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Del mismo modo vería yo huir a los troyanos, muchas noches después, del incendio de su ciudad.

Desde mi lecho, al regresar derrotado a mis corrientes habituales, vi a Aquiles persiguiendo a los tróvanos hasta las murallas de Ilio. Desde lo alto de una torre, Príamo observaba la derrota. Hizo abrir las puertas para que todo su ejército hallara refugio en la ciudad, y ordenó volver a cerrarlas en cuanto el último de sus guerreros hubiera pasado. Pero el último guerrero era el más fuerte, y el primogénito, y el héroe que nunca más volvería a entrar por aquella puerta.

ANDRÓMACA

Se refugiaban en la ciudad como cervatillos aterrorizados. Príamo había hecho abrir las puertas Esceas de par en par, y ellos entraban a la carrera, y a la carrera también se subían a los espaldones, todavía cubiertos de sudor, abrasados por la sed, y contra los parapetos se amontonaban para mirar abajo, a la llanura. Por millares encontraron refugio en el vientre de la ciudad. Sólo uno permaneció fuera de las puertas, anclado por su destino. Y era el hombre al que amaba, y el padre de mi hijo.

Llegó Aquiles corriendo desde lejos, delante de sus guerreros, veloz como un caballo victorioso, resplandeciente como una estrella, fulgurante como un presagio de muerte. Príamo lo reconoció desde lo alto de la torre, y supo cuál era la situación. No consiguió dominarse y se echó a llorar, el anciano, el gran rey, delante de todos, golpeándose la cabeza con las manos y murmurando: «Héctor, hijo mío, márchate de ahí. Aquiles es demasiado fuerte para ti, no te enfrentes tú solo a él. Ya lo has visto, ese hombre está matando a mis hijos uno a uno: no dejes que te mate a ti también. Sálvate y, con vida, salva también a los troyanos. No quiero morir atravesado por una lanza el día en que nuestra ciudad sea conquistada. No quiero ver cómo mueren mis hijos, cómo son esclavizadas mis hijas, cómo son arrasados los lechos conyugales, cómo son arrojados al polvo los niños en plena masacre. No quiero ser arrastrado por el suelo ni descuartizado por los perros que hasta el día antes alimentaba con las sobras de mi mesa. Tú, Héctor, eres joven. Los jóvenes son hermosos en la muerte, en cualquier clase de muerte. Tú no debes avergonzarte de morir, pero yo…, imagínate un viejo, y esos perros agachándose sobre él, y cómo le devoran el cráneo, y le arrancan los sesos, y se beben su sangre. Imagínate sus canas, su piel pálida, imagínate los perros que, después, una vez saciados, se van a echar bajo el pórtico… Yo soy demasiado viejo, Héctor, para morir así. Déjame morir en paz, hijo mío.»

El gran rey lloraba. Y también lloraba Hécuba, reina y madre. Se había abierto el vestido por delante y, con el pecho desnudo, le suplicaba a su hijo que se acordara de cuando él iba corriendo a aquel pecho para consolar su llanto de niño: ahora quería que de nuevo corriera, como antaño, donde estaba ella, en lugar de dejarse matar allí, fuera de las murallas, por un hombre cruel que no tendría piedad de él. Pero Héctor no la escuchaba. Permanecía quieto, apoyado en la muralla, esperando a Aquiles, como una serpiente que, ahita de veneno, espera a un hombre delante de su propio cubil. En su corazón lamentaba los muchos héroes que habían muerto aquel día de guerra, y sabía que él los había matado cuando se había negado a retirar su ejército ante el retorno de Aquiles. Los había traicionado, y ahora lo único que podía hacer era reconquistar el amor de su pueblo desafiando a aquel hombre. Tal vez pensó durante unos instantes en abandonar las armas y en poner fin a aquella guerra, devolviendo a Helena y todas sus riquezas, y otras más. Pero sabía que a esas alturas ya nada detendría a Aquiles, salvo la venganza. Lo vio ¡legar a la carrera, rutilante con sus armas, igual que un sol naciente. Lo vio detenerse, frente a él, blandiendo la lanza sobre el hombro derecho, terrible como ningún hombre podría aparecer nunca, sino sólo un dios, el dios de la guerra. Y el terror se apoderó de su corazón. Héctor empezó a huir, corriendo a lo largo de las murallas, tan rápido como podía. Como un halcón, Aquiles se lanzó en su persecución, furioso. Por tres veces dieron la vuelta a Troya, como caballos lanzados en una carrera. Pero esa vez ei trofeo no era oro, ni esclavos, ni riquezas: la vida de Héctor era el premio. Y cada vez que pasaban por delante de las puertas Esceas, Aquiles se le anticipaba y le cortaba el camino a Héctor, empujándolo hacía la llanura e impidiéndole huir a la ciudad. Y así reemprendían la carrera: era como en los sueños, cuando perseguimos a alguien y no conseguimos alcanzarlo, pero él tampoco puede huir del todo,

y esto puede durar toda la noche. Y duró hasta que salió Deífobo por las puertas Esceas y corrió veloz junto a Héctor, diciéndole: «Hermano mío, de esta manera Aquiles acabará agotándote. Detente y juntos nos enfrentaremos a él.» Héctor lo miró y le abrió su corazón: «Deífobo, amado hermano, únicamente tú, al verme así, has tenido la valentía de salir de las murallas y venir en mi ayuda.» «Padre y madre no querían dejarme», dijo Deífobo. «Pero yo no podía resistirlo, demasiada era la angustia y ahora aquí estoy, a tu lado. Detengámonos y luchemos juntos: el destino decidirá si seremos nosotros quienes venzamos o Aquiles.» Así terminó aquel extraño sueño. Héctor dejó de huir. Aquiles se detuvo. Lentamente fueron el uno hacia el otro. Fue Héctor el primero en hablar: «No seguiré huyendo delante de ti, Aquiles. Ahora he vuelto a encontrar el coraje para hacerte frente. No obstante, júrame que si vences te quedarás con mis armas, pero no con mi cuerpo. Yo haré lo mismo contigo.» Aquiles lo miró con odio. «Héctor, maldito seas, no pactaré contigo. No pactan hombres y leones, lobos y corderos: su discordia no tiene fin. Preocúpate en todo caso de luchar. Ha llegado el momento de demostrar si eres de verdad el guerrero que crees ser.» Luego levantó la lanza, haciéndola oscilar en el aire, y la arrojó con terrible fuerza. Héctor la vio llegar y se echó a un lado velozmente, la punta de bronce voló por encima de sus hombros y fue a clavarse en el suelo. ¡Entonces no era cierto que los dioses lo tuvieran ya todo decidido y que ya estaba escrito el nombre del vencedor! Héctor aferró su lanza, la levantó por encima de su cabeza y la arrojó. La punta de bronce dio de lleno en el escudo de Aquiles, pero aquél era un escudo divino, nada podría haberlo partido: la punta de bronce se hundió justo en el centro, pero allí se detuvo. Héctor lo miró aturdido, y se dio la vuelta para pedirle a Deífobo otra lanza, con la que seguir luchando. Se dio la vuelta, pero Deífobo ya no estaba allí. Había huido hasta el interior de la ciudad, al final el miedo se lo había llevado de allí. Entonces Héctor comprendió que si final su destino lo había alcanzado. Y dado que era un héroe, sacó la espada para morir combatiendo, para morir de una forma que todos los hombres venideros habrían de contar para siempre. Cogió impulso, como un águila ávida de caer sobre su presa. Delante de él, Aquiles se amparó en el esplendor de sus armas. Se abalanzaron el uno sobre el otro, lo mismo que dos leones. La punta de bronce de la lanza de Aquiles avanzaba como avanza brillando la estrella de la noche en el cielo nocturno. Buscaba un punto desprotegido entre las armas de Héctor, las armas que antes habían sido de Aquiles, y luego de Patroclo. Buscaba entre el bronce el resquicio por el que llegar a la carne y a la vida. Lo encontró en el punto en el que el cuello se sostenía sobre el hombro, el tierno cuello de mi amado: penetró en la garganta y la traspasó de parte a parte. Héctor se desplomó en el polvo. Miró a Aquiles y con el último aliento de vida le dijo: «Te lo suplico, no me abandones a los perros. Entrégale mi cuerpo a mi padre.» Pero duro era el corazón de Aquiles, contra toda esperanza. «No me supliques, Héctor. Demasiado es el mal que me has hecho; ya es mucho que no te despedace ni te descuartice yo mismo. En cambio, Patroclo sí que tendrá todas las honras fúnebres que se merece. Tú te mereces que los perros y las aves te devoren, lejos de tu lecho, y de las lágrimas de quien te amó.» Héctor cerró los ojos, y la muerte lo envolvió. Voló a lo lejos su alma, hacia el Hades, llorando su destino, y la fuerza y la juventud perdidas.