—Estoy seguro de que se encuentran… muy bien guardadas, señor.
—Me parece que ha aprendido usted mucho del cap… comandante Vimes, capitán.
—Señor. Mi padre siempre dijo que aprendía muy deprisa, señor.
—Pero puede que la ciudad realmente necesite un rey. ¿Ha pensado en esa posibilidad?
—De la misma manera en que un pez necesita… er… una cosa que no funciona debajo del agua, señor.
—Pero un rey puede apelar a las emociones de sus súbditos, capitán. De… una manera muy parecida a como hizo usted recientemente, según tengo entendido.
—Sí, señor. Pero ¿qué hará ese rey al día siguiente? No se puede tratar a las personas como si fuesen marionetas. No, señor. El señor Vimes siempre decía que un hombre tiene que conocer sus limitaciones. Si hubiera un rey, entonces lo mejor que podría hacer sería cumplir con una jornada laboral decente…
—Cierto.
—Pero si surgiera alguna necesidad que fuese realmente acuciante… entonces quizá se lo volviera a pensar. —El rostro de Zanahoria se iluminó de repente—. En realidad es un poquito como ser un guardia. Cuando nos necesitas, realmente nos necesitas. Y cuando no nos necesitas… Bueno, entonces siempre es mejor que nos limitemos a ir por las calles gritando que Todo Va Bien. Con tal de que todo esté yendo bien, naturalmente.
—Capitán Zanahoria —dijo lord Vetinari—, visto que nos entendemos tan bien el uno al otro, y creo que sí que nos entendemos muy bien el uno al otro… Hay algo que me gustaría enseñarle. Venga por aquí.
Precedió a Zanahoria hasta la sala del trono, que a aquella hora del día se encontraba desierta. Mientras iba cojeando a lo largo de la gran sala, el patricio señaló delante de él.
—Supongo que ya sabe lo que es esto, capitán —dijo.
—Oh, sí. Es el trono de oro de Ankh-Morpork.
—Y nadie se ha sentado en él desde hace muchos centenares de años. ¿No se ha preguntado nunca a qué puede deberse eso?
—¿Qué quiere decir exactamente, señor?
—¿Tanto oro, cuando incluso el latón ha sido arrancado del Puente de Latón? Eche un vistazo detrás del trono, ¿quiere?
Zanahoria subió los escalones.
—¡Dioses!
El patricio miró por encima de su hombro.
—No es más que una hojuela dorada puesta encima de la madera…
—Exacto.
Ya casi ni siquiera era madera. La podredumbre y los gusanos habían librado una batalla que terminó quedando en tablas sobre el último fragmento biodegradable. Zanahoria lo empujó con la punta de su espada, y una parte de él se alejó del trono en una delicada nubecilla de polvo.
—¿Qué opina de esto, capitán?
Zanahoria se incorporó.
—Pensándolo bien, señor, probablemente sea mejor que la gente no lo sepa.
—Eso es lo que siempre he pensado yo. Bueno, no le entretendré más. Estoy seguro de que tiene muchas cosas que organizar.
Zanahoria saludó.
—Gracias, señor.
—Espero que usted y la, ejem, agente Angua se estarán llevando bien.
—Hemos llegado a un grado de Entendimiento Mutuo muy elevado, señor. Habrá pequeñas dificultades, claro está —dijo Zanahoria—, pero, puestos a ver el lado positivo de las cosas, ahora tengo a alguien que siempre está dispuesta a dar un paseo por la ciudad.
Zanahoria ya tenía la mano encima de la manija de la puerta cuando lord Vetinari le llamó.
—¿Sí, señor?
Zanahoria volvió la mirada hacia aquel hombre alto y delgado, que estaba de pie en la gran sala desnuda junto al trono dorado lleno de podredumbre.
—Usted es un hombre al que le interesan mucho las palabras, capitán. Querría invitarlo a tomar en consideración algo que su predecesor nunca llegó a entender del todo.
—¿Señor?
—¿Se ha preguntado alguna vez de dónde procede la palabra «político»? —le preguntó el patricio.
—Y luego está el Comité del Santuario Rayo de Sol —dijo lady Ramkin, desde su lado de la mesa del comedor—. Tenemos que contar contigo en eso. Y la Asociación de Propietarios de Tierras, claro está. Y la Liga de Lanzallamas Simpáticos. Anímate. Descubrirás que tu tiempo se llena como si nada.
—Sí, querida —dijo Vimes.
Los días se extendían ante él, llenándose como si nada de comités y obras de caridad y… como si nada. Probablemente era mejor que dedicarse a recorrer las calles. Lady Sybil y el señor Vimes.
Suspiró.
Sybil Vimes, neé Ramkin, le miró con una expresión de preocupación leve. Desde que le conoció, Sam Vimes siempre había estado vibrando con la ira interna de un hombre que quiere arrestar a los dioses por no hacer bien las cosas, y de pronto había entregado su placa y ahora… Bueno, ahora ya no era exactamente Sam Vimes.
El reloj del rincón dio las ocho. Vimes sacó el reloj que le habían regalado en su despedida y lo abrió.
—Ese reloj adelanta cinco minutos —dijo, por encima del tintineo de las campanadas. Luego cerró la tapa del reloj y volvió a leer las palabras que había escritas en éclass="underline" «Para Guardar el Tiempo de, Tus Vejios Amigos de la Guardia».
Zanahoria había estado detrás de aquello, seguro. Vimes había aprendido a reconocer esa ceguera a la posición que debían ocupar las vocales y la caprichosa crueldad con que trataba a la coma común.
Te decían adiós, te arrebataban la medida de tus días, y te daban un reloj…
—¿Disculpe, milady?
—¿Sí, Willikins?
—Hay un guardia en la puerta, milady. En la entrada de comerciantes.
—¿Has enviado a un guardia a la entrada de los comerciantes?—dijo lady Sybil.
—No, milady. Esa fue la entrada a la que acudió él. Es el capitán Zanahoria.
Vimes se puso la mano encima de los ojos.
—Le han hecho capitán y acude a la puerta trasera —dijo—. Zanahoria es así. Tráelo aquí.
Fue apenas perceptible, excepto para Vimes, pero el mayordomo miró a lady Ramkin en busca de su aprobación.
—Haz lo que dice tu señor —dijo ella galantemente.
—Yo no soy el señor de na… —empezó a decir Vimes.
—Vamos, Sam —dijo lady Ramkin.
—Bueno, no lo soy —dijo Vimes con voz malhumorada.
Zanahoria entró en el comedor y se puso firmes. Como de costumbre, la habitación se convirtió sutilmente en un mero telón de fondo para él.
—Está bien, muchacho —dijo Vimes en el tono más afable de que fue capaz—. No necesitas saludar.
—Sí que he de hacerlo, señor —dijo Zanahoria, y le tendió a Vimes un sobre que lucía el sello del patricio.
—Probablemente me multa con cinco dólares por haber sometido mi cota de malla a un desgaste innecesario —dijo Vimes.
Sus labios se movieron mientras leía.
—Caray —terminó diciendo—. ¿Cincuenta y seis?
—Sí, señor. Detritus se muere de ganas de empezar a adiestrarlos.
—¿Incluyendo a los no muertos? Aquí dice que el ingreso está abierto a todos, sin importar cuál sea la especie o el estatus mortal…
—Sí, señor —dijo Zanahoria, firmemente—. Todos son ciudadanos.
—¿Quieres decir que puedes tener vampiros en la Guardia?
—Muy buenos para el turno nocturno, señor. Y la vigilancia aérea.
—Y siempre van bien a la hora de dejarte en la estacada.
—¿Sí, señor?
Vimes contempló cómo su pequeño chiste atravesaba la cabeza de Zanahoria sin lograr activar el cerebro. Volvió al papel.
—Mmm… Pensiones para viudas, veo.
—Siseñor.
—¿Volver a abrir las viejas Casas de la Guardia?
—Eso es lo que dice el patricio, señor. Vimes siguió leyendo: