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Cuando los nuestros depositaron el cuerpo de Patroclo en una camilla, en lugar seguro, Aquiles se acercó. Puso las manos sobre el pecho de su amado, con dulzura, aquellas manos acostumbradas a matar; se las puso sobre el pecho, y se echó a gemir sin tregua, como un león al que, en el corazón del bosque, un cazador le haya arrebatado sus cachorros.

AGAMENÓN

Lloraron sobre aquel cuerpo durance toda la noche. Le habían lavado la sangre y el polvo, y en las heridas habían echado un ungüento delicadísimo. Para que no perdiera su belleza, le habían introducido por la nariz ambrosía y néctar. Luego depositaron el cuerpo sobre el lecho fúnebre, envuelto en una delgada tela de lino, y cubierto con una túnica blanca. Patroclo. Era sólo un muchacho, ni siquiera estoy seguro de que fuera un héroe. En esos momentos habían hecho de él un dios.

Surgió el alba, sobre sus lamentaciones, y llegó el día que para siempre iba a recordar como el día de mi final. Le llevaron a Aquiles las armas que los mejores artesanos aqueos había fabricado para él, aquella misma noche, trabajando con arte divina. Las depositaron a sus pies. Él seguía abrazado al cuerpo de Patroclo y estaba sollozando. Volvió su mirada hacia las armas. Y los ojos le brillaron con una luz siniestra. Eran armas como nadie había visto o había llevado nunca. Parecían hechas por un dios para un dios. Eran una tentación a la que de ninguna manera podría resistirse Aquiles.

De modo que se levantó, al final, se alejó de aquel cuerpo y, gritando y moviéndose a grandes pasos entre las naves, llamó a los guerreros a la asamblea. Comprendí que nuestra guerra iba a decidirse allí cuando vi llegar, corriendo, incluso a los timoneles de las naves o a los despenseros de las cocinas, gente que nunca participaba en las asambleas. Pero aquel día vinieron ellos también, apiñándose junto a los héroes y a los príncipes, para conocer su propio destino. Yo esperé a que estuvieran todos sentados. Esperé a que llegara Ayante y a que Ulises ocupara su lugar, en primera fila. Los vi llegar renqueantes a causa de sus heridas. Luego, en último lugar, entré en la asamblea.

Aquiles se levantó. Todos callaron. «Agamenón», dijo, «No fue una gran idea que tú y yo nos peleáramos por una muchacha. Ojalá hubiera muerto de inmediato, en cuanto subió a mi nave, así tantos aqueos no habrían mordido la tierra infinita mientras yo permanecía sentado lejos, prisionero de mi cólera. Pero, sea como sea, ya es hora de dominar el corazón dentro del pecho y de olvidar el pasado. Hoy abandono yo mí ira y vuelvo a luchar. Reúne tú a los aqueos y exhórtalos para que combatan junto a mí, para que así los troyanos dejen de dormir junto a nuestras naves.»

Por todas partes los guerreros estaban exultantes. En medio de todo aquel gran clamor yo tomé la palabra. Permanecí en mi asiento y pedí que guardaran silencio. Yo, el rey de reyes, tuve que pedir que guardaran silencio. Luego dije: «Mucho me habéis reprochado que aquel día arrebatara yo a Aquiles su presente de honor. Y hoy sé que me equivoqué. Pero ¿no se equivocan también los dioses? La estupidez tiene los pies ligeros y ni siquiera roza el suelo, pero camina sobre la cabeza de los hombres para su perdición: y se apodera de ellos, uno tras otro, cuando más le apetece. Se apoderó de mí ese día y me arrebató el juicio.

Hoy quiero compensar aquel error ofreciéndote infinitos regalos, Aquiles.»

Estuvo escuchándome atentamente. Luego dijo que aceptaba mis regalos, pero no ese día, ese día debía entrar en combate sin más dilación, porque una gran empresa lo estaba esperando. Estaba tan locamente ávido de guerra que no habría sido capaz de esperar ni una hora siquiera.

Entonces se levantó Ulises. «Aquiles», dijo, «no puedes llevar a un ejército en ayunas al combate. Tendrán que luchar durante todo el día, hasta la puesta de soclass="underline" y sólo quien haya comido y bebido podrá perseverar en la batalla con corazón audaz y miembros resistentes. Escúchame: haz que los guerreros regresen a las naves para prepararse una comida. Y, mientras tanto, hagamos que Agamenón traiga sus regalos hasta aquí, en medio de la asamblea, para que todos puedan verlos y admirarlos. Y luego deja que delante de todos Agamenón jure de manera solemne que no se ha unido a Briseida del modo en que se unen hombres y mujeres. Tu corazón estará más sereno cuando entres en combate. Y tú, Agamenón, organiza un rico banquete en tu tienda para Aquiles, de manera que la justicia que se le debe sea completa. Es digno de un rey pedir excusas, si es que ha ofendido a alguien.»