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Ulises

Cuando llegamos al lugar en el que habíamos matado a aquel espía, aquel hombre llamado Dolón, detuve los caballos. Diomedes desmontó, cogió el cuerpo ensangrentado y me lo pasó. Luego volvió a subirse al caballo y galopamos hasta la fosa, y el muro, y nuestras naves. Cuando llegarnos, todos se arremolinaron a nuestro alrededor, gritaban, nos estrechaban las manos, querían saber. Se notaba que Néstor, el anciano, había tenido miedo de no volver a vernos nunca más. «Ulises, cuéntanos, ¿dónde habéis cogido estos caballos?, ¿habéis ¡do a robárselos a los troyanos o bien os los ha regalado un dios? Parecen rayos del sol, de verdad. Yo, que siempre estoy en medio de todos los troyanos -porque yo no me quedo en las naves esperando, aunque sea un viejo-, pues bien, yo nunca había visto antes caballos como ésos en el campo de batalla.» Y yo se lo expliqué, porque ése es mi destino, y no me callé nada: el espía, Reso, los trece hombres muertos por Diomedes, los magníficos caballos. Al final, volvimos todos al otro lado de la fosa y yo acompañé a Diomedes a su tienda. Atamos los caballos en el pesebre, junto a sus caballos, y les dimos un riquísimo trigo. Luego él y yo nos metimos en el mar, para lavarnos en el agua la sangre y el sudor de las piernas, de los muslos, de la espalda. Y en cuanto las olas del mar nos hubieron lavado, entramos en las bien pulidas bañeras para descansarnos y confortar el corazón. Una vez limpios y ungidos con aceite de oliva, nos sentamos para el banquete, finalmente, y bebimos un vino dulcísimo.

Diomedes

Aquel espía, aquel cuerpo suyo ensangrentado, Ulises lo depositó en la popa de la nave. «Es para ti, Atenea, diosa del pillaje.»

PATROCLO

Mi nombre es Patroclo, hijo de Menecio. Hace años, y por haber matado a un muchacho como yo, tuve que abandonar mi tierra y, con mi padre, llegué a Ftía, donde reinaba el fuerte y sabio Peleo. El rey tenía un hijo: se llamaba Aquiles. Corrían extrañas leyendas sobre él. Que tenía por madre a una diosa. Que había sido criado sin conocer la leche materna, alimentado sólo con asaduras de león y médula de osos. Que llegaría a ser el guerrero sin el cual Troya nunca sería conquistada. Hoy sus huesos están mezclados con los míos, sepultados en la Isla blanca. Su muerte le pertenece. La mía empezó cuando se levantó la Aurora tras la noche en que Ulises y Diomedes habían robado los espléndidos caballos de Reso. En aquellas primeras luces del día, Agamenón desplegó a su ejército para la batalla. Ordenó que los aurigas mantuvieran los carros de este lado de la fosa, bien desplegados, y que los guerreros, a pie, la atravesaran y se colocaran en posición de combate, en el otro lado. Todos obedecieron, excepto nosotros, los mirmidones, porque Aquiles no quería que lucháramos. Yo permanecí delante de nuestra tienda. En la llanura que se extendía ante nosotros, veía a los troyanos, apiñándose en torno a sus comandantes. Me acuerdo de Héctor: aparecía y desaparecía, en medio de sus soldados, igual que una estrella, brillante, entre las nubes de un oscuro cielo nocturno. Todo lo que vi aquel día, desde lejos, y que oí contar, quiero que ahora lo escuchéis vosotros, si es que queréis entender de qué clase de muerte tuve el gusto de morir.

Se acometieron los dos ejércitos, el uno contra el otro. Avanzaban los hombres, sin miedo y sin pensamientos de huida, con la calma inexorable de millares de segadores que ordenadamente siguen el surco de la tierra, y que siegan lo que encuentran a su paso. Durante coda la aurora fueron cayendo los hombres y brillaron las armas, sin que ninguno de los dos ejércitos prevaleciera sobre el otro. Pero cuando la luz del sol se despegó del horizonte, entonces los aqueos, de repente, rompieron las filas de los troyanos. Los empujaba Agamenón, con una fuerza nunca vista, como si aquélla fuera su jornada de gloria. Avanzaba y aniquilaba todo cuanto se ponía delante de éclass="underline" primero fue Biénor, luego Oileo, y los dos hijos de Príamo, Iso y Ántifo. Cuando se situaron delante de él Pisandro y el intrépido Hipó-loco, de pie sobre su carro, uno junto a otro, él los arrastró hasta el suelo y se lanzó encima, como un león que en la guarida de un ciervo mata a dentelladas a las crías. Ellos le suplicaron que los dejara vivos: decían que su padre, Antíloco, pagaría inmensas riquezas por su rescate. Pero Agamenón dijo: «Si de verdad sois hijos de Antíloco, entonces habéis de pagar la culpa de vuestro padre, quien, en la asamblea de los troyanos, cuando mi hermano vino a reclamar a su esposa, votó por asesinarlo y enviarlo de nuevo, muerto, a casa.» Y le clavó a Pisandro, en el pecho, la lanza. Y a Hipóloco le cortó ambos brazos con la espada, y luego la cabeza, y como a un tronco lo hizo rodar en la polvareda de la batalla.

Allí donde la lucha era más densa, allí se lanzaba, y tras él corrían los aqueos segando las cabezas de los troyanos. Los infantes mataban a los infantes, los caballeros mataban a los caballeros, y corrían los caballos de soberbias cabezas arrastrando carros vacíos y llorando por los aurigas que ahora yacían en el suelo, más amados por los buitres que por sus propias esposas. Hasta la tumba de Ilo, en mitad de la llanura, Agamenón fue empujando a los troyanos, y luego todavía más allá, haciéndolos huir hasta debajo de las murallas, delante de las puertas Esceas: hasta allí los persiguió, corriendo y gritando, con las manos teñidas de sangre. Los troyanos huían y parecían vacas enloquecidas que hubieran percibido el olor del león. Héctor tuvo que saltar del carro y ponerse a gritar, exhortando a los suyos a la batalla. Durante un tiempo éstos interrumpieron su huida y se dispusieron, nuevamente, en orden para luchar. Los aqueos cerraron filas. Los dos ejércitos estaban de nuevo el uno frente al otro, mirándose a los ojos.

El primero en lanzarse al ataque fue, otra vez, Agamenón. Salió a su encuentro Ifidamante, hijo de Anténor, grande y valeroso, crecido en la fértil tierra de Tracia. Agamenón le arrojó la lanza, pero erró el tiro, y la punta de bronce acabó dando en la nada. Entonces Ifidamante, a su vez, empuñó la lanza y lanzándose sobre Agamenón lo golpeó: la punta penetró bajo la coraza y se clavó en el cinturón. Ifidamante empujó con todas sus fuerzas, para que penetrara más allá del cuero, en la carne. Pero el cinturón de Agamenón tenía herretes de plata y la plata no cedía: Ifidamante lo intentaba con codas sus fuerzas, pero no conseguía taladrarlo. Entonces Agamenón aferró con sus manos aquella lanza y, rabioso como un león, se la arrebató a Ifidamante y, en cuanto lo tuvo desarmado de este modo, cogió la espada y lo hirió justo aquí, en el cuello, y le quitó la vida. Así fue como cayó aquel infeliz y se durmió con un sueño de bronce. No lejos de él estaba su hermano, su hermano mayor. Se llamaba Coón. Vio a Ifidamante caer y un tremendo dolor le nubló los ojos. Entonces se acercó a Agamenón, pero sin dejarse ver, y por sorpresa lo hirió con la lanza, justo por debajo del codo: la punta reluciente de la pica atravesó la carne de parte a parte. Agamenón se estremeció, pero no huyó: vio que Coón se marchaba arrastrando el cuerpo de su hermano, sujetándolo por los tobillos, y se lanzó sobre él, y con una lanzada por debajo del escudo, lo traspasó. Se desplomó Coón, encima mismo del cuerpo de su hermano. Y allí encima Agamenón le levantó la cabeza y con un golpe de espada se la cercenó. Así fue como los dos hijos de Anténor, uno junto a otro, cumplieron su destino, descendiendo a la morada de Hades.

Agamenón siguió luchando, en medio de la multitud, pero su herida sangraba y el dolor se iba haciendo cada vez más insoportable. Al final llamó a su auriga para que fuera en su auxilio y, subiéndose al carro, le ordenó que fustigara a los caballos hasta las cóncavas naves. Con la angustia en su corazón, les gritó nuevamente a los aqueos, con todas las fuerzas que todavía le quedaban: «Luchad por mí y defended nuestras naves.» Luego el auriga fustigó a los caballos de hermosas crines y, de un brinco, éstos emprendieron el vuelo, con el pecho cubierto de espuma y manchado de polvo; emprendieron el vuelo y llevaron al dolorido rey lejos de la batalla.