Los troyanos se dieron cuenta de que Héctot se había escapado al enfrentarse con Ayante y lo miraban aturdidos. Me acuerdo de que oí a Glauco gritándole: «¡Eres un cobarde, Héctor. No te has enfrentado a Ayante porque es más fuerte que tú, y ahora les has dejado el cuerpo de Patroclo, que habría sido un suculento botín para nosotros!» Entonces Héctor hizo algo que nadie olvidará. A la carrera alcanzó a los compañeros que estaban llevando las armas de Patroclo a la ciudad, como un trofeo; los detuvo, se quitó sus armas y se puso las armas inmortales que Aquiles le había dado a su amigo para que entrara en combate. Se colocó las armas inmortales de Aquiles y las hizo suyas: su cuerpo, en aquellas armas, parecía haber nacido para aquellas armas; y de repente brilló con toda su fuerza y vigor; pasó resplandeciente por delante de todos sus guerreros, entre los destellos de aquellas armas que durante años ellos habían contemplado con terror: él ahora hacía que pasaran por delante de sus ojos. Lo miraban estupefactos Glauco, Medonte, Tersíloco, Asteropeo; lo veían pasar, extasiados, Disénor, Hipótoo, Fotcis, Cromio, Énnomo. Y a todos ellos les gritó Héctor: «¡Luchad conmigo, aliados de mil cribus, yo os digo que aquel que arrastre el cadáver de Patroclo entre los ttoyanos, doblegando a Ayante, conmigo dividirá ese cuerpo e igual será su gloria que la mía.» Y con furor, todos se lanzaron sobre los aqueos.
Ayante los vio venir y comprendió que ni él ni Menelao podrían detenerlos. Entonces pidió ayuda a gritos, y primero Idomeneo, luego Meríones y Ayante de Oileo y otros valientes lo oyeron y corrieron junto a ellos. Los troyanos cargaron en tropel, todos detrás de Héctor. Alrededor de Ayante los aqueos se desplegaron con un único aliento, protegidos por los escudos de bronce. La primera oleada de troyanos los rechazó, obligándolos a abandonar el cuerpo de Patroclo. Pero Ayante llevó a los suyos nuevamente al ataque hasta que consiguieron arrancar otra vez aquel cuerpo de las manos de los troyanos. Era una lucha tremenda, una horrorosa contienda. Fatiga y sudor ensuciaban piernas y rodillas, y pies, y manos, y ojos de cuantos se enfrentaban en torno a aquel cadáver. Por todas partes los guerreros asían el cuerpo de Patroclo y tiraban de él, parecía el pellejo de un animal cuando se tiende para que se seque. Patroclo…
Ni siquiera lo sabía, Aquiles, que su amado había muerto. Su tienda estaba lejos, junto a las negras naves, y Patroclo había ido a morir al pie de las murallas de Troya. No podía saberlo. Me lo imagino allí, en su tienda, pensando todavía que pronto regresaría Patroclo, después de haber expulsado a los troyanos, y que le devolvería las armas, y que juntos comerían abundantemente, y… y mientras pensaba estas cosas, justo en ese mismo momento, Patroclo era ya un cadáver disputado por todas partes, y a su alrededor los guerreros se mataban, y lanzas agudas brillaban, y escudos de bronce se embestían con fragor. Es esto lo que uno tendría que aprender del dolor: que es hijo de Zeus. Y que Zeus es hijo de Cronos.
Y hablando del dolor, ¿qué puedo decir de lo que pasó con Janto y Balio? Eran los caballos inmortales de Aquiles, y habían llevado a Patroclo a la batalla. En fin, cuando Patroclo cayó, Automedonte se los llevó lejos de la contienda, pensando que los pondría a buen recaudo haciéndolos galopar hasta las naves. Pero ellos, cuando estuvieron en medio de la llanura, se detuvieron, de improviso; se quedaron quietos porque su corazón estaba destrozado por la muerte de Patroclo. Automedonte intentaba hacer que caminaran, fustigándolos o suplicándoles con dulzura, pero ellos no mostraban la más mínima intención de regresar a las naves, permanecían inmóviles, como una estela de piedra sobre la tumba de un hombre, con los hocicos rozando el suelo, y lloraban, lágrimas ardientes. Sus ojos, eso dice la leyenda, lloraban. Ellos no habían nacido para sufrir la vejez o la muerte, ellos eran inmortales. Pero habían cabalgado al lado del hombre, y de él habían llegado a aprender el dolor: porque no hay nada sobre la faz de la tierra, nada que respire o camine, nada tan infeliz como lo es el hombre. Al final, bruscamente, los dos caballos se lanzaron al galope, peto hacia la batalla; Automedonte intentó detenerlos, pero no había nada que hacer: echaron a corretear en medio del tumulto, como habrían hecho durante el combate, ¿comprendéis? Pero Automedonte, en el carro, estaba solo, tenía que sujetar las riendas, pero estaba claro que no podía empuñar las armas, de manera que no podía matar a nadie; ellos lo llevaron hacia los guerreros y hasta el centro de la contienda, pero la verdad es que él no podía luchar, la verdad es que parecía un carro enloquecido, que cruza la batalla como un viento, sin derramamiento de sangre, absurdo y maravilloso.
Luego los aqueos comprendieron que estaban a punto de perder aquella batalla. Algunos, como Idomeneo, lo que hicieron fue abandonar el campo de batalla, dándose por vencidos. Los demás pensaron en volver hacia las naves, pero sin dejar de luchar, e intentando llevarse de allí el cuerpo de Patroclo. Alguien dijo también que era conveniente advertir a Aquiles de lo que había pasado, y todos estuvieron de acuerdo, pero no sabían a quién enviar, allí eran necesarios todos los guerreros y, por otra parte, la verdad es que nadie quería ser el que le llevara a Aquiles la noticia de la muerte de Patroclo. Al final escogieron a un muchacho, al que Aquiles apreciaba y que, en aquel momento, estaba luchando lejos del cuerpo de Patroclo. Y aquel muchacho era yo.
Me llamo Antíloco, soy uno de los hijos de Néstor. Cuando mi padre partió hacia la guerra de Troya, yo era demasiado joven todavía para partir con él. De manera que me quedé en casa. Pero cinco años después, sin decirle nada a mi padre,, cogí una nave y alcancé la playa de Troya. Me presenté ante Aquiles y le dije toda la verdad: que me había escapado para venir a luchar a su lado. Mi padre me matará, dije. Aquiles admiró mi coraje y mi belleza. Tu padre estará orgulloso de ti, me dijo. Y así fue. Yo me convertí en uno de ellos. Y con la locura de un muchacho, aquella guerra yo la libré a su lado. Hasta el día en que, en mitad del combate, vi llegar a Menelao, corriendo. Me buscaba precisamente a mí y cuando estuvo cerca me miró a los ojos y me dijo: «Patroclo ha muerto, Antíloco, yo esta noticia hubiera preferido no dártela nunca, pero lo cierto es que Patroclo ha muerto, lo han macado los troyanos.» No conseguí decir nada, tan sólo empecé a llorar, allí mismo, en medio de la batalla. Oí la voz de Menelao gritándome: «Tienes que ir corriendo a las naves, y buscar a Aquiles, y decirle que Patroclo ha muerto, y que debe hacer algo, porque estamos intentando poner a salvo su cadáver, pero tenemos a los troyanos encima y son demasiado fuertes para nosotros. Venga, corre.» Y yo fui. Me quité las armas, para ir más ligero, y a la carrera atravesé la llanura, sin conseguir dejar de llorar en ningún momento. Cuando llegué a las naves, encontré a Aquiles, de pie, escrutando el horizonte, intentando vislumbrar cuál era el curso de la batalla. Me detuve delante de él. No sé dónde estaba mirando cuando empecé a decir: «Aquiles, hijo del valeroso Peleo, ha pasado algo que no debería haber sucedido nunca, y yo debo transmitirte la noticia. Patroclo ha muerto, y los aqueos están luchando en torno a su cuerpo desnudo, porque Héctor le ha arrebatado las armas.» Una negra nube de dolor envolvió al héroe. Se dejó caer, al suelo, y con ambas manos se puso a arañar el polvo y a echárselo sobre la cabeza y sobre su hermosísimo rostro. De las tiendas salieron corriendo las esclavas de guerra y a su alrededor empezaron a gritar de dolor, golpeándose el pecho y cayendo de rodillas. Aquiles sollozaba. Yo me agaché junto a él y cogí sus manos entre las mías, porque no quería que se matara con aquellas manos y una hoja afilada. Lanzó un grito tremendo e invocó a su madre. "¡Madre! Te pedí el dolor de los aqueos, para hacerles pagar la ofensa que me habían hecho; pero, ahora, ¿cómo podré ser feliz, ahora que he perdido para siempre a aquel a quien honraba por encima de los demás compañeros y al que amaba como a mí mismo? Lejos de su patria ha muerto y yo no estaba con él para defenderlo. Estaba sentado en mi tienda, ¿comprendes? Cerca de mi nave estaba sentado, como un fardo inútil en el suelo, mientras él moría, y morían muchos otros bajo los golpes de Héctor. Yo me había quedado aquí, siendo como soy entre todos los aqueos el mejor en el campo de batalla… Oh, así desapareciera para siempre la ira del corazón de los hombres, ella que es capaz de enloquecer incluso a los más sabios, deslizándose en su espíritu con la dulzura de la miel y extendiéndose luego como el humo en su mente. Yo tengo que conseguir olvidar el rencor. Tengo que marcharme de aquí y encontrar al hombre que ha matado a mi amado compañero. Luego moriré yo también, ya lo sé, madre, pero antes quiero con mi lanza quebrar la vida de ese hombre, y sembrar a mi alrededor tanta muerte que las mujeres de Troya añorarán el tiempo en que esta guerra se libraba sin mí.» Gritaba estas cosas, llorando, pero seguía echado allí, en el polvo. Entonces yo le dije: «Levántate, Aquiles, los aqueos te necesitan, ahora. Están intentando defender el cuerpo de Patroclo de los troyanos, pero la batalla es dura, y muchos están muriendo. Héctor está encolerizado, quiere ese cadáver, quiere cortarle la cabeza para clavarla en una pica y levantarla como un trofeo. No permanezcas aquí, Aquiles, ¿qué deshonra te espera si dejas que Patroclo acabe siendo pasto de los perros troyanos?» Aquiles me miró. «Pero ¿cómo puedo regresar a la batalla?», me preguntó. «Mis armas están en manos de los troyanos y no es posible que luche con armas que no sean dignas de mí. ¿Qué héroe lo haría? ¿Cómo podría hacerlo yo?» Entonces yo le dije: «Lo sé, tus atinas están en manos de Héctor, pero aunque sea así, sin armas, levántate y deja que los troyanos te vean: el miedo los asaltará y los nuestros tendrán un respiro.» Entonces se levantó. Y caminó hacia el borde de la fosa, al encuentro de la batalla. Se veía a los nuestros que retrocedían, llevando en vilo el cuerpo de Patroclo en sus brazos, y a Héctor acosándolos con los suyos, persiguiéndolos sin piedad: era como arrebatarle una carroña a un león hambriento; intentaban mantenerlo alejado los dos Ayantes, y él seguía insistiendo una y otra vez, era como un fuego que se extiende de repente y asola una ciudad. Aquiles se detuvo en la orilla más elevada de la fosa. No llevaba armas encima, pero refulgía como una llama, como una nube dorada. Miró la batalla y luego lanzó un grito fortísimo, como un toque de trompeta. Los troyanos se quedaron petrificados, los caballos de bellas crines se encabritaron al percibir el hedor de la muerte. Por tres veces gritó Aquiles. Y por tres veces el terror descendió sobre los corazones de los troyanos. Los vimos dar la vuelta a sus carros y huir, abandonando la batalla, devorados por la angustia.