En el capítulo anterior mi madre cuenta la primera visita que hizo con mi padre a una de esas familias a las que, eufemísticamente, algunos llaman «de toda la vida», lo que, dicho en román paladino, significa que todas y cada una de ellas podrían suscribir aquello de «Antes de que Dios fuera Dios y los peñascos, peñascos, los Quirós eran Quirós y los Velasco, Velasco». Ahora me gustaría dar mi punto de vista sobre el mismo tema desde la perspectiva de una niña de doce años.
Para mí, a esa edad, las diferencias sociales aún no eran demasiado evidentes, porque la infancia, y sobre todo los primeros años de vida, suelen ser, salvo casos muy extremos, idílicamente democráticos. Ocurre que ni siquiera los más recalcitrantes miembros de los de «toda la vida» tienen inconveniente en que su hijo de tres, cuatro y hasta once años juegue con el hijo de su jardinero o de cualquier otro empleado. Sin embargo, en cuanto llega la pubertad y las hormonas empiezan a hacer de las suyas, el hasta entonces invisible puente levadizo que separa unas clases de otras se alza inexorable y, en ese momento, se acabó la igualdad, la fraternidad y por tanto también la libertad. Como digo, no noté ese puente levadizo al llegar a España, pero existía otro que debía franquear: el de ser extranjera. Es importante destacar que ser sudamericana en España en los años sesenta no significaba lo mismo que serlo en nuestros días. En aquel entonces, venir del otro lado del Atlántico contaba con un cierto prestigio, incluso con una aureola fantástica. América era el continente de la esperanza, de las oportunidades. En la depauperada España de aquellos años, los sudamericanos entrábamos en la colorista y tropical categoría del «tío de América». En los sesenta, en España muchos tenían un tío o pariente que se había hecho rico allende los mares y del que se contaban grandes historias de opulencia y, por supuesto, de extravagancia. En ocasiones, aquel pariente venía de visita para que su familia viera cuánto había progresado. El tío de América solía hospedarse entonces en el Palace o más modestamente en el Hotel Gran Vía. Como regla general, vestía de forma ostentosa, con corbatas llamativas y zapatos de dos colores. Le gustaba invitar a la familia a grandes mariscadas, y a menudo se paseaba en lo que, aún en aquella época, se llamaba un «haiga», esto es, un coche muy grande y americano, a veces también de dos colores, como los zapatos.
Mentiría si dijera que, cuando yo empecé a ir al Instituto Británico de Madrid, me trataban, para bien o para mal, como a la «prima de América». Pero lo que sí pasaba era que a mis compañeros les hacía mucha gracia mi forma de hablar. A mí en cambio no me hacía demasiada que se reunieran varios en corro para oírme pronunciar pollera -«A ver, dilo otra vez, niña»-. ¿Poyera? ¿Poyera, che, mira vos? O que me cantaran, maldita sea, eso de «Al Uruguay, guay guay, yo no voy, porque temo naufragar». Si la infancia en sus primeros años es democrática, como decía antes, también es mimética: a ningún niño le gustar ser diferente y por eso yo, desde los primeros meses de estar en el colegio, me esmeré en pronunciar las ees y las zetas no como eses. Además, siempre he sido muy noviera y no era cuestión de que una ce mal pronunciada me arruinara algún incipiente romance. En el 65 y el 66 estaban de moda los Brincos, los Beatles y empezaba la minifalda. Pero había demasiadas cosas que yo tenía que aprender de golpe aparte de «ligar» (me encantaba esa palabra tan española). No sólo debía hablar «como una gallega», sino también ahorrar dinero para comprarme una barra de labios Pinaud con sabor a cereza que todas mis amigas usaban a escondidas. También tenía que convencer a mi madre de que me dejara, por favor, por favor, usar leotardos en vez de calcetines y ocuparme de muchas tribulaciones propias de la edad, diversas y pequeñas sutilezas a las que se unía el hecho de intentar dejar de ser una niña «diferente». Antes he dicho que a los doce aún no era consciente de las diferencias sociales y ahora me doy cuenta de que miento. Había un signo de estatus clarísimo en la España de aquella época: tener o no televisión en casa. En la mía no había. Mis padres nunca estuvieron sobrados de dinero, es cierto, pero en este caso no se trataba de un problema económico, sino más bien filosófico o, mejor dicho, pedagógico. Mi padre creía que la televisión era un invento absurdo que distraía a los niños y no tan niños de otras formas de aprendizaje, como leer o charlar. Por eso, durante dos largos años, hasta que Mercedes y yo, con todo tipo de súplicas, promesas y rogativas logramos que nos compraran una, yo me sentí aún más extranjera en España: no sabía, por ejemplo, quién era Tony Leblanc, un actor por lo visto graciosísimo que todas mis amigas imitaban hablando «en gangoso». Tampoco había visto nunca ese celebérrimo concurso de Eurovisión del que tanto se hablaba y, para mi desgracia, tampoco veía Historias para no dormir, a cuyo autor, dicho sea de paso, conocía bien, porque Ibáñez Serrador es uruguayo y venía a casa con frecuencia.
Tener o no tener, ser o no ser… Por aquel entonces yo no había leído a Shakespeare, pero no me habría sido difícil estar de acuerdo con su tan manida y universal frase. Doce años es, más o menos, la edad en la que uno aprende que existen ambas posibilidades y descubre que eso puede llegar a hacernos sentir muy diferentes a los demás.
GATO POR LIEBRE
La sociedad madrileña apabulla. Esta ciudad vive en una fiesta permanente. Todos los días hay un cóctel, una cena, un té de señoras, una recepción. Cuando llega noviembre-diciembre y junio-julio es una auténtica locura. Nos tendríamos que desdoblar para asistir a todas las celebraciones, oficiales algunas y particulares la mayoría. Ya sabía yo que los españoles eran muy fiesteros, pero el panorama supera todas las expectativas. Nos invita un montón de gente que no conocemos, pero hay que aprovechar que hemos aterrizado con buen pie y relacionarse (es lo que tienen que hacer los embajadores, digo yo).
Me imagino que la sociedad en Londres, París o Nueva York será más sofisticada, pero dudo que la gente salga más. Estarían muertos. Y dudo que se reciba mejor. Los grandes palacios decadentes y decrépitos de los que he hablado antes son la excepción a la norma. A pesar de que otras zonas de la ciudad y del país están todavía sumidas en la pobreza de la posguerra, Madrid está lleno de casas fastuosas, mayordomos de librea, señoras vestidas de Balenciaga, Dior o Givenchy, y la comida casi siempre la traen del mejor restaurante de la ciudad, Jockey: foie, caviar, salmón, bandejas y bandejas de marisco, siempre mucho marisco. Por cierto, el otro día me contaron que, aunque pueda parecer sorprendente, Jockey sirve un caviar de esturiones que se crían en el sur de España que no tiene nada que envidiar al ruso o al iraní. Por mi parte, me estoy aficionando al jamón serrano, más que nada porque allá donde vamos lo sirven a paladas. Al principio, la idea de comerme un pedazo de chancho crudo y momificado me incomodaba, pero poco a poco me he tenido que rendir a la evidencia. El marisco, por su lado, es uno de los haremos para enjuiciar la suntuosidad de una fiesta. A más cigalas, mayor éxito. Esto me resulta un poco engorroso en las cenas buffet porque todo el mundo acá se los come con las manos y yo, por tonterías de la diferencia de costumbres entre un país y otro, estoy acostumbrada a pelarlo con cuchillo y tenedor. Pero intentar diseccionar una gamba sentada en el brazo de un sillón con gente que te da golpes por todos lados es tarea de profesionales que lleven muchos más años que yo en la carrera diplomática. Como es lógico, este fabuloso despliegue gastronómico me plantea terribles problemas a la hora de recibir en casa. Ni el dinero que tenemos asignado por el ministerio ni el nuestro dan para igualar lo que vemos en otros sitios. No me queda más remedio que agudizar el ingenio e intentar crear una ilusión, un espejismo o, como dice Lola, la cocinera, «dar gato por liebre» sin que nadie se dé cuenta. Ahora que nos llevamos mejor y hemos llegado, si no a la paz, al menos a un alto el fuego, con ella he hecho todo tipo de experimentos para conseguir foie sin hígado y sin pato, salmón de trucha o faisán a las uvas sin faisán y cosas parecidas. Después de muchas vueltas hemos dado con algunas recetas realmente buenas. Quizá la mejor sea ésta: