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¿Qué era entonces aquella máquina con manivela que había visto en el trastero de Gonzalo? ¿Sería una especie de imprenta, una copiadora? Todos estos papeles que yo tenía en mi poder ¿se habían fabricado allí? ¿Existían sólo éstos o eran parte de una campaña mayor? ¿Dónde pensaban repartirlos? ¿Dónde estaba ahora Gonzalo? Al final, la pregunta más importante de todas para mí: ¿me había dado aquello porque me amaba tanto como yo a él, porque confiaba en mí?

«Mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, enojado, valiente, fugitivo, satisfecho…» No, no era tan ciego mi amor para engañarme creyendo que la respuesta a la última pregunta pudiera ser que sí. Sin duda mis «encantos» de entonces no tenían nada que ver con lo físico, sino que eran de otra índole. Ahora lo veía con toda claridad, Gonzalo me había elegido primero y primordialmente porque se había dado cuenta de mi devoción por él, pero había además otra razón: yo era extranjera y tenía un pasaporte diplomático que impedía que registraran mi casa. Las lágrimas asomaron a mis ojos y, aunque en este momento podría haber repetido cualquiera de las estrofas del verso de Lope, a mi mente sólo venía una de las preguntas que me había hecho, la que más me importaba a pesar de mi decepción: ¿dónde estaba Gonzalo?

Tal como ocurría con mucha frecuencia en aquella época del tardofranquismo, ciertas preguntas no tenían respuesta. Intenté averiguar qué había pasado, pregunté por él aquí y allá, a los vecinos, a los porteros. Uno me dijo que creía que se había ido a estudiar al extranjero, otro que su familia se había trasladado precipitadamente a Barcelona y que el piso estaba en venta. Pero la mayoría de las personas a quienes pregunté miraban hacia arriba, hacia el piso donde vivía Camilo Alonso Vega, ministro de Gobernación, y no decían nada.

Jamás volví a saber de Gonzalo y aún me pregunto qué habrá sido de él. Por eso ahora al recordar mi primer desengaño amoroso, las papeletas antifranquistas, la caja de cartón oculta en el armario y yo corriendo escaleras abajo para coincidir con él en la calle, aún me vienen a la memoria el principio y el final de la poesía de Lope:

Desmayarse, atreverse, estar furioso,

áspero, tierno, liberal, esquivo,

alentado, mortal, difunto, vivo,

leal, traidor, cobarde, animoso;

(…)

Creer que un cielo en un infierno cabe,

dar la vida y el alma a un desengaño;

esto es amor. Quien lo probó, lo sabe.

Aunque lo que correspondería después de esta escena de amores contrariados es una receta sobre cómo preparar un antídoto para corazones rotos, nos abstendremos.

Lo cierto es que en las casas elegantes rusas previas a la Revolución, como ocurría en la de los padres de mi antigua amiga, la gran duquesita María, se tenía muy a gala elaborar vodka casero. Receta que los Romanov no tuvieron a bien pasarme. No confiaban en el uso que unos jóvenes inconscientes pudiéramos hacer de semejante fórmula explosiva.

El verano que siguió a este desengaño amoroso que acabo de narrar, mi familia empezó a ir a veranear a Austria. También allí nos encontraríamos buenos amigos y buenas recetas. A propósito de ambas cosas, mi madre escribió lo que sigue en su cuaderno.

RIBISEL Y OTROS SECRETOS

Este paisaje me produce una gran serenidad. Aquí estoy tomando un gin tonic, mirando este lago tan plácido rodeado de enormes montañas llenas de pinos y esperando que salga del horno la maravillosa tarta de ribisel (grosella roja) que hemos preparado con la receta de los Goëss. Los niños jugando por ahí, Luis leyendo a la sombra, esto es paz.

Austria cada vez me gusta más. Este pequeño pueblo junto a la frontera con Yugoslavia parece salido de una postal de aquellas que nos mandaba mi abuela cuando viajaba por estos países: casitas de madera decoradas con miles de flores, las iglesias con su cúpula en forma de cebolla, los prados verdes… Uno casi se olvida de lo que es llegar hasta acá desde Madrid en auto con cuatro niños, una niñera y un montón de valijas mientras Luis vuela unos días más tarde como un príncipe en avión «después de rematar algunas cosas de trabajo». Este año el viaje ha sido particularmente accidentado. Primero, el paso por la frontera nos llevó varias horas bajo un sol de justicia con el auto a sesenta grados y los chicos quejándose hasta de por qué pongo siempre música clásica en la radio. Y después están los atascos de las carreteras francesas, que son realmente épicos. Dicen que están construyendo autopistas, pero por ahora las colas en la carretera son en fila india y duran kilómetros. A veces los niños se bajan a comer algo y cuando vuelven al cabo de un rato estoy prácticamente en el mismo sitio. Cuando por fin nos ponemos en marcha, Gervasio se pone a vomitar y no hay más remedio que detenerse otra vez.

– ¡Aguanta un poquitito, que ahora casi no hay autos y tenemos que aprovechar para adelantar por lo menos unos metros! Por favor, chicas -suplico-, distráiganlo un poco para que no se maree.

Y Dolores empieza a sacudir al pobre niño, que vuelve a vomitar como una fuente.

Cuando ya estamos cerca de Aviñón empieza a salir humo del radiador. Avería. La pieza no llega hasta pasado mañana. Náufragos en un pequeño pueblo perdido. No conseguimos poner una conferencia telefónica a Madrid para avisar a Luis. Al final no me queda más remedio que mandarle un telegrama: «En panne», escribo, sólo dos palabras para ahorrar. Las insufribles Carmen y Mercedes se encargan de recordarme que avería, en español, es una sola palabra. Pero qué redichas me están saliendo estas niñas. Además, en panne suena más dramático, más apremiante ¿no? Me doy cuenta de que nuestro presupuesto de viaje no preveía la partida «quedarse tirada en ruta con cuatro criaturas y tener que pagar no sé qué avería del demonio». Les doy a elegir entre comer bien o dormir en un hotel. Elegimos por unanimidad comer en un estupendo restaurante que hay en el pueblo. Tienen un foie gras espectacular y yo repito dos veces. Dormimos todos en el auto, que está estacionado fuera del taller. O intentamos dormir, entre codazos, gritos y ronquidos. A Gervasio le ha sentado mal el cassoulet (sólo a mí se me ocurre dejarle cenar semejante cosa llena de grasa a este niño que tiene el estómago del revés) y se pasa la noche eructando como una rana. Sus hermanas se despiertan y le dan capones por molestarlo. El niño se pone a llorar. Finalmente llega la mañana y con ella la pieza de repuesto. De nuevo en carretera, Italia, noche en Verona, y finalmente Bodensdorf, el lago y la paz. Han sido más de cuatro días de ruta en total, estoy muerta.

«La casita», así se llama el chalé de nuestros amigos, a la que tan generosa (e inconscientemente) nos han invitado, está a la orilla de este precioso Osiacher See. Es una de esas maravillosas casas de madera con los balcones llenos de flores y tejado a dos aguas con un gran jardín que da al lago. Para hacer la situación más idílica aún, en el jardín de al lado veranea una encantadora pareja austríaca, los Goëss, con sus cinco hijos, que tienen edades parecidas a los nuestros: Kaleto y Minki se han hecho muy amigos de Carmen y Mercedes; Dolores se lleva genial con Uli y Elisabeth, y Gervasio está todo el día con Mijiu. De vez en cuando los vestimos a todos con sus trajes tiroleses, a ellos con sus calzones de cuero y a ellas con sus diendl, y parecen la familia Trapp a punto de empezar a cantar Edelweiss en Sonrisas y lágrimas. Andan todo el día de arriba abajo con sus bicicletas, y como esto es muy tranquilo, pueden ir hasta el pueblo, que está a pocos kilómetros. Gervasio está aprendiendo a nadar en el lago y las mayores a hacer esquí acuático. Mientras tanto, yo puedo charlar con nuestros anfitriones o tomar tranquilamente el sol sin una criatura colgada del cuello permanentemente. Luis, como siempre, se dedica a la lectura. En fin, un programa ideal para todo el mundo que sólo se rompe cuando los chicos se aburren y se van a chinchar a Tante Atzi, una vieja señora que, por algún extraño motivo, vive en una casa chica como una caja de zapatos que está situada en medio del jardín de nuestros amigos. No sale nunca (tanto que yo aún no le he visto la cara), y los niños se dedican a tirar piedrecillas para ver si consiguen que se asome a la puerta. Como es lógico, la señora se pone hecha una furia y tengo que levantarme a dar alguna cachetada, pero la cosa no suele llegar a mayores, y pronto vuelve esta calma tan maravillosa.