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Y yo fui. Corría bordeando las naves, veloz, a la orilla del mar. ¿Quién podría imaginarse que había empezado a morir?

Llegué a ¡a tienda de Néstor. Él se levantó de su espléndido asiento y me invitó a entrar. Pero yo no quise, Aquiles me esperaba con una respuesta, quería noticias sobre Macaón. «¿Desde cuándo Aquiles siente piedad por los aqueos que yacen heridos?», dijo Néstor. «Tal vez no sabe que las tiendas rebosan de ellos, en esta jornada de derrota. Diomedes, Ulises, Agamenón, todos están heridos. Eurípilo, herido por una flecha en un muslo. Y a Macaón, él también atravesado por una flecha, acabo de sacarlo del campo de batalla. Pero a Aquiles no le importa nada todo esto, ¿verdad? Tal vez espera, para sentir piedad, a que ardan las naves, a la orilla del mar, y a que todos nosotros caigamos muertos, uno a uno…, entonces llorará mucho… Amigo, ¿recuerdas lo que te dijo tu padre, cuando partisteis Aquiles y tú para esta guerra? Te dijo: "Hijo mío, Aquiles te supera en linaje, pero es tan sólo un muchacho y tú eres mayor que él. Hazle de guía, te escuchará. Aunque sea mucho más fuerte que tú, dale sabios consejos, él te escuchará." ¿Te acuerdas de ello? Se diría que no. En fin, recuérdaselo a Aquiles, si es verdad que te escucha de esa forma. Y si sigue obstinado en su ira, entonces escúchame, muchacho: dile que te dé sus bellísimas armas, colócatelas y desciende al campo de batalla al frente de sus guerreros mirmidones. Los troyanos te tomarán por él y, aterrorizados, abandonarán la lucha. Durante un tiempo nosotros tendremos un respiro: a veces, en la batalla basta con muy poco para retomar la fuerza y el coraje. Sus armas, Patroclo, haz que te dé sus armas.»

Yo me fui corriendo. Tenía que regresar junto a Aquiles. Así que salí corriendo. Recuerdo que antes de llegar a su lado, mientras pasaba por delante de la tienda de Ulises, oí una voz que me llamaba. Me di la vuelta y vi a Eurípi-Io, que se arrastraba lejos de la batalla, con una flecha clavada en el muslo, con la negra sangre mojándole la pierna, y con la cabeza y los hombros chorreantes de sudor. Oí su voz que decía: «Ya no hay salvación para nosotros.» Y luego, en voz baja: «Sálvame, Patroclo.»

Y yo lo salvé. Yo los salvé a todos, con mi coraje y mi locura.

SARPEDÓN, AYANTE DE TELAMÓN, HÉCTOR

Sarpedón

Ahí estaba aquella fosa, que rodeaba todo el muro que los aqueos habían construido para defender sus naves. Héctor nos gritaba que la franqueáramos, pero los caballos no hacían caso alguno, clavaban los cascos en el suelo y relinchaban, estaban aterrorizados. Los bordes eran empinados y los aqueos habían clavado agudas estacas en las orillas. Pensar en atravesar aquello, con nuestros carros, era una locura. Polidamante se lo dijo a Héctor, le dijo que bajar hasta allí era demasiado arriesgado, ¿y si los aqueos contraatacaban?, nos encontraríamos justo en medio de la fosa, en una trampa, y aquello sería una carnicería. Lo único factible era bajar de los carros, dejarlos antes de la fosa y atacar a pie. Héctor le dio la razón. Descendió él mismo del carro y les dijo a ¡os demás que obraran de igual modo. Nos desplegamos en cinco grupos. Héctor mandaba el primero. París, el segundo. Heleno, el tercero. Eneas, el cuarto. El quinto era el mío. Estábamos preparados para atacar, pero la verdad es que algo nos retenía todavía allí, al borde de la fosa, vacilantes. Y fue precisamente en ese momento cuando apareció en el cielo un águila. Volaba alta por encima de nosotros, y sujetaba entre sus garras una enorme serpiente, sangrante pero viva todavía. Y en un momento dado la serpiente se revolvió y mordió al águila en el pecho, justo cerca del cuello; y ella, traspasada por el dolor, soltó la presa, casi la arrojó, exactamente en medio de todos nosotros, y se fue de allí volando entre gritos agudos y horribles. Vimos caer aquella serpiente, manchada, y luego la vimos por el suelo, entre nosotros: y todos nos estremecimos. Polidamante corrió hacia Héctor y le dijo: «¿Has visto el águila? Justo cuando estábamos a punto de bajar a la fosa ha volado sobre nosotros. ¿La has visto? Ha tenido que soltar su presa, no ha conseguido llevarla hasta su nido, a sus crías. ¿Sabes qué es lo que nos diría un adivino, Héctor? Que nosotros también pensamos que estamos a punto de atrapar a nuestra presa, pero que se nos escapará. A lo mejor conseguiremos llegar hasta ¡as naves, pero no lograremos conquistarlas y, en ese momento, una vez superada la fosa, una retirada se puede convertir en una masacre.» Héctor lo miró furibundo. «Polidamante, o tú estás bromeando o es que tal vez has enloquecido. Creo en la voz de Zeus, no en el vuelo de las aves. Y esa voz me ha prometido la victoria. Aves… El único presagio en el que creo es en luchar por nuestra patria. Tú tienes miedo, Polidamante. Pero no tienes por qué preocuparte: aunque todos muriéramos al pie de aquel muro, tú no corres peligro alguno, porque no vas a llegar hasta allí, siendo tan cobarde como eres.» Y luego echó a andar, hacia la fosa, llevándonos a todos tras él.

Ayante

Se levantó una tempestad de viento que daba miedo. Había polvo por todas partes, que ascendía hasta los puentes de las naves. Los tróvanos atravesaron la fosa y arremetieron contra nuestro muro. Arrancaban las almenas de las torres, abatían los parapetos, intentaban hacer saltar las pilastras que sostenían todo aquello. Nosotros estábamos arriba de todo, protegiéndonos detrás de los escudos de cuero, y atacando siempre que podíamos. Volaban las piedras, por todas partes, como copos de nieve en una tempestad de invierno. Podíamos haberlo logrado: el muro resistía bien, pero entonces llegó Sarpedón. Con el enorme escudo de bronce y oro, sosteniéndolo delante, y empuñando dos lanzas: se nos echó encima igual que un león hambriento.

Sarpedón

Yo estaba ahí, en medio del tumulto, y Glauco estaba a mi lado. «Maldita sea, Glauco, ¿somos o no somos los mejores de entre los licios, esos a los que todos honran y a los que miran con adoración?… Pues entonces acabemos ya con esto de una vez, subamos a ese maldito muro, porque de alguna manera hay que morir: sí así tiene que ser, que sea aquí, al menos le daremos a alguien su gloria, o alguno nos la dará a nosotros.» Con Glauco, y con todos los licios, ataqué.

Ayante

Los vieron llegar, desde una de las torres, y empezaron a pedir ayuda, pero nadie los oía, tal era el estruendo que había… Al final enviaron a un mensajero, llegó hasta mí y me dijo: «Ayante, los licios han atacado el muro en tropel, por la torre que Teucro defiende. Corre, necesitan ayuda.» Eché a correr y al llegar allí vi que estaban en aprietos. Había una piedra enorme, apoyada sobre el parapeto del muro, la cogí y la levanté en vilo; no sé con qué fuerzas lo hice, de verdad, era enorme; pero la levanté y la arrojé sobre las cabezas de los licios. Y mientras tanto, Teucro, con su arco, alcanzó a Glauco en el brazo: justo cuando estaba a punto de superar el muro, lo alcanzó en el brazo, y Glauco se dejó caer muro abajo.

Sarpedón

Lo habían alcanzado, y él retrocedió para esconderse, no quería que ningún aqueo viera que estaba herido, ¿comprendéis?, no le quería dar a nadie esa gloria. Yo ya no pude ver nada más a causa de la rabia. Estaba justo encima del muro, entre mis manos aferré el parapeto, con toda la fuerza que tenía, y lo arranqué, lo juro. Se desgajó un buen pedazo: al diablo con el parapeto, ahora sí que íbamos a pasar.

Ayante

Y entonces nos dimos de bruces con él, con Sarpedón. Se había colocado el escudo a la espalda, para escalar el muro, y ahora venía a nuestro encuentro así, sin defensa. Teucro le lanzó una flecha directamente al pecho, pero aquel hombre tenía una gran suerte: la flecha acabó justo sobre la correa de cuero del escudo, que le cruzaba el pecho, y fue a clavarse exactamente ahí.