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Eneas

La punta de bronce entró cerca del ojo, pasó a través de los dientes blancos, cortó la lengua limpiamente, por la base, y salió por el cuello. Cayó Pándaro, el héroe, y resonaron sobre él las armas resplandecientes, brillantes. La fuerza lo abandonó y, con ella, la vida. Sabía que tenía que llevármelo de allí, que no debía permitir que los aqueos se quedaran con su cuerpo y sus armas. De manera que salté del carro y me quedé de píe, junto a él, sujetando la lanza y el escudo, y gritando contra todos los que se acercaban. Me encontré frente a Diomedes. Hizo algo increíble. Levantó en vilo una piedra que ni dos hombres juntos, lo juro, podrían haber levantado. Y, pese a todo, él lo hizo, la levantó sobre su cabeza y la tiró contra mí. Me golpeó en la cadera, donde el muslo se curva. La piedra cortante me sajó la piel y me seccionó los tendones. Caí de rodillas, apoyé una mano en el suelo, sentí una noche tenebrosa descender sobre mis ojos y de pronto descubrí cuál iba a ser mi destino: no morir nunca. Oí que Diomedes se abalanzaba sobre mí, para matarme y arrancarme las armas; noté por tres veces que llegaba y, sin embargo, seguía estando vivo. Combatían, a mi alrededor, mis compañeros mientras le gritaban: «Diomedes, ¿acaso crees que eres un dios inmortal?» Oí la voz de Acamante, que era el caudillo de los tracios, gritando: «Hijos de Príamo, ¿no veis que Eneas os necesita? ¿Hasta cuándo permitiréis que los aqueos maten a vuestros hombres? ¿Es que dejaréis que os acorralen hasta las murallas de la ciudad?» Y mientras alguien me arrastraba hacia arras, oí la voz de Sarpedón, el jefe de los licios, que gritaba: «Héctor, ¿qué ha sido de tu coraje? Decías que salvarías a tu ciudad sin la ayuda de tus aliados, tú solo, tú y tus hermanos. Pero no veo aquí a ninguno de vosotros combatir, sino que permanecéis agazapados como perros en torno a un león. Y a nosotros, vuestros aliados, nos toca llevar el peso de la batalla. Mírame, vengo de muy lejos, aquí no hay nada mío que los aqueos puedan arrebatarme y llevarse, y sin embargo incito a mis soldados para que defiendan a Eneas y luchen contra Diomedes. Y tú, en cambio, ni te mueves ni ordenas a tus hombres que resistan. Acabaréis, vosotros y vuestra ciudad, siendo presa del enemigo.» Cuando abrí los ojos de nuevo, vi a Héctor, que saltaba del carro, y le vi blandir las armas y llamar a los suyos a la batalla. Las palabras de Sarpedón habían hecho mella en su corazón. Fue él quien enardeció la áspera batalla. Los troyanos finalmente se lanzaron sobre los aqueos. Los aqueos los esperaban, blanqueados por la polvareda que tos cascos de los caballos elevaban hacia el cielo. Esperaban sin miedo, quietos como las nubes que Zeus agrupa sobre las cumbres de un monte en una jornada de calma.

Yo soy Eneas, y no puedo morir. Por eso volví a verme en la batalla. Herido, pero no muerto. Salvado por un pliegue del manto reluciente de un dios, escondido a mis enemigos, y luego arrojado, de nuevo, en el corazón del combate, frente a Cretón y Orsíloco, valerosos guerreros que en la flor de su edad siguieron a los aqueos sobre ¡as negras naves para honrar a Agamenón y Menelao. Los maté con mi lanza, y cayeron igual que unos altísimos aberos. Los vio caer Menelao, y sintió piedad por ellos. Revestido de bronce brillante avanzó hacia mí, agitando la lanza. Llegó también Antíloco, para ayudarlo. Cuando los vi, juntos, retrocedí. Llegaron hasta los cuerpos de Cretón y Orsíloco, los cogieron, los depositaron en los brazos de sus compañeros y luego se lanzaron de nuevo a la lucha. Los vi atacar a Pilémenes: combatía sobre el carro mientras su auriga, Midón, conducía los caballos. Menelao lo atravesó con su lanza y lo mató. Midón intentó alejar el carro, pero Antíloco lo alcanzó con una piedra en el codo, y las riendas blancas, decoradas con marfil, se le escaparon de las manos y cayeron en el polvo. Dando un salto Antíloco lo hirió con la espada en la sien. Midón cayó del carro, los caballos lo echaron al suelo. Llegó entonces Héctor, llevando tras de sí a todos los troyanos. Los aqueos lo vieron llegar, y empezaron a retroceder, asustados. Héctor mató a Menesres y Anquíalo, sin embargo no logró llevarse sus cadáveres.

Y Ayante mató a Anfio, pero no pudo arrebatarle las armas. Uno frente a otro se encontraron Sarpedón, caudillo de los licios, y Tlepólemo, hijo de Hércules, noble y grande. Sus lanzas salieron despedidas a la vez. A Tlepólemo le dio de lleno en el cuello, de parte a parte traspasó la punta amarga: sobre los ojos del héroe descendió la noche tenebrosa.

Y a Sarpedón se le clavó en un muslo: la punta de bronce, ávida, penetró hasta el hueso. Los compañeros lo recogieron, sin arrancarle siquiera la lanza de la carne; pesaba la larga lanza, pero se lo llevaron de todas formas, de aquella manera. Y Ulises, al ver morir a su compañero Tlepólemo, se lanzó para acabar con Sarpedón. Mató a Cérano, y a Alástor, y a Cromio, y a Alcandro, y a Halio, y a Noemón, y a Prítanis. Habría seguido matando si no hubiera visto llegar a Héctor, de repente, revestido de bronce deslumbrante, terrorífico. «Héctor»f le gritó Sarpedón, desde el suelo, herido, «no me abandones en manos de los aqueos. Sálvame, déjame que muera, si es que rengo que morir, en tu ciudad.» Héctor, sin decir nada, pasó por delante de él, intentando mantener alejados a los enemigos. Al verlo, los aqueos empezaron a retroceder, sin darse a la fuga, pero dejando de luchar. Y Héctor, mientras avanzaba, mató a Teutrante y a Orestes, y a Treco, y a Enómao y a Heleno y a Oresbio. «¡Avergonzaos, aqueos!», se puso a gritar entonces Diomedes. «Cuando el glorioso Aquiles participaba en la guerra, los troyanos entonces ni siquiera se atrevían a salir de la ciudad, aterrorizados por él. ¡Y ahora en cambio permitís que vengan a luchar contra vosotros incluso junto a vuestras naves!» Esto es lo que gritaba. Y la batalla se extendió por todas partes, por toda la llanura: los guerreros se apuntaron los unos a los otros con sus lanzas de bronce, aquí y allá entre las aguas del Janto y del Simoente. Ayante fue el primero que se abalanzó para romper las filas de los troyanos. Asestó una lanzada a Acamante, el más valeroso entre las gentes de Tracia: la punta de la lanza se le clavó en la frente y penetró dentro del hueso; la tiniebla descendió sobre sus ojos.

Diomedes, el del grito poderoso, mató a Axilo, hijo de Teutra, que era rico y apreciado por los hombres. En su casa, al cabo de la calle, a todos acogía; pero nadie, ese día, vino a defenderlo de la muerte amarga. Diomedes le arrancó la vida a él y a su escudero: ambos descendieron bajo tierra.

Euríalo mató a Esepo y Pédaso, hijos gemelos de Bucolión. A ambos arrancó la vida y el vigor de su bellísimo cuerpo: de sus hombros les quitó las armas.

Polipetes mató a Hastíalo, Ulises mató a Pidites, Teucro mató a Aretaón, Eurípiío mató a Melando, Antíloco mató a Ablero, Agamenón, señor de pueblos, mató a Élato. Vi a los troyanos, a codos, retroceder, corriendo desesperadamente, hacia su ciudad. Me acuerdo de Adresto: sus caballos, enloquecidos por el miedo, tropezaron en un matorral de tamarisco, por lo que él fue desmontado y, enseguida, Menelao se le echó encima. Adresto se agarró a sus rodillas y empezó a suplicarle: «No me mates, Menelao, mi padre pagará el rescate que sea por mi vida: bronce, oro, hierro bien forjado, lo que quieras.» Menelao se dejó convencer y estaba a punto de pasárselo a un escudero suyo para que lo llevara prisionero a la nave, cuando llegó corriendo Agamenón y le gritó; «Menelao, eres débil, ¿por qué te preocupas por esta gente? ¿No recuerdas lo que hicieron los troyanos en tu casa? Ninguno de ellos tiene que escapar de nuestras manos, del abismo de la muerte; ninguno, ni siquiera el que está escondido todavía en el vientre de su madre, nadie debe escapar. Que todos perezcan junto a Troya, sin sepulcro y sin nombre.» Adresto seguía allí, en el suelo, aterrorizado. Menelao lo empujó. Y Agamenón, él mismo, le clavó la lanza en el coscado y lo mató. Luego apoyó el pie sobre su pecho y con fuerza le arrancó de la carne la punta de la lanza.