Выбрать главу

«Aqueos, guerreros, ¿dónde habéis dejado vuestra fuerza?» Era la voz de Ayante. Allí, en la toldilla, seguía luchando y gritando. «¿Por qué huís?, ¿os pensáis que detrás de vosotros queda algo donde podáis ¡r a refugiaros? Detrás de vosotros está el mar, ¡es aquí donde tenéis que salvaros!» Lo veía justo por encima de mí. Estaba cubierto de sudor, jadeaba, ya no podía casi ni respirar, y el cansancio le pesaba en los brazos. Levanté la espada y con un golpe seco le partí la lanza, justo por debajo de la punta. Él permaneció allí, con e! asta de fresno, cercenada, en la mano. Entre todo aquel estruendo pude oír el sonido de la punta de bronce cayendo sobre la madera de la toldilla. Y Avante comprendió que aquél era mi día, y que los dioses estaban conmigo. Retrocedió, por fin lo hizo: retrocedió. Y yo subí a aquella nave. Y le prendí fuego.

Es en medio de aquellas llamas como me tenéis que recordar. Héctor, el derrotado: lo tenéis que recordar de pie, en la popa de aquella nave, rodeado por el fuego. Héctor, el muerto que por tres veces sería arrastrado por Aquiles alrededor de las murallas de su ciudad. A él tenéis que recordarlo vivo, y victorioso, y resplandeciente con sus armas de plata y de bronce. De una reina aprendí las palabras que ahora me han quedado y que quiero deciros a vosotros: acordaos de mí, acordaos de mí, y olvidad mi destino.

FÉNIX

Eran tan jóvenes que para ellos yo era un viejo. Un maestro, tal vez un padre. Verlos morir, y sin poder hacer nada: ésa fue mi guerra. De todo lo demás, quién se acuerda ya.

Me acuerdo de Patroclo, entrando en la tienda de Aquiles, corriendo, llorando. Fue en aquella jornada de feroz batalla, y de derrota. Resultaba impresionante: ver a Patrocio de aquella manera, sus lágrimas. Lloraba como llora una niña pequeña, mientras se agarra al vestido de su madre y pide que la cojan en brazos; y ni siquiera cuando los brazos de su madre la levantan, deja de mirarla de abajo arriba, y de llorar. Era un héroe y parecía una niña, una niña pequeña. «¿Qué ocurre?», le preguntó Aquiles. «¿Te han llegado noticias de alguna muerte desde nuestra tierra? ¿Ha muerto tu padre, tal vez?, ¿o ha sido el mío? ¿O es que acaso lloras porque los aqueos a causa de su propia arrogancia mueren bajo las negras naves?» Nunca le abandonaba su cólera, ¿comprendéis? Pero aquel día, Patroclo, entre lágrimas, le pidió que lo escuchara, sin cólera, sin ira, sin maldad. Sólo que lo escuchara. «Grande es el dolor, Aquiles, que hoy ha sido infligido a los aqueos. Los que eran los primeros y los más fuertes ahora yacen heridos, en sus naves. Diomedes, Ulises, Agamenón: los médicos andan ajetreados a su alrededor, y con toda clase de fármacos intentan curar sus heridas. Y tú, temible guerrero, permaneces aquí, encerrado en tu ira. Pues ahora yo quiero que tú escuches la mía, que escuches mi ira, Aquiles: mi cólera. Tú no quieres combatir, yo quiero hacerlo. Envíame a mí a la batalla, con tus guerreros mirmidones. Dame tus armas, deja que las lleve yo: los tróvanos me tomarán por ti, y emprenderán la huida. Dame tus armas y los haremos retroceder, hasta las murallas de Troya.» Lo dijo con una voz que suplicaba: no sabía que estaba suplicando morir.

Aquiles lo escuchó con atención. Se veía que aquellas palabras lo turbaban. Al final dijo algo que cambió el curso de aquella guerra. «Es un dolor inmenso el que aflige al corazón cuando un poderoso, gracias a su poder, le roba a un hombre lo que le pertenece. Y éste es el dolor que yo estoy sufriendo, y que Agamenón me ha infligido. Pero hay algo cierto: io que ha ocurrido ya no puede cambiarse. Y tal vez ningún corazón puede abrigar para siempre una ira inflexible. Dije que no me movería hasta que no oyera el fragor de la batalla retumbando bajo mi negra nave. Ese momento ha llegado. Coge mis armas, Patroclo, coge a mis guerreros. Lánzate a la batalla y aleja de las naves la desgracia. Haz retroceder a los troyanos antes de que nos arrebaten la esperanza de un dulce retorno. Pero escúchame bien y haz lo que yo te diga, si es que de verdad quieres restituirme mi honor y mi gloria: en cuanto hayas alejado a los enemigos de las naves, detente, no los persigas por la llanura, deja de combatir y da la vuelta. No me prives de mi parte de honor y de gloria. No te dejes embriagar por el estruendo de la batalla y por ¡os gritos que te incitarán a seguir luchando y matando hasta las mismas murallas de Troya. Deja que otros lo hagan, y tú date la vuelta, Patroclo. Tú regresa aquí.»

Luego se levantó, apartando de sí toda tristeza, y con fuerte voz dijo: «Y ahora date prisa, ponte las armas. Ya veo las llamas del fuego mortal ardiendo en torno a mi nave. Ponte en marcha, yo iré a reunir a mis hombres.»

¿Quién era yo para detenerlos? ¿Puede un maestro, un padre, detener el destino? Patroclo se vistió de bronce refulgente. Se puso las espinilleras en las pantorrillas, hermosísimas, con los refuerzos de plata en los tobillos. En el pecho se puso la coraza de Aquiles: centelleaba como una estrella. Se echó a los hombros la espada ornada con plata y luego el escudo, grande y pesado. En su valiente cabeza, se puso el yelmo bien labrado: oscilaba, en lo alto, temible, el penacho de crin de caballo. Al final, eligió dos lanzas. Pero no cogió la de Aquiles. Ésa sólo Aquiles podía levantarla: la lanza de fresno que Quirón le había entregado a su padre para dar muerte a los héroes.

Cuando salió de la tienda, los mirmidones se congregaron a su alrededor, preparados para la batalla. Parecían lobos hambrientos, llenos de una gran fuerza en sus corazones. Cincuenta naves fueron las que Aquiles llevó a Troya. Cinco filas de guerreros, regidas por cinco héroes. Menestio, Eudoro, Pisandro, Alcimedonte. El quinto era yo: Fénix, el viejo. A todos nos habló Aquiles, con voz severa. «Mirmidones, me habéis acusado de tener un corazón de piedra, y de manteneros en las naves, lejos de la batalla, sólo para alimentar mi ira. Pues bien, aquí tenéis la guerra que deseabais. Libradla con todo el coraje que poseéis.» Con el eco de su voz resonando, las filas de los guerreros se cerraron y, como las piedras de una pared, se encajaron los hombres: escudo contra escudo, yelmo contra yelmo, hombre contra hombre, tan apiñados estaban que a cada movimiento se rozaban los penachos con los reflejos de los relucientes yelmos. Y, delante de todos, Patroclo: subido al carro en el que Automedonte había uncido a Janto y Balio, los dos caballos inmortales, veloces como el viento, y a Pédaso, caballo mortal y hermosísimo.