Así habló. Pero Aquiles no quería ni oír hablar de todo aquello. «La tierra está cubierta por los muertos que Héctor ha sembrado tras de sí, ¿y vosotros queréis comer? Ya comeremos cuando el sol se ponga: yo quiero que este ejército luche hambriento. Patroclo yace cadáver y espera venganza: yo os digo que ni comida ni bebida pasarán por mi garganta antes de que se la haya proporcionado. En este momento, a mí qué me importan los banquetes o los regalos. Yo lo que quiero es sangre, y catástrofes, y lamentos.»
Así habló. Pero Ulises no era alguien que diera su brazo a torcer. Otro cualquiera hubiera agachado la cabeza, yo lo habría hecho, pero él no lo hizo. «Aquiles, el mejor de todos los aqueos, tú eres más fuerte que yo manejando la lanza, eso es seguro, pero yo soy más sabio que tú, porque soy viejo y he visto muchas cosas. Acepta mi consejo. Será una dura batalla y nos espera un enorme esfuerzo antes de ganarla. Justo es que lloremos a nuestros muertos, pero ¿acaso tenemos que hacerlo con el estómago? ¿No es también nuestro derecho reponernos del cansancio y, con comida y con vino, recuperar ¡as fuerzas? A los que mueran enterrémoslos con el ánimo fuerte, y llorémosles desde el alba hasta la puesta del sol. Pero luego pensemos cambien en nosotros, para que podamos volver a perseguir al enemigo con vigor, sin tregua, sin desmayo, bajo nuestras armas de bronce. De manera que yo ordeno que nadie vaya hasta el campo de batalla sin antes haber comido y bebido: todos juntos, más tarde, nos lanzaremos sobre los tróvanos, desencadenando atroz combate.»
Así habló. Y lo obedecieron. Y Aquiles lo obedeció. Ulises se hizo acompañar de algunos jóvenes y se fue a mí tienda. Fue sacando, uno a uno, los regalos que había prometido: trípodes, caballos, mujeres, oro. Y Briseida. Lo llevó todo al centro de la asamblea y luego me miró. Me levanté. La herida del brazo me estaba haciendo enloquecer, pero me levanté. Yo, el rey de reyes, elevé los brazos al cielo y delante de todos ruve que decir estas palabras: «Yo juro ante Zeus, y cambien ante la Tierra y el Sol, y ante las Erinies, que nunca he puesto mi mano encima de esta muchacha que se llama Briseida, y que nunca he compartido el lecho con ella. Ha permanecido en mi rienda, y ahora la restituyo intacta. Que los dioses me inflijan penas terribles si lo que he dicho no es cierto.»
No mentía. Yo me había apoderado de aquella muchacha, pero no de su corazón. La vi llorar sobre el cuerpo de«S Patroclo y la oí hablar como nunca la había oído: «¡Patroclo, tú que eras tan amado por mí! Cuando te dejé estabas vivo y ahora, al volver, te hallo muerto. No hay fin para mis desventuras. Vi morir a mi marido, desgarrado por la lanza de Aquiles; y vi morir a todos mis hermanos delante de las murallas de mi ciudad. Y cuando lloraba por ellos tú me consolabas y con dulzura me decías que me llevarías a Fría y que allí Aquiles me tomaría por esposa, y que todos juntos celebraríamos las bodas, con gran alegría. Aquella dulzura es la que lloro ahora al llorar por tí, Patroclo.» Y abrazaba aquel cuerpo, sollozando, entre los lamentos de las otras mujeres.
Aquiles esperó a que el ejército se alimentara. El no quiso tocar ni la comida ni el vino. Cuando los hombres empezaron a salir de nuevo de sus tiendas y de las naves, preparados para la batalla, él se colocó sus nuevas armas. Las hermosas espinilleras, con refuerzos de plata para los tobillos; la coraza, alrededor del pecho; la espada, colgada al hombro; el yelmo, en la cabeza, refulgente como una estrella. Y la lanza, la famosa lanza que su padre le había entregado para dar muerte a los héroes. Por último, embrazó el escudo: era enorme y poderoso, despedía un resplandor como el de la luna. El cosmos entero estaba allí representado: la tierra y las aguas, los hombres y los astros, los vivos y los muertos. Nosotros luchábamos empuñando nuestras armas: aquel hombre iría al combate aferrando el mundo entero.
Lo vi, resplandeciente como el sol, subir a su carro y gritar a sus caballos inmortales que lo llevaran a la venganza. Los culpaba de no haber sido capaces de evitarle la muerte a Patroclo, marchándose rápidamente de la batalla. Por ello les gritaba e insultaba. Y dice la leyenda que ellos respondieron: bajando el hocico y arrancándose (as riendas, le respondieron con voz humana. Y le dijeron: correremos veloces como el viento, Aquiles, pero más veloz que nosotros corre tu destino, al encuentro con la muerte.
EL RÍO
Había visto años de guerra, porque un río no fluye ciegamente en medio de los hombres. Y durante años había escuchado lamentos, porque un río no fluye sordo allí donde mueren los hombres. Siempre impasible, había llevado hasta el mar los resplandores de aquella feroz represalia. Pero aquel día demasiada fue la sangre, y la ferocidad, y el odio. En el día de gloria de Aquiles yo me rebelé, disgustado. Si no tenéis miedo a las fábulas, escuchad ésta.
Era el amanecer y delante del muro de los aqueos los dos inmensos ejércitos se desplegaron el uno frente al otro. Vi relampaguear las armas de bronce, por millares, con la luz del primer sol. Estaba Aquiles, delante de los suyos, con las nuevas armas, impresionantes, divinas. Y en primera línea, delante de los tróvanos, Eneas, el hijo de Anquises. Se adelantaba amenazador mientras sacudía su poderoso yelmo y blandía la lanza de bronce. Aquiles no esperaba otra cosa. Con un brinco salió de las filas de sus guerreros, situándose justo delante mismo de Eneas, espumando de rabia como un león herido, y como un león herido sentía las ansias de venganza y de sangre. Empezó a gritar: «Eneas, ¿qué te pasa por la cabeza, acaso quieres desafiarme? ¿Qué crees, que si me vences Príamo te dará su corona? Para eso ya tiene a Héctor, y a todos sus hijos, ¿no estarás pensando que te dará el poder a ti? Márchate ahora, que aún estás a tiempo. Nosotros dos ya nos hemos desafiado, y te recordaré cómo fueron las cosas: no te cansaste de huir. Venga, huye ahora mismo: date la vuelta y corre. Y no te vuelvas más.»
«Crees que me asustas, ¿verdad?», le respondió Eneas. «Pero yo no soy ningún niño, soy un héroe. Corre sangre noble y divina por mis venas, igual que por las tuyas. Y no tengo ganas de quedarme aquí intercambiando injurias contigo, como si fuéramos mujerzuelas que se están peleando en mitad de la calle, en lugar de héroes en medio de la contienda y la masacre. Deja ya de hablar, Aquiles, y pelea.»
Empuñó la lanza y la arrojó. La punta de bronce resonó contra el enorme, espléndido escudo de Aquiles. Había sido fabricado con infinita maestría. Dos capas de bronce, en el exterior; dos capas de estaño, en el interior. Y, en medio, una capa de oro. La lanza de Eneas atravesó el bronce, pero en el oro se detuvo.
Levantó entonces su lanza Aquiles. Eneas tendió hacia delante el brazo que sostenía el escudo. La punta de bronce voló con rapidez por el aire, partió el escudo, pasó como un soplo por encima de la cabeza de Eneas y fue a clavarse al suelo, detrás de él. Eneas se quedó petrificado por el miedo. La lanzada había fallado por muy poco. Aquiles desenvainó la espada. Gritando de una manera horrible se lanzó hacia delante. Eneas se sintió perdido. Cogió con sus manos una gran piedra que encontró cerca. La levantó para defenderse. Y vi que Aquiles, de repente, como cegado, perdía el empuje, como si dentro de su cabeza le estuviera pasando alguna cosa, hasta detenerse, perdido; su vista daba vueltas a su alrededor, como si estuviera buscando algo que hubiera perdido. Eneas no se lo pensó mucho. Se dio la vuelta y echó a correr hasta que desapareció entre los troyanos. De manera que Aquiles, cuando volvió en sí, miró en torno y ya no lo vio. Seguía estando allí la lanza que había fallado el tiro por un soplo, clavada en el suelo, pero él ya no estaba. «Parece arte de magia», murmuró Aquiles. «Eneas debe de ser amado por algún dios, para poder desaparecer de este modo. ¡Pero que se vaya enhoramala! No es de él de quien me tengo que ocupar. Ya es hora de que entre en combate.» Así habló y se lanzó sobre los troyanos.