Durante meses mi alma se alimentó de estas mínimas delicias hasta que un día, en el que por cierto no me había dado tiempo a quitarme el uniforme del colegio y estaba aún un poco más fea que de costumbre, Gonzalo se detuvo y se dirigió a mí. Aquello fue tan imprevisto, tan increíble, que ni siquiera entendí bien lo que me decía. Sólo comprendí las dos últimas y maravillosas palabras que eran, nada menos, «Te necesito». Yo, por aquel entonces, aún no había leído a Lope de Vega, pero juro que sentí perfectamente eso tan célebre de «desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo…», sobre todo cuando Gonzalo siguió diciendo que sólo yo podía ayudarle, que por favor lo acompañara un momento a su casa, pero que no debía decírselo a nadie porque era un secreto, que se lo jurase. Yo por supuesto juré todo lo que él quiso sin saber ni qué juraba, y si se me pasó por la cabeza esa voz prudente que a todas nos alerta de que hay que tener mucho cuidado con las peticiones de los chicos, en especial de los chicos mayores como Gonzalo, la borré inmediatamente con un suspiro. «Cuidado, Carmencita -decía esa voz aguafiestas-, a ver dónde te metes, que tienes trece años.» Pero yo ya iba por la parte del verso de Lope que dice «… creer que un cielo en un infierno cabe…» y ni la escuché. Entramos Gonzalo y yo en su casa, o para ser exactos bajamos a su trastero, porque según él allí estaba lo que quería enseñarme. Dos, tres, cuatro peldaños más hacia el sótano y otra vez la voz agorera: «Jamás aceptes la invitación de ir a casa de un chico y mucho menos a su trastero», decía, pero a esas alturas yo ya estaba predispuesta a enfrentarme a la menos dulce de las estrofas de Lope, ésa de: «… huir el rostro al claro desengaño, beber veneno por licor suave…». Así que, mientras luchaban en mi cabeza poesía y prudencia, Gonzalo y yo seguíamos bajando a las profundidades. Una vez abajo me encontré con una curiosa réplica de los sótanos de nuestra casa que me hizo pensar por un momento que las entrañas de todos los edificios de Madrid debían de ser iguales, con sus hileras de trasteros con puertas siempre verdes.
– Es aquí -dijo por fin Gonzalo abriendo una de ellas.
Estaba oscuro, pero aun así pude ver una mesa y sobre ella un extraño aparato con una manivela. Cerca de aquel artefacto había un montón de papeles desordenados, también un cenicero lleno de colillas, dos botellas de whisky y, más allá, en la esquina, una cama.
– Será sólo una vez -dijo Gonzalo-, no te asustes.
Y entonces, cuando yo, mirando la cama, ya estaba dispuesta a interpretar la última línea del poema, esa que dice «dar la vida y el alma a un desengaño», cerrando los ojos y esperando acontecimientos, noté que Gonzalo ponía algo pesado en mis manos que, una vez hube abierto los ojos, resultó ser una caja de cartón.
– Sólo te pido que guardes esto que te doy durante unos días, hasta después del domingo -explicó-. Es mejor que no la abras, y que, si coincidimos estos días en la calle, tampoco me saludes. Yo iré a recogerla a tu casa la semana que viene, no te preocupes.
Dicho esto me besó como quien sella un pacto. No fue un beso en los labios, tampoco en la mejilla, ni siquiera uno paternal en la frente. Fue en la mano, un beso extraño, ritual. No sabía bien qué decir y por eso no dije nada. Tampoco Gonzalo despegó los labios y, una vez en el portal, nos despedimos con un «Hasta luego».
Pasaron los días. Yo, como siempre, hacía guardia desde la ventana para ver si veía a Gonzalo, descalabrándome a continuación escaleras abajo para coincidir con él en la calle. Y qué maravilloso era entonces descubrir en sus ojos, esta vez sí, un verdadero aunque mínimo destello de complicidad, de secreto compartido. Pasó así el dulce jueves y llegó el no menos dulce viernes, pasó también el sábado, y aquéllos me parecieron sin duda los días más felices de mi corta vida. «Mañana -me decía yo-. Mañana será domingo y entonces vendrá a buscar su caja.» La había escondido en el fondo de mi armario junto con la ropa de verano, y cada tanto miraba allí para comprobar que nadie la hubiera descubierto.
Cuando trascurrió el domingo sin noticias de Gonzalo no me alarmé. Al fin y al cabo, él había dicho que vendría después del domingo y eso significaba cualquiera de los próximos días. Empecé a inquietarme más cuando, a pesar de mis largas sesiones de espionaje tras las cortinas del comedor, no lo veía salir de su casa. Y así pasó una semana y luego otra. Lo más difícil de los amores secretos es precisamente eso, que no pueden compartirse con nadie. Yo no sólo había jurado hacerme cargo de aquella caja, sino que también había prometido no decirle a nadie que nos conocíamos. No podía, por tanto, como hacía otras veces, contarle el dilema a mi hermana Mercedes. Ella, a pesar de ser menor, siempre ha sido la sensata y yo, la cabeza loca. Seguro que me habría dicho que qué mosca me había picado para aceptar guardar nada de un extraño. Que a saber qué era eso, seguro que una bomba, un paquete de marihuana o cualquiera de esos hierbajos que fuman lo hippies. Seguí esperando. Cuando hubo transcurrido casi un mes sin tener noticias de Gonzalo, y por supuesto también sin dormir porque aquello empezaba a parecerse demasiado a una novela de misterio, decidí abrir la caja. Aproveché una tarde en la que mi hermana Mercedes, que compartía el cuarto conmigo, estaba en casa de una amiga, para sacar la caja de su escondrijo y abrirla, pero lo que encontré dentro tampoco me sacó de mis dudas, al menos en un primer momento. Se trataba de un montón de papeles de distintos tamaños, unos pequeños como un naipe, otros mayores, de cincuenta por cincuenta centímetros, y todos con la misma inscripción: «Vota NO». Si entonces no sabía yo mucho de poesía, aún sabía menos de política, pero sí lo suficiente para entender, al cabo de unos minutos de perplejidad, qué podía ser aquello. Quince días antes, Franco había llamado a los españoles a las urnas para que refrendaran su política con un referéndum. Según los periódicos, éste, que se había celebrado un lunes, había tenido un resultado de esos que sólo se producen en los regímenes autoritarios: el noventa y siete por ciento había votado a favor del SÍ. Por supuesto, estaba totalmente prohibido hacer propaganda por el NO y, de pronto, todas las preguntas que no me había hecho yo hasta entonces se agolparon ahora en mi cabeza.