba del Gremio de Asesinos la mayor parte de él…
—Debo de haberlo hecho, señor.
—Sí. Ejem. Bueno, entonces espero que lo pusiera a buen recaudo. ¿Cree que, ejem, que lo dejó en algún sitio donde estará seguro?
Detrás de ellos, el sepulturero empezó a echar paletadas de la húmeda y pegajosa arcilla de Ankh-Morpork dentro del agujero.
—Me parece que debo de haberlo hecho, señor. ¿No cree? Visto que nadie lo ha encontrado, quiero decir. ¡Porque si alguien lo hubiera encontrado, no tardaríamos en saberlo!
—Quizá sea mejor así, cabo Zanahoria.
—Eso espero.
—Era un buen policía.
—Sí, señor.
Vimes decidió que, ya puestos, bien podía ir hasta el final.
—Y… me pareció que, mientras estábamos llevando ese pequeño ataúd… era ligeramente más pesado de lo que…
—¿De veras, señor? Pues la verdad es que no me di cuenta de ello.
—Pero al menos Cuddy ha tenido el entierro apropiado para un enano.
—Oh, sí. Me aseguré de que así fuera, señor —dijo Zanahoria.
La lluvia caía de los tejados del Palacio con un suave gorgoteo. Las gárgolas habían ocupado sus puestos en cada una de las esquinas, encauzando a las moscas y los mosquitos a través de sus orejas.