Выбрать главу

«¡Tróvanos, se ha marchado el que hoy era el más fuerte!», se puso a gritar Héctor. «Ahora nos toca a nosotros ganar nuestra gloria. Fustigad a los caballos y lanzaos sobre los aqueos. Nos aguarda la más grande de las victorias.» Y los arrastró a todos tras de sí, irrumpiendo en la lucha como un viento de tempestad cuando se abate sobre el mar violáceo. Era un espectáculo digno de verse: las cabezas de los guerreros aqueos, una tras otra, rodaban bajo su espada. El primero en morir fue Aseo, y luego Autónoo y Opites, y luego Dólope, hijo de Clito; y Ofelrio y Agelao, Esimno, Oro y el valeroso Hipónoo. Y muchos otros sin nombre, en medio de la muchedumbre. Rodaban las cabezas como ruedan las enormes olas con el vendaval, cuando alta rebulle la espuma del mar, bajo el viento impetuoso. Aquello era el fin. Parecía el fin para nosotros. En medio de la huida de los aqueos, se detuvo Ulises y, al ver no lejos de él a Diomedes, empezó a gritarle: «¡Maldita sea, Diomedes! ¿Qué está pasando? ¿Nos hemos olvidado de nuestra fuerza y nuestro coraje? Ven aquí y lucha a mi lado, ¿no será que quieres huir?» «Yo no huyo», le respondió Diomedes, mientras con una lanzada suya derribaba del carro a Timbreo, matándolo. «Yo no huyo, pero sin la ayuda del cielo no vamos a salir vivos de aquí.» Se pusieron a combatir juntos y parecían dos jabalíes soberbios, lanzados con rabia sobre una jauría de perros de caza. Los aqueos, al verlos, recuperaron el coraje y durante un tiempo la suerte de la batalla pareció haber cambiado. Pero también Héctor los vio. Y gritando se lanzó entre las filas, hacia ellos. «La desgracia se nos viene encima», dijo Diomedes a Ulises. «Detengámonos y esperémosla aquí. Si es a nosotros a quienes busca, nos defenderemos.» Esperó a que Héctor estuviera bastante cerca, apuntó a su cabeza y le arrojó su lanza de alargada sombra. La punta de bronce golpeó la parte de encima del yelmo, rebotó hasta dar en el suelo. Héctor dio un paso atrás y cayó de rodillas, aturdido por el impacto. Y mientras Diomedes corría para recuperar su lanza, consiguió levantarse, subirse a su carro y huir entre los suyos.

«¡Maldito seas, perro! Has conseguido escapar otra vez a la muerte», le gritó Diomedes. «Pero yo te digo que la próxima vez te mataré, si es que los dioses me ayudan como hoy te han ayudado a ti.» Y empezó a matar a todo aquel que se le ponía a tiro. No se habría detenido si no hubiera sido porque París, desde lejos, lo vio. Estaba resguardado tras una columna, en el sepulcro de Ilo: tensó su arco y disparó. La flecha acertó a Diomedes en el pie derecho, le atravesó la carne y se clavó en el suelo.

«¡Te he dado, Diomedes!» Había salido París de su escondite y ahora estaba gritando, y riéndose. «Lástima que no te haya dado en todo el vientre, los troyanos habrían dejado de temblar delante de ti.» Se reía.

«Arquero bellaco», le respondió Diomedes, «estúpido mujeriego. Ven aquí a luchar conmigo, en vez de usar desde lejos tus flechas. Me haces un rasguño en el pie y te jactas de ello. Pero mírame, tu herida no me importa lo más mínimo, es como si me hubiera herido una mujer, o un mocoso. ¿No te han enseñado que las flechas de los cobardes están siempre sin punta? No lo está mi lanza, que cuando acierta, mata; las mujeres se convierten en viudas; los hijos, en huérfanos; y los padres, en cuerpos que se pudren para los buitres.» Eso fue lo que gritó. Entretanto, Ulises se interpuso entre él y los troyanos, para protegerlo. Diomedes se sentó en el suelo y se arrancó de la carne la flecha ensangrentada. Fue tremendo el dolor que sintió en su cuerpo. De manera que tuvo que subir a su carro, con el corazón lleno de angustia, y retirarse de la batalla.

Tras ver cómo se alejaba, Ulises se dio cuenta de que se había quedado solo, abandonado por el amigo y por todos los guerreros aqueos, que habían huido a causa del miedo. A su alrededor sólo quedaban troyanos: eran como los perros que rodean al jabalí que acaba de salir del bosque. Y Ulises tuvo miedo. Podía escapar. Pero no lo hizo. De un brinco, saltó sobre Deyopites y lo hirió. Luego mató a Toón, y a Ennomo, y a Quersidamante. De una lanzada hirió también a Cárope, y estaba acabando con él cuando llegó corriendo su hermano, Soco, para defenderlo. Soco le arrojó su lanza y la punta de bronce atravesó el escudo de Ulises y fue a hundirse en la armadura, desgarrando la piel del costado. Ulises retrocedió. Se dio cuenta de que había sido herido. Levantó su lanza. Soco se había dado ya la vuelta para huir. Ulises lanzó su arma y la punta de bronce se le clavó a Soco entre los hombros, atravesándole el pecho. «No serán ni tu padre ni tu madre los que te cierren los ojos», dijo Ulises. «Serán las aves las que te los desgarren, bajo un espeso aleteo.» Luego agarró con las dos manos la lanza de Soco y se la arrancó de la carne. Sintió un tremendo dolor y vio cómo la sangre manaba de la herida. Lo vieron también los troyanos e, incitándose los unos a los otros, cerraron filas en torno a él. Entonces Ulises gritó. Por tres veces, con todas las fuerzas que le quedaban en su cuerpo gritó: ayuda. Ayuda. Ayuda.

Desde lejos lo oyó Menelao. «Es la voz de Ulises.» Al punto cogió a Ayante, que estaba cerca, y le dijo: «Esa es la voz de Ulises, que pide ayuda. Venga, vamos: entremos en la multitud y vayamos a salvarlo.» Lo encontraron luchando como un león zaherido por mil chacales, manteniendo alejada a la muerte con su lanza. Ayante corrió a su lado y levantó su escudo en alto, para protegerlo. Y mientras tanto Menelao se le acercó y, cogiéndolo de la mano, se lo llevó de allí, hacia los carros y los caballos que los pondrían a salvo. Permaneció luchando Ayante, creando un gran desconcierto entre los troyanos. Mató a Doriclo y luego hirió a Pándoco, y también a Lisandro y Píraso y Pilartes: parecía un río desbordado, descendiendo de las montañas para inundar la llanura arrastrando consigo encinas y pinos, y barro, hasta el mar. Desde lejos, se veía su inmenso escudo agitándose en medio de la batalla. Y desde lejos lo vio Héctor, que estaba luchando en el flanco izquierdo de los aqueos, a orillas del Escamandro. Lo vio y entonces hizo que el auriga fustigara a los caballos, y se encaminó directo hacia él. El carro corría como una flecha en medio de la batalla, pisoteando cadáveres y escudos; la sangre salpicaba, bajo las ruedas y los cascos, a ambos lados del carro y por doquier, a su alrededor. Ayante lo vio llegar y tuvo miedo. Atónito, se echó el enorme escudo de siete pieles a la espalda, y empezó a retroceder. Miraba a su alrededor igual que un animal acorralado. Retrocedía, pero lo hacía con lentitud, dándose la vuelta continuamente, ora deteniéndose para responder a los golpes de los troyanos, ora huyendo de nuevo, pero para detenerse otra vez, revolverse y luchar, mientras las lanzas del enemigo arreciaban sobre él, hambrientas de carne, yendo a clavarse en el escudo o la tierra de su alrededor: él solo contra todos, como un león obligado a huir de su presa, como un asno tozudo bajo los golpes de los niños.

Y Aquiles me llamó.

Estaba de pie, en la popa de la nave, y desde allí miraba aquella batalla atroz, aquella dolorosa derrota. Había visto volar como un rayo el carro de Néstor, y encima del carro a alguien, herido, que le había parecido que era Macaón. Macaón valía más que cien nombres juntos, sólo él sabía cómo sacar las flechas de la carne y curar las heridas con fármacos que mitigaban el mal. De manera que Aquiles me dijo: «Ve corriendo a la tienda de Néstor, ve a ver si era Macaón de verdad, y si todavía está vivo, y si morirá.»