Al primero que mató fue a Ifitión, le acertó en la cabeza, la cabeza se partió por la mitad: cayó el héroe con estruendo y pasaron por encima de él las ruedas de los carros aqueos. Luego mató a Demoleonte: le dio en la sien, no resistió el yelmo de bronce y la punta de la lanza le trituró el cerebro. Descendió la tiniebla sobre los ojos del héroe. Luego mató a Hipodamante, mientras intentaba huir, aterrorizado: alcanzado en mitad de la espalda, cayó al suelo bramando como un animal. El alma abandonó el cuerpo del héroe. Después mató a Polidoro, el más joven de los hijos de Príamo, y el más amado. Aquiles le acertó en mitad de la espalda: la lanza atravesó el cuerpo y salió por el pecho; cayó de rodillas el héroe con un grito y una nube, oscura, lo envolvió. Cuando Héctor vio a su hermano menor de rodillas, con las entrañas en la mano, fue asaltado por la rabia y se olvidó de toda prudencia. Sabía que no tenía que salir al descubierto y que tenía que esperar a Aquiles en medio de la muchedumbre, donde estaba bien protegido por sus compañeros. Pero vio a su hermano, muriendo de aquel modo, y ya no pensó en nada y se abalanzó hacia Aquiles, gritando. Aquiles lo vio y en sus ojos brilló un destello de triunfo. «Ven, Héctor, acércate más», gritó. «¡Acércate a tu muerte!» «No me das miedo, Aquiles», respondió. «Sé que eres más fuerte que yo, pero mi lanza es tan capaz de matar como la tuya. Y será el destino el que decida quién ha de morir.» Luego lanzó su arma, pero la punta de bronce fue a clavarse al suelo, no muy lejos de él. Aquiles pensó que ya lo tenía en sus manos. Con un grito terrible arremetió hacia delante, blandiendo la lanza. Pero de nuevo, la vista se le oscureció y algo se le perdió en su mente. Por tres veces arremetió hacia delante, pero como a ciegas, como si combatiera envuelto por una niebla profunda. Cuando volvió en sí, Héctor ya no estaba allí: había desaparecido entre los troyanos. Furibundo, Aquiles embistió contra todo lo que iba encontrando a su alrededor. Mató a Drío-pe, al darle en pleno cuello. Y a Demuco, acertándole primero en la rodilla y luego en el vientre. A Laógono lo mató con la lanza y a Dárdano con la espada. Aterrorizado, Tros cayó de rodillas a sus píes, pidiéndole compasión. Era sólo un muchacho, joven como Aquiles. Aquiles le atravesó el hígado con su espada, el hígado se le salió y negra sangre brotó del cuerpo del héroe. A Mulio lo mató con una lanzada en la oreja: la punta de bronce le traspasó la cabeza y salió por debajo de la otra oreja. Con la espada mató a Equeclo, destrozándole el cráneo. Con la lanza le dio a Deucalión en el codo, y luego con la espada le cortó la cabeza: la médula manó de sus vértebras, cayó el tronco del héroe ai suelo. Con la lanza le traspasó el vientre a Rigmo, y con un golpe en la espalda mató a su escudero, Areítoo. Era igual que un fuego que va devorando el inmenso bosque, empujado por un viento impetuoso. Sobre la negra tierra corría la sangre, y él no se detenía, ávido de gloria, con tas manos manchadas de barro y de muerte.
Aterrorizados, los troyanos huían por los campos. Y cuando me vieron, en medio de la llanura, como animales que huyen de un incendio se echaron en mis aguas para buscar su salvación. Aquiles llegó hasta mis orillas, luego apoyó su lanza en el suelo y, con la espada desenvainada, él también se lanzó al agua. Mató a cuantos se le ponían a tiro. Oía gemidos y dolor por codas partes, mientras mis aguas se iban tiñendo de sangre. Vi a Aquiles coger, uno a uno, a doce jóvenes de entre los troyanos y, en lugar de matarlos, llevarlos a la orilla, uno a uno, y hacerlos prisioneros, para sacrificarlos delante del cadáver de Patroclo: como cervatillos asustados los sacó del agua, uno a uno, para macarlos bajo las negras naves. Luego se dio la vuelta de nuevo para lanzarse hacia la muchedumbre y proseguir con la masacre. Todavía estaba en la orilla cuando se vio frente a Licaón: era un muchacho, y su padre, Príamo, acababa de rescatarlo de su cautiverio: hacía poco que había vuelto al combate. Y ahora estaba allí, sin armas, se había liberado de todo para poder atravesar el río y allí estaba, desnudo y aterrorizado. «Pero ¿qué es lo que ven mis ojos?», dijo Aquiles. «En otra ocasión ya te encontré en batalla y te cogí vivo, para venderte luego como esclavo en Lemnos. Y ahora vuelvo a encontrarte aquí. No, si al final los troyanos a los que he mandado al infierno empezarán ahora a regresar. Pero esta vez tú no volverás, Licaón.» Levantó la lanza y cuando estaba a punto de clavársela, Licaón cayó de rodillas, por lo que la lanza le rozó la espalda y fue a clavarse al suelo. "Ten piedad», se puso a llorar Licaón. «Acabo de volver al combate y voy y me encuentro de nuevo frente a ti, ¿por qué los dioses me odian de esta manera? Ten piedad, ya has matado a mi hermano Polidoro, no hagas lo mismo conmigo: entre los hijos de Príamo es a Héctor a quien tú buscas.» Pero Aquiles lo miró con ferocidad: «Desgraciado, ¿a mí me hablas de piedad? Antes de que matarais a Patroclo yo sentía piedad, y a muchos troyanos perdoné la vida. Pero ahora… Nadie escapará con vida de mis manos. Deja ya de llorar. SÍ ha muerto alguien como Patroclo, que valía mucho más que tú, ¿por qué deberías seguir con vida? Y mírame a mí, mira lo fuerte y hermoso que soy; y, a pesar de ello, yo también moriré: llegará una aurora, o una puesta de sol, o un mediodía que me verán morir. ¿Y tú lloras por tu muerte?» Licaón bajó la cabeza. Tendió los brazos hacia delante, en una última súplica. Aquiles hundió su espada, hasta la empuñadura, en su cuerpo, de arriba abajo, entrando justo por debajo de la clavícula. Licaón cayó. Aquiles lo cogió por un pie y lo arrastró hasta mis aguas. «No te llorará tu madre en tu lecho fúnebre», dijo, «sino que este río te llevará hasta el mar, donde serás devorado por los peces.» Luego se puso a gritar. «¡Moriréis todos! No os salvará este río, yo os perseguiré hasta las murallas de Troya. Pereceréis con una muerte horrible y pagaréis todos por lo que hicisteis a Patroclo.» Entró de nuevo en el agua y siguió matando: Asteropeo, y Tersfloco, y Midón, y Astílipo, y Mneso, y Trasio, y Enio, y Ofelestes. Era una masacre. Y entonces yo grité: «Aléjate de mí, Aquiles, vete lejos de mí si quieres seguir matando. Deja ya de echar cadáveres a mis bellísimas aguas, porque no voy a tener fuerzas para llevarlos a todos hasta el mar. Me horrorizas, Aquiles. Detente ya, o márchate.» Y Aquiles me respondió: «Me marcharé de aquí cuando los haya matado a todos, río.» Fue por esto por lo que entonces provoqué una enorme ola, temible, que se levantó en el aire y luego fue a romper sobre su escudo, revolcándose sobre él. Vi que intentaba buscar algo a lo que agarrarse. Había un olmo, en la ribera, grande y florido: se colgó de sus ramas, pero la ola se llevó de allí también el árbol, con las raíces y todo el resto; se precipitó en el agua, arrastrándolo a él también. Entonces Aquiles se levantó, con un esfuerzo sobrehumano consiguió salir de los remolinos y ganar la orilla e intentó escapar por la llanura. Pero hasta allí mismo también lo perseguí: más allá de cualquier cauce, lo perseguí con mis aguas, anegando todos los campos. Él huía y la gran ola en que yo me había convertido lo acosaba: y cuando se detenía, y se daba la vuelta, yo me echaba encima de él, y él volvía a encontrar tierra bajo sus pies y empezaba a correr de nuevo, hasta que al final lo oí gritar: el divino Aquiles se puso a gritar: «¡Madre!, ¡madre! ¿Es que no viene nadie a salvarme? ¿Por qué me dijiste entonces que moriría al pie de ias murallas de Troya? Si, por lo menos, me hubiera matado Héctor, que es entre todos el más fuerte… Yo soy un héroe, y es un héroe quien me tiene que matar. En cambio es mi destino morir con una muerte tan indigna, ¡arrastrado por un río como si fuera un miserable guardián de cerdos cualquiera!» Corría entre las aguas, entre los cadáveres y las armas que flotaban y se arremolinaban a su alrededor: corría con una fuerza divina, pero yo sabía que no lo salvarían ni su fuerza, ni su belleza, ni sus espléndidas armas; él acabaría en el fondo de una marisma, cubierto por el cieno, y sobre él acumularía arena y gravilla, y para siempre, para siempre, sería su impenetrable tumba. Me encrespé en el aire, en una última ola enorme que se lo llevara de allí, hirviente de espuma, cadáveres y sangre. Y entonces vi el fuego. Desde la llanura, inexplicable, mágico, el fuego. Una muralla de fuego que venía hacia mí. Ardían los olmos, los sauces, los tamariscos; ardían el loto y el junco y la juncia; ardían los cadáveres y las armas y los hombres. Me detuve. El fuego me alcanzó. Lo que nadie, nunca, había visto, lo vieron todos ese día: un río en llamas. Las aguas hirviendo, los peces escabulléndose aterrorizados por entre los torbellinos incandescentes.