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PASTEL DE FALSA LANGOSTA

Ingredientes

(para 8 personas)

1 kg de rape

Pimentón

2 cebollas

3 zanahorias

1 lata de guisantes

9 huevos

Salsa de tomate

I/2 copita de jerez

pan rallado

sal y pimienta

PREPARACIÓN

La noche anterior, cubrir el rape entero con pimentón y dejarlo en la nevera.

Cuando se empiece a cocinar, retirar el pimentón del pescado. Para entonces ya tendrá el color rojizo de la langosta.

Pelar las cebollas y picarlas. Pelar las zanahorias y cortarlas en juliana. Sofreír todo en tres cucharadas de aceite y triturarlo.

Cocer los guisantes y triturarlos con un poco de caldo.

Cortar el rape crudo en trozos pequeños. Ponerle sal y pimienta.

Batir bien los huevos. Mezclarlo todo y añadir cinco cucharadas de salsa de tomate. Agregar media copita de jerez.

Poner la preparación en un molde engrasado y espolvorear por encima un poco de pan rallado. Tapar con papel de aluminio y meterlo en el horno precalentado a 180 ° C, hasta que al pinchar el pastel con un tenedor éste salga limpio (unos 50 minutos), señal de que el pastel está cuajado. Dejarlo enfriar y desmoldarlo. Servirlo en lonchas con mayonesa, salsa tártara o rosa. Queda muy bien adornarlo con el caparazón vacío de una langosta, que se puede usar muchas veces.

La semana pasada vino a cenar a casa el conde de los Andes, el más reputado gourmet español, un señor muy simpático con quien se puede hacer todo tipo de bromas excepto, claro está, sobre la comida. Él ya había estado varias veces en casa, pero Lola y yo aún nos ponemos nerviosas ante su implacable criterio. A mí nunca me ha comentado nada, pero sé que a otras señoras les ha sacado los colores por unas patatas mal guisadas o un pescado demasiado cocido. Ese día se me ocurrió poner a prueba nuestro plato estrella, el pastel de falsa langosta. Nos quedó estupendo, lindísimo, con sus colores de bandera española y todo. Lo pusimos en la heladera para que se enfriara y empezamos con el segundo: unas perdices con chocolate que es una receta riquísima que le he podido plagiar a una amiga mexicana. Sin embargo, parafraseando a santa Teresa, no sólo Dios sino también el diablo anda entre los pucheros. Cuando las perdices estaban a medio cocinar, de pronto se cortó el gas por una avería en la calle. Casi me da un ataque porque eran las ocho de la tarde y ya no teníamos tiempo de reaccionar. Desesperada, elegí la opción más fácil y (como Luis no deja de recordarme) la más cara: llamé a Jockey y pedí que me mandaran una docena de pollitos rellenos, que es uno de sus platos más reconocidos. Llegaron justo a tiempo, con su salsa, recién hechos, calentitos. Nadie se dio cuenta de nada y todo el mundo quedó encantado. Todo el mundo menos… el conde de los Andes. Después de levantarnos de la mesa, se me acercó.

– Bimba, no te lo tomes a mal pero tengo algo que decirte.

Los que estaban cerca, sobre todo las mujeres, pegaron la oreja, claro. Yo me eché a temblar pensando que empezaría a gritar delante de aquella gente algo como: «¡Es usted una falsaria, señora! ¡Ese budín de langosta tiene la misma langosta que un cocido madrileño! ¡De esto se va a enterar todo Madrid!».

En vez de eso dijo muy cariñosamente:

– Mira, el primer plato estaba soberbio. ¡Qué textura, qué bien elegidos los condimentos! Y la carne de la langosta firme, sin ser recia, perfecta, ¡cómo se notaba que era de las «coruñesas»! Pero el segundo, qué quieres que te diga, no estaba mal, pero, entre tú y yo, y sin que nos oigan, no era digno de lo que habitualmente se come en esta casa, perdona que sea tan franco.

Yo no sabía si caerme redonda o soltar una carcajada allí mismo, pero ese día aprendí que, como dice Lola, que siempre habla con refranes, hasta el mejor escribano echa un borrón. O lo que es lo mismo, que a los grandes gourmets también se les puede engañar como a todo el mundo.

Se lo conté a Lola y se quedó encantada. Si algo gusta a una cocinera más que alaben su cocina es que alaben su astucia. Ahora estamos ensayando una sopa de erizos sin erizos, a ver qué tal sale. Lo cierto es que esta cocina con trampa está teniendo una aceptación muy buena. El otro día, sin ir más lejos, cometí otra temeridad. Dimos una comida para el ministro Fraga, que también ha estado varias veces en casa y, animada por nuestro éxito, repetimos el pastel de falsa langosta. Desde que llegó, Fraga estaba algo sombrío y hablaba menos de lo habitual (que es mucho). Cuando nos sentamos a la mesa, lo noté aún más mustio. Se quedó serio, mirando el primer plato fijamente, y no comía.

– ¿Qué te pasa, ministro? ¿Te sientes mal? -le pregunté.

– Pasar, pasar, lo que pasa es que venir a comer a la Embajada del Uruguay es una maldición gitana -contestó él, refunfuñando con cara de perros.

Yo me quedé muda. Me había descubierto. El conde de los Andes no se había dado cuenta, pero el ministro, gallego él, sí. En la mesa se hizo un silencio gélido.

– Cuánto lo siento -intervino Luis, que, afortunadamente, siempre mantiene la calma en estas circunstancias.

– ¡Es que esto es intolerable! -porfiaba Fraga-. ¡No tiene perdón de Dios! Lo que es una ofensa es la comida tan maravillosa que ponen en esta casa. Por mucho que me lo proponga, cada vez que vengo aquí acabo comiendo como un Heliogábalo. Como le he dicho antes de tocar el timbre a Arias, ¡cuando le invitan a uno a comer a la Embajada de Uruguay no hay forma de mantener el régimen!

Intuimos que se debía de referir a un régimen alimenticio (y no de otro tipo), porque acto seguido se puso a comer y repitió el primer plato (el famoso pastel de falsa langosta), luego el segundo (solomillo con salsa de falso foie) y también el postre (suflé, esta vez sí hecho con auténticos huevos y auténtico Grand Marnier).

Días más tarde vi en el diario una foto que le habían sacado en traje de baño con el embajador americano en Almería, los dos metidos en el agua, para demostrar que el mar no estaba contaminado por la bomba atómica que había caído de un avión en Palomares. Me parece que, como siga con esa panza, poco le vamos a ver por casa…

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DE FRANCO (I)

Después de que nuestra madre se hubiera creado una pequeña gran reputación gastronómica a base de platos falsos, en su cuaderno de

notas empezaron a aparecer otros comentarios sociológicos junto a los puramente culinarios. Es divertido leer, por ejemplo, sus apostillas sobre las costumbres amorosas de la época. Cuando uno piensa en la España de finales de los setenta se imagina que la sociedad era tan estrecha y pazguata como fingía ser. Nada más lejos de la realidad. El Madrid de aquel entonces, según nuestra madre, era una especie de bacanal romana encubierta con todo el mundo liado con todo el mundo y no sólo con uno, sino a veces con dos y con tres. Como no existía el divorcio, todos llevaban una vida recatada en apariencia, casi se podría decir modélica. Los matrimonios iban siempre juntos, reinaba la paz y la armonía, no había mal ambiente ni escándalos públicos. A veces los líos de alcoba acababan descubriéndose al cabo de veinte o treinta años, como cierta historia que se contaba en los corrillos y que dio lugar incluso a una famosa obra de teatro. Por lo visto una chica de buena familia iba a casarse con el hijo de un ex ministro -o mejor dicho ministrísimo- de Franco, pero rompió el compromiso una semana antes de la boda y desapareció de España. Poco a poco empezó a saberse la verdad. Lo que ocurrió fue que, tras muchas tentativas infructuosas para disuadir a su hija de aquel matrimonio, la madre de la chica no tuvo más remedio que confesarle que no podía casarse con X, porque X era su hermano. En otras palabras, ella no era hija de su padre sino del tan notorio ex ministro franquista a quien, como siempre ocurre, se parecía como dos gotas de agua.