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En todo el mundo existe un sustituto gastronómico para el amor, y son los postres. Eso lo sabían muy bien los que elegían la vida contemplativa, monjas y curas. Ellos durante siglos se han dedicado a elaborar chocolates, yemas de santa Teresa o huesitos de santo. Yo, por mi parte, siempre he procurado que los postres en casa fueran deliciosos. No sólo para ver si menguan los achuchones indeseados, sino porque me encantan. El postre estrella de la familia es éste:

SUFLÉ DE DULCE DE LECHE

Ingredientes

(para 8 personas)

8 cucharadas grandes de dulce de leche

8 huevos

esencia de vainilla (2 cucharaditas de café)

PREPARACIÓN

Batir bien el dulce de leche con las yemas. Batir las claras a punto de nieve.

Mezclar suavemente las claras con el dulce y las yemas batidas. Agregar la esencia de vainilla y remover con cuidado.

Poner la mezcla en una fuente Pirex redonda de paredes altas y bien untada con mantequilla (no olvidar las paredes).

Introducir en el horno precalentado a 200° C unos 20 minutos. Sacar el suflé cuando esté dorado.

Espolvorear azúcar glas por encima antes de llevarlo a la mesa.

Servirlo inmediatamente.

IMPORTANTE: No abrir jamás el horno durante la cocción, porque el suflé se desinflaría.

GRANDES AMISTADES

Cena, 26 de marzo

Invitados de aquella noche:

Grandes duques de Rusia

Embajadores de la India (maharajás de Jaipur)

Embajadores de Grecia

Duques de Amalfi

Carmina y Leandro Puente

Menú:

Crema de cangrejos

Budín caramelizado de gruyere

Filet mignon con foie

Helados de nata sobre bizcochuelo

No sé qué voy a contarle a la gran duquesa esta noche. Todo el rato me insiste en que volvamos a organizar una merienda con Carmen y su hija María y yo no sé qué nueva mentira inventar. Ya le he dicho que tenía viruela, que había venido una prima de Uruguay y que se está quedando en casa, que tenía mucho que estudiar porque había suspendido un par de asignaturas, pero lo que no me atrevo a decirle es que Carmen no quiere salir con María. Así de simple. Y así de difícil, porque a ver cómo le digo a esta señora, con la que tengo muy poca confianza y que además es famosa por su mal carácter, que no habrá más meriendas. Seguro que se lo toma mal y lo último que me falta es tener problemas por esta pavada.

A veces no sé qué hacer con Carmen. Es una niña de lo más complicada. No tiene casi amigas y le resulta difícil salir de su cascarón. De tan tímida, parece muda. Ya le he presentado a no sé cuántas chicas de su edad, pero me sigue costando un mundo sacarla de casa si no es acompañada por su hermana Mercedes. María, aunque tiene un año menos que ella, podría haber sido la amiga ideal; está en su mismo colegio, de modo que perfectamente podrían encontrarse después de clase para estudiar, jugar o lo que sea que hagan las niñas de trece y catorce años ahora. Sin embargo, desde el primer día, a Carmen no le acabó de entrar bien la gran duquesita. Decía que era imposible sentirse cómoda con alguien que se viste como una vieja de treinta años (Dios mío, treinta y tantos es mi edad y parece que habla de un diplodocus del cuaternario), lleva siempre unos anillos gigantes, unos huevitos de colores colgados del cuello y tiene una secretaria privada que la llama de usted. Yo intenté explicarle que los anillos son cosa de familia, los huevos deben de ser de Fabergé y probablemente sólo los usa por Pascua, y que la secretaria seguro que no la llama de usted sino de otra forma más protocolaria porque la están educando para zarina. Pero Carmen insiste en que todo eso le da igual y que lo que quiere es quedarse en casa mirando por la ventana y no ir a ninguna parte.

La verdad es que no la comprendo. Tampoco entiendo por qué la gran duquesa Leonida se empeña en educar a su hija para un trono que tiene las mismas posibilidades de ocupar que yo, aproximadamente. No me imagino al secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética llamando a la puerta de su casa de Puerta de Hierro para decirle:

– Querida Alteza Imperial, nos equivocamos. Todos estos años de comunismo han sido un gran error. Aquí tiene de vuelta su corona.

Sí, ya sé todo eso que dicen del mensaje que dio la Virgen de Fátima en sus apariciones sobre la conversión de Rusia, pero para mí que los pastorcillos no la entendieron bien.

Además, por lo que me han dicho, es bastante discutible que el gran duque sea el heredero del trono de todas las Rusias, ya que tanto él como su padre se casaron morganáticamente. Su mujer, Leonida, es una princesa georgiana, es cierto, pero está divorciada de un magnate americano cuyos millones pagan, dicho sea de paso, el mantenimiento de la familia imperial, porque de la fortuna piramidal de los Romanov sólo queda el dorado recuerdo.

Ahora que lo pienso, resulta curioso que mientras que don Juan, el heredero de la corona española, vive en Estoril, Madrid está lleno de familias reales de otros países, como los grandes duques, Simeón de Bulgaria (casado con una española y buen amigo nuestro) y Leka de Albania, que mide dos metros, tiene una pinta algo siniestra y una reputación aún peor.

El caso es que tirándole de la lengua a Carmen (lo cual no es misión sencilla), he descubierto que lo que más le fastidia es que hayan elegido a la gran duquesita para hacer el papel de Virgen María en la representación de Navidad del colegio.

– Es indignante, mamá -me dijo-. No sé cómo se les ha ocurrido semejante idea. ¿Tú la imaginas vestida de Virgen? No le va nada el papel.

– Es cierto que María está un poco gordita -le contesté pensando que, en efecto, la niña tiene más de gran que de duquesita-, pero ¿no será que tú querías su papel?

Miré con verdadero amor de madre a la pobre Bichejo, como la llamamos en casa, porque ella sí que no da el papel, tan negrita, con su cara de india y esa nariz con una joroba inmensa (en algún momento vamos a tener que pensar en operarla).

– No. Yo estaba encantada con mi papel de pastorcilla -respondió. (Estaba horrible, toda cubierta con harapos, como a ella le gusta)-. Pero en el colegio hay niñas mil veces más monas. Tenían que haber elegido a Tere San Miguel, que es guapísima y tiene el pelo rubio por la cintura, ella era la perfecta, esto es una injusticia. No aguanto que todo funcione por enchufe.

Ay, criatura, lo que te falta por ver todavía. En fin, ya le contaré alguna patraña a la gran duquesa y mientras seguiré buscándole amigas a esta hija mía tan complicada.

VARIOS EFECTOS DEL AMOR

Interrumpo aquí la narración de mi madre para interceder por María Romanov. Es cierto que no era exactamente Twiggy, pero desde luego yo nunca cuestioné su papel como Virgen María. Nos llevábamos muy bien y era muy simpática. En cambio, mamá tiene razón cuando dice que yo era una niña poco sociable (todavía sigue siendo uno de mis peores defectos que no logro mejorar), aun así, la razón de que no quisiera ir a casa de los Romanov era muy distinta y, por otro lado, estaba en la típica edad en que uno quiere llevar la contraria a sus padres, y en especial a su madre. Además, a los trece años una no tiene espíritu histórico-inquisitivo. Lo que quiero decir es que yo, ahora, estaría encantada de tener la ocasión de ser testigo de cómo vivía una niña que -el tiempo ha demostrado que no tenía razón mi madre sino los pastorcillos de Fátima- está considerada en Rusia la heredera de los zares y ha sido recibida allí con todos los honores. De casa de los Romanov, por ejemplo, sólo recuerdo que era muy grande y atestada de muebles. Si yo hubiera sido como soy ahora, me habría interesado admirar su colección de iconos o una maravillosa de huevos de Fabergé que adornaba el salón. También habría disfrutado de cómo se celebraba allí la Pascua y el modo en que elaboraban vodka de distintos sabores -al limón, a la pimienta rosa, a la naranja- ¡en su casa! Y ya que estamos en temas gastronómicos, a lo mejor habría prestado más atención a los platos rusos que allí se servían y que, con el tiempo, iban a ser habituales en la vida de nuestra familia una vez que nos fuimos a vivir a Moscú. Como las empanaditas de carne que ellos llaman piroski, por ejemplo, o el boeuf strogonoff, que ellos preparaban con la receta del Palacio Imperial de Livadia. Pero no, yo no reparé en ninguna de estas cosas porque tenía la cabeza en otra parte. Para ser exactos, la tenía dos portales más allá de mi casa, que era donde vivía un chico de dieciocho años, llamado Gonzalo. En el barrio se comentaba que pertenecía a una de esas familias que entonces llamaban despectivamente de «rojos». Era muy moreno, con unos rasgos algo moros, tenía ojos negros de largas pestañas, era alto, guapísimo y, por supuesto, ni siquiera sabía que yo existía. Si yo entonces no mostraba interés alguno por ir a casa de María Romanov o a ninguna otra parte era porque lo único que deseaba era quedarme en casa tejiendo mis estrategias. Y estas consistían en espiar horas y horas ante la ventana, oculta detrás de la cortina, esperando el momento en que Gonzalo bajara a la calle. Entonces me descalabraba escaleras abajo, cuatro pisos sin resuello y, tras respirar hondo y atusarme un poco los pelos, fingía caminar como si tal cosa por la acera para cruzarme con él. En aquellos tiempos, juventud divino tesoro, yo creía ver en su forma de andar, en el vaivén de sus brazos o en el centellear de sus ojos todo tipo de mensajes secretos dirigidos a mí. «¡Esta tarde se ha recolocado el flequillo justo al cruzarnos!», fantaseaba horas después abrazada a mi almohada, entregándome a ese delicioso deporte al que podríamos llamar moviola sentimental y que consiste en pasar una y otra vez la película de lo vivido. «¡Al salir del portal ha esperado unos segundos para coincidir conmigo!» «Ha sonreído al portero, pero en realidad era una sonrisa secreta para mí, para mí…»