Sarpedón
«¿Qué estás diciendo, Ayante?», le gritó Héctor. «No eres más que un bravucón y un mentiroso. Éste será el día de vuestra ruina, créeme. Y tú también morirás, junto a todos los demás. ¡Ven a desafiar a mi lanza, que arde en deseos de morder tu cándida piel y dejarte en la tierra de Troya para que seas pasto de los perros y de las aves!» Y sin esperar más, arrojó su lanza contra Ayante.
Ayante
Me dio de lleno en mitad del pecho. Pero no era mi destino morir allí. La punta de bronce acabó justo en el lugar en que se cruzaban las dos gruesas correas de cuero y de plata, la del escudo y la de la espada: fue a clavarse exactamente allí. Entonces me agaché, cogí del suelo una aguda piedra y, antes de que Héctor pudiera esconderse entre los suyos, se la lancé, con todas mis fuerzas.
Sarpedón
La piedra giraba en el aire, igual que una trucha; pasó por encima del escudo y le dio a Héctor de lleno, justo debajo del cuello. Lo vimos desplomarse al suelo, como una encina abatida por un rayo.
Ayante
Un grito, se elevó un grito, y era el grito de todos los aqueos que se le estaban echando encima para llevárselo de allí, y para despedazarlo.
Sarpedón
Pero nadie consiguió ni siquiera tocarlo. Allí estábamos todos para defenderlo: Polidamante, Eneas, Agénor, Glauco, y otros mil que con los escudos hicieron a su alrededor una barrera infranqueable. Al final, lo cogí yo en brazos y me lo llevé fuera del tumulto. Retrocedí hasta el muro a toda prisa y luego atravesé la fosa, y no me detuve hasta que llegué junto a su carro. Lo cargamos en él y luego salimos corriendo, al galope, mucho más lejos, en la llanura. Sólo cuando estuvimos en el río nos detuvimos. Héctor gemía, exhausto. Lo depositamos en el suelo y le echamos agua sobre la cabeza. Abrió los ojos, se puso de rodillas y vomitó sangre negra; luego se desplomó de nuevo en el suelo, hacia atrás, y una oscura tiniebla descendió sobre sus ojos.
Ayante
Cuando vi que se lo llevaban de allí, comprendí que era el momento de atacar. Me lancé yo primero, ¡levándome a todos detrás de mí. Fue un choque salvaje. No tan fuertes suenan las olas del mar al romper contra los escollos, cuando sopla con violencia el bóreas. No tan fuerte es el fragor del incendio cuando se extiende en los valles de la montaña, devorando el bosque. No tan fuerte ulula el viento cuando arrecia entre las altas frondas de las encinas. No tan fuerte como estalló el grito de los aqueos y los troyanos cuando se lanzaron los unos sobre los otros. Y e¡ primero al que maté fue a Satnio, hijo de Enope, de una lanzada en el costado; Polidamante mató a Protoénor, atravesándole el hombro. Yo maté a Arquéloco con un golpe que le arrancó la cabeza; Acamante mató a Prómaco; y, para vengar a Prómaco, Penéleo acometió a Ilioneo y le dio una lanzada en la ceja: la punta de bronce le hizo saltar un ojo, le salió por la nuca a través del cráneo. Y entonces Penéleo desenvainó la espada y le cortó la cabeza; luego levantó la lanza, que todavía estaba hundida en aquella cabeza, y ía agitó en el aire, con la cabeza ensartada, gritando: «¡Troyanos, decid de mi parte a los padres de Ilioneo que pueden empezar a llorar por él en su casa, porque nunca más verán el cuerpo de su amado hijo!» Fue algo que aterrorizó a los troyanos. Los vimos dispersarse, y buscar con la mirada una vía por donde escapar. Sentían que el abismo de la muerte se cernía sobre ellos. De pronto, echaron todos a correr, huyendo; se alejaron de las naves, alcanzaron el muro y tampoco allí se detuvieron, no paraban de correr, atravesaron la fosa y sólo cuando estuvieron del otro lado se detuvieron, lívidos de miedo, de pie, junto a sus carros, aterrorizados.
Sarpedón
Aterrorizados como ciervos acosados hasta lo más espeso del bosque por los cazadores: con su alto bramido, despiertan a un león de tupida melena, que surge desde la oscuridad del bosque y que a todos hiela el corazón en el pecho.
Héctor
Creían que había muerto. Me vieron de repente, frente a ellos, como un espíritu escapado del más allá, como una pesadilla que no los dejaba en paz, como un león que hubiera clavado las fauces en su carne y que ahora ya no los soltaba. Se escaparon de allí casi todos, retrocediendo hacia las naves. Permanecieron sólo los más fuertes, los más valientes: Ayante, Idomeneo, Teucro, Meríones, Megete. A grandes pasos yo marchaba contra ellos, llevando a mis espaldas a todo el ejército. Cayeron uno tras otro, bajo nuestros disparos. Estiquio y Arcesilao fueron muertos por mí. Medonte y Jaso, por Eneas. Mecisteo fue muerto por Polidamante, Equio fue muerto por Polites, Clonio fue muerto por Agénor, Deíoco fue muerto por París, con un disparo en la espalda. Mientras nosotros despojábamos a los cadáveres, ellos se escapaban por todas partes. Los mejores, también: todos. Fueron regresando hasta el muro, pero el miedo no los abandonó, y también lo dejaron atrás, retirándose hacia las naves. Me puse a gritarles a mis soldados que se olvidaran de los cadáveres, de las armas y de todo lo demás, y que se subieran a los carros para continuar con la persecución. El camino estaba libre, podíamos llegar hasta las naves sin combatir siquiera. Luego me subí a mi carro y puse los caballos al galope. Llegamos hasta la fosa, la cruzamos, nos encaminamos hacia el muro y lo superamos por todas partes, cayó como un castillo de arena sometido a nuestro asalto. Yo iba delante de todos y vi, al fondo, allá, frente a mí, las naves. Los primeros cascos negros, apuntalados en la arena y luego, hasta donde alcanzaba la vista, naves, naves, naves hasta en la playa y en el mar, millares de mástiles y de quillas, proas apuntando al cielo hasta donde podías mirar. Las naves. Nadie puede entender lo que fue aquella guerra para nosotros, los troyanos, sin imaginarse el día en que las vimos llegar. Eran más de mil, en aquel pedazo de mar que estaba ante nuestros ojos desde que éramos niños, y que nunca habíamos visto ser surcado por nada que no fuera amigo, y pequeño, e insólito. Ahora estaba oscurecido hasta el horizonte por monstruos llegados desde lejos para aniquilarnos. Yo puedo comprender en qué clase de guerra combatí cuando pienso de nuevo en aquel día, y otra, vez me veo a mí, a mis hermanos, a los jóvenes varones de Troya, vistiéndonos con las armas mas hermosas, saliendo de la ciudad, marchando por la llanura y, al llegar al mar, intentando detener a aquella flota, aterradora, a pedradas. Las piedras de la playa. Se las tirábamos, ¿comprendéis? Mil naves, y nosotros con nuestras piedras.
Nueve años después, me hallé de nuevo con aquellas naves ante mis ojos. Pero estaban aprisionadas en el suelo. Y rodeadas por guerreros aterrorizados que con los brazos levantados le rogaban al cielo no morir. ¿Resulta sorprendente que me olvidara de mi herida, el golpe de Ayante, el cansancio y el miedo? Desencadené mi ejército, y éste se convirtió para aquellas naves en un mar tempestuoso, y en formidable oleaje, y en resplandeciente embate.
Escalábamos las quillas con las antorchas en la mano, para prender fuego a todo. Pero los aqueos se defendían fieramente. Era Ayante, otra vez él, quien los arengaba y los dirigía. Estaba en la popa, encima de una nave, y mataba a todo aquel que conseguía subirse o incluso sólo acercarse. Yo me fui directamente hacia él y cuando estuve lo bastante cerca le apunté y le arrojé mi lanza. La punta de bronce voló hacia lo alto pero erró su objetivo y le dio a un escudero, Licofrón. Vi que Ayante se estremecía. Luego que echaba una ojeada hacia Teucro, sin dejar de luchar. Teucro era el mejor de los arqueros aqueos. Como si Ayante le hubiera dado una orden, cogió de su aljaba una flecha, tensó la cuerda del arco, y me apuntó directamente. Levanté el escudo por instinto, pero lo que vi fue cómo se rompía la cuerda del arco y caía al suelo la flecha. Teucro, aterrado, se quedó de piedra. Parecía en verdad una señal de los dioses. Una señal propicia para mí y funesta para los aqueos. Miré a mi alrededor. Ellos se escudaban tras sus naves, combatían unidos los unos a los otros, era una muralla de bronce que nos mantenía alejados. Buscaba el punto más débil, por el que romper sus líneas, pero no lo encontraba. Y entonces fui hacia donde estaban las armas más bellas y allí ataqué, como un león que ataca un rebaño al que no podrá salvar ningún pastor. Me miraban con terror, espumaba rabia, las sienes me palpitaban bajo el yelmo reluciente, me miraban y huían; la muralla de bronce se abrió, los vi corriendo hacia sus tiendas, para su última defensa, levanté la vista y vi las naves, justo por encima de mí, tan cerca como nunca las había visto. Sólo se había quedado allí Ayante con algunos guerreros. Saltaba de una nave a otra, luchando con una pica de abordaje; su voz se elevaba hasta el cielo mientras con gritos terribles llamaba a los otros aqueos para la lucha. Elegí una nave que tenía una proa azulada. La ataqué por el lado de popa, trepando hasta la toldilla. Los aqueos se acercaron para acorralarme. Ya no era el momento de las lanzas o de las flechas, se luchaba cuerpo a cuerpo, era una batalla de espadas, puñales, segures afiladas. Veía cómo corría la sangre, ríos de sangre, cayendo desde las naves, hasta la negra tierra. Era aquélla la batalla que yo siempre había deseado: no en plena llanura, no ante las murallas de Troya, sino junto a las naves, aquellas naves, tan odiadas.