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RANCIO ABOLENGO

A pesar de la caída de la monarquía, de la guerra, de Franco y de los cambios económicos, los aristócratas siguen siendo la piedra angular de la sociedad española.

Los nuevos industriales, como los Fierro, los March y los Barreiros, suelen tener más dinero y más poder y hacerse mansiones impresionantes, pero quienes deciden si se entra o no en el círculo de los elegidos son los aristócratas, y a Luis y a mí no nos queda otra que pasar por el aro, porque estamos aquí para establecer relaciones. De todas maneras parece que algunas cosas están cambiando también para los nobles. Muchos de sus grandes palacios están siendo vendidos y demolidos sin escrúpulos. Creo que los españoles son menos sentimentales que la gente de otros países. Les da igual que se tire abajo la vieja casa familiar llena de recuerdos, aunque ni siquiera les haga falta el dinero. Cuentan el caso de un viejo conde que tenía una gran mansión entre Serrano y la Castellana. Por esas cosas de los viejos excéntricos (o, como dicen acá, «para hacer la puñeta»), dejó dispuesto en su testamento que la casa continuara abierta como si él siguiera vivo durante un plazo de veinte años. Es decir, los sirvientes seguirían trabajando como siempre, se limpiaría toda la plata, se cambiarían las sábanas de la cama del señor conde y se prepararían tres comidas diarias. El mismo día en que venció el plazo, los herederos vaciaron la casa y la vendieron para construir en su lugar un hotel y unos grandes almacenes. Bueno, ahora que lo pienso mejor, en este caso podría estar más justificado, sería algo así como una venganza por todos los años que tuvieron que hacerle comiditas a un fantasma.

Pero existen más ejemplos de tan extravagante decadencia. El otro día me invitó a almorzar a su casa una vieja marquesa, una de las más renombradas de Madrid. Las paredes estaban cubiertas de Grecos, Velázquez y Goyas, pero el aspecto general del palacio era bastante decrépito. Estaba rodeado de un jardín raquítico y descuidado, sin ninguna gracia. Nos abrió la puerta un mayordomo viejísimo. Tenía aspecto de llevar allí sirviendo desde los tiempos en los que reinó Carolo más o menos. Llevaba la casaca raída e iba sin peinar. La marquesa me recibió con esa simpatía algo distante, frecuente en las mujeres de su condición y edad. Ya en el vestíbulo pude comprobar que por allí no había pasado una mano de pintura desde hacía décadas. Los muebles de época y los maravillosos tapices antiguos acumulaban polvo. La casa estaba tan oscura que, a pesar de que afuera hacía un día espectacular, las luces del comedor tenían que estar encendidas para que no corriéramos el riesgo de meternos el tenedor en un ojo.

El mismo mayordomo que nos había abierto la puerta nos sirvió la sopa. En la boca llevaba una mueca de hastío y… ¡un cigarrillo en la comisura de los labios! Yo me quedé de piedra, pero nuestra anfitriona ignoró completamente este inusual comportamiento, y siguió charlando como si tal cosa.

– Pues sí, querida, Fabiola es hija de los marqueses de Casa Riera, una de las mejores familias de Madrid y muy buenos amigos nuestros. Nunca en la vida he visto una chica más fea y con menos gracia. No había ni un pollo que la llamase ni la mirase a la cara. Y ya tenía más de treinta años. Como era muy religiosa, todo el mundo imaginaba que se metería a monja. En éstas se va a esquiar con Jimmy, su hermano, que es un bala perdida que ni te imaginas, a no sé dónde en Suiza y allí le presentan a Balduino. Al principio ella no tenía ni idea de quién era pero salieron varias veces y se ve que congeniaron. Seguro que todo fue pero que muy decente porque ya te digo que, si algo tenía esta chica, es que era muy seria. Él, que es muy religioso, estaba empeñado en buscar novia en España porque es el país más católico del mundo y, para su fortuna, se encontró con la más católica de España.

Mientras me contaban todo esto yo luchaba con una perdiz a la toledana (creo que así se llamaba el plato). Estaba durísima y llena de balines con los que, seguramente, uno de los hijos de la anfitriona había acabado con las penas del pobre animal. Tuve que sacarme las pelotitas metálicas de la boca con el mayor disimulo, porque la marquesa no me quitaba ojo de encima mientras seguía con su historia.

– El caso es que, cuando ella volvió a España, se cartearon durante mucho tiempo, aunque ella seguía sin contar en su casa quién era él. Llegó el momento en que Balduino decidió venir a visitarla a Madrid. La madre de Fabiola estaba horrorizada: un novio extranjero y amigo del tarambana de Jimmy. Lo último de lo último. A saber qué clase de aventurero se presentaba en su casa, ya sabes que las estaciones de esquí están llenas de cazafortunas de todo tipo, y su madre se imaginaba al típico sinvergüenza, como esos condes italianos que no son ni condes ni italianos ni nada. Y de repente se encuentran con que la niña iba a ser ¡reina de Bélgica! Imagínate. Cuando me lo contaron, creía que era broma. Luego, naturalmente, estuve en la boda, en Bruselas. Una cosa espectacular. El traje de novia de Balenciaga era una maravilla, pero ¡Dios mío, qué novia más fea! No sé qué va a pensar el mundo de una reina tan poco agraciada. Y que conste que me alegré mucho de lo de Fabiolita, porque los Casa Riera son muy amigos nuestros. Esta boda por lo menos les compensa de tener un hijo como Jimmy. Ni te imaginas, chica, un punto filipino, te lo digo yo. Pocos días antes de la ceremonia no se le ocurrió otra cosa que abrir el palacio familiar de la calle Zurbano a la prensa, ¡cobrándoles a todos! Por supuesto, no le dejaron ir a la boda. Imagínate la que hubiese podido montar allí. Es curioso cómo salen hijos tan distintos de unos mismos padres…

– ¿Sabéis cómo les llaman ahora a los Citroën dos caballos, esos tan raros? -intervino otra de las invitadas que hasta ese momento no había abierto la boca.

– ¿Cómo?

– Los Fabiola, porque son muy feos pero muy buenos.

Todos los invitados rieron la broma. El mayordomo pasaba la bandeja del postre cuando, de pronto, la dejó sobre la mesa y se dirigió a la invitada de mi izquierda.

– Disculpe que moleste a la señora. ¿Me podría dar un cigarrillo? -preguntó señalando un paquete de Kent que ella tenía a su lado.

Encendió allí mismo el cigarrillo y siguió sirviendo el postre como si tal cosa. La marquesa no movió ni una pestaña. Miré a las demás: ni un músculo.

Luego pasamos al salón, a tomar el café. Cuando ya nos íbamos, el mayordomo vino con los abrigos y, mientras ayudaba a ponérselo a mi compañera de mesa, le dijo:

– Perdone la señora si la he molestado al pedirle el cigarrillo, pero llevo cuarenta años en esta casa, y la señora marquesa me sigue pagando las mismas dos mil pesetas que en el año treinta y seis y por eso me permito algunas familiaridades.

Luis y yo conocemos además a otros condes de No Sé Cuántos que tienen un enorme y decrépito palacio en el centro de Madrid. Allí comparten casa nuestros amigos y sus siete hijos; otra hermana, casada con un torero venido a menos y sus ocho criaturas; una tía soltera con una señorita de compañía; y un tío mariquita de sesenta y tantos que lleva el pelo teñido de rubio platino y la cara siempre pintarrajeada. Ninguno trabaja, nadie se preocupa por nada, todo sigue su rumbo natural, aunque las paredes se estén cayendo a pedazos. Aquello es una especie de corrala que parece sacada de una película del neorrealismo italiano. De vez en cuando venden un mueble o un cuadro para pagar la calefacción. Aunque el palacio es muy grande, hay muchas habitaciones cerradas porque durante la guerra civil los comunistas habían tenido allí sus calabozos y nadie quiere ver qué hay dentro.

Como dijo Luis cuando salimos de aquella casa:

– No se sabe si el palacio sigue el proceso de decadencia de la familia o si la familia sigue el proceso de deterioro del palacio.

SER O NO SER