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¡Umm! Está riquísima, esta tarta. La crema es una delicia y los frutos rojos le dan un toque ácido maravilloso. Todo parece perfecto. Sin embargo…, sin embargo, tengo ese sabor agridulce, esa ligera duda que me viene de vez en cuando y bulle en mi cabeza… ¿Quién será de verdad monsieur Schwinner? ¿Cuál será su secreto?

TARTA DE RIBISEL (RIBISLKUCHEN)

Ingredientes

Para hacer la masa:

250 g de harina

210 g de mantequilla (ni 200 ni 250,

¡cómo se nota que son medio alemanes!)

100 g de azúcar

3 yemas de huevo

Para la cobertura:

3 claras de huevo

240 g de azúcar

250 g de grosellas

PREPARACIÓN

Congelar la mantequilla. Rallarla congelada encima de la harina. Añadir las yemas y el azúcar. Amasarlo todo y, si hace falta, agregar un poco de agua fría hasta conseguir una masa consistente.

Ponerla en el congelador hasta que esté dura. Cubrir con ella una fuente de horno enharinada.

Colocar la fuente en el horno precalentado a 200° C durante 15 o 20 minutos.

Batir las claras, añadir el azúcar y los ribisel (grosellas), verter la mezcla por encima de la tarta y hornear durante otros 10 minutos a unos 100° C.

Dejar enfriar un poco y servir.

Hasta el día de hoy ni mis hermanos ni yo hemos podido desentrañar el misterio del señor Schwinner y probablemente no lo consigamos nunca. Disfrutamos de cuatro maravillosos veranos en aquella casa al borde del lago e incluso recientemente hemos vuelto a alquilarla para pasar un par de semanas en verano todos los hermanos juntos. En la casa de al lado todavía viven los Goëss, con los que mantenemos una entrañable amistad. También nuestra madre conservó a lo largo de los años la amistad con Germaine Schwinner e incluso la acompañó cuando murió Alfred. Por cierto, puede decirse que aquel fue otro de esos momentos sobrenaturales que tenía de vez en cuando. Ella siempre ha tenido una relación muy curiosa con el más allá y sus moradores. Son muchas las historias de premoniciones, presencias, fantasmas y espíritus que ha vivido esta familia, aún sin creérnoslas demasiado. La historia de la muerte de Alfred Schwinner es una de ellas.

Resulta que, en los años setenta, estando nuestros padres destinados en Moscú, Germaine llamó diciendo que estaba preocupada porque su marido no se sentía bien últimamente, así que mi madre salió inmediatamente para la Costa Azul, que era donde estaban ellos pasando el invierno. Cuando llegó al pequeño hotel, madame Schwinner la estaba esperando en la recepción hecha un mar de lágrimas.

– ¡Bimba, Bimba! ¡Alfred est mort!

Había muerto esa misma mañana. Mi madre la acompañó a la funeraria, juntas eligieron el ataúd y después fueron a ver al père Giroud, un sacerdote amigo que vivía cerca, para organizar el funeral. Tal como ocurría siempre que se hablaba del señor Schwinner, el sacerdote dijo que estaría encantado de oficiar la ceremonia pero… bajo ningún concepto estaba dispuesto a hacer un sermón ensalzando a Alfred. Una vez más, mi madre se quedó sin saber por qué.

Luego se fueron a tomar algo a un café porque madame Schwinner no había comido nada en todo el día. Estuvieron horas y horas hablando, hasta que ella dijo:

– Lo único que me consuela en este momento es que, por lo menos, Alfred estaba avisado de lo que iba a pasar y pudo arreglar sus cosas.

– ¿Ya se lo habían dicho los médicos? -preguntó mi madre.

– No, los médicos decían que estaba bien, que sólo tenía molestias pasajeras. Le avisaron de otra forma. Hace un par de días -continuó contando Germaine- Alfred bajó a desayunar blanco como un papel y temblando de pies a cabeza. Yo me asusté mucho, claro, porque creía que se había puesto peor e intenté llamar al médico, pero él no me dejó. Al cabo de un rato, cuando logró tranquilizarse, conseguí que me contara qué le había pasado. Al parecer había salido de su cuarto para bajar a desayunar cuando vio a una mujer vestida de negro que desde el fondo del pasillo le hacía señas para que se acercara. Esto le extrañó mucho porque, como sabes, estamos fuera de temporada y el hotel está completamente vacío. Cuando llegó al final del corredor, la misteriosa visión se desvaneció como el humo. Sabes que Alfred no creía en esas cosas, pero se dio cuenta de que era una señal. Fue al banco y puso en orden todos sus asuntos, según dijo, para que cuando él muriera yo no tuviera problemas con aquella mujer.

Mi madre entonces no sabía a quién se refería, pero un par de años más tarde, Germaine nos visitó en Moscú. Venía a conocer a una hija que monsieur Schwinner había tenido con una mujer rusa. Había conseguido localizarla a través de unas pesquisas que hizo mi padre. Cuando se encontraron, era imposible no impresionarse por el enorme parecido que aquella mujer, de cara ajada por una vida seguramente muy dura, guardaba con Alfred. Madame Schwinner y su hijastra se abrazaron emocionadas. Durante unos días fueron inseparables, siempre juntas, siempre hablando del ausente aunque no hablaran el mismo idioma. Cuando por fin Germaine tuvo que partir, su hijastra también acompañó a mis padres al aeropuerto, a despedirla. En el viaje de vuelta, mientras la llevaban a su casa, surgió la inevitable pregunta:

– ¿Saben ustedes por qué nadie quería a mi padre?

VUELTA A LAS RAÍCES

Siempre me ha impresionado la dureza del paisaje castellano, tan desangelado, tan frío, tan inhóspito, tan diferente de nuestro campo criollo, siempre verde y lleno de color. Cuando uno lleva un rato conduciendo por carreteras comarcales y llega a las zonas más alejadas de la civilización parece que está circundando un planeta viejo y abandonado. Quizá fuera un día de noviembre especialmente gris, pero según íbamos internándonos más y más en aquellos páramos me preguntaba por qué, después de más de cuatro años en España, teníamos que elegir un día tan deprimente para hacer algo que Luis deseaba desde hacía mucho tiempo: visitar el pueblo de sus remotísimos antepasados. No sé qué interés podía tener esto para él porque la familia Posadas (su rama al menos) emigró al Río de la Plata a principios del siglo XVIII.

– Es importante saber de dónde viene uno -me dice convencido mientras intenta desempañar el parabrisas del auto-. Por lo que yo sé, Francisco Posadas, el primero que viajó a América, había nacido en Sevilla pero su familia era de San Juan de las Posadas, ese pueblito castellano que llevamos buscando hace un rato.

Estuve a punto de reprocharle que, siguiendo su mala costumbre, no se parase a preguntar a alguien el camino, pero realmente por allí no se veía un alma. Con ese día, ¿quién iba a salir de casa?

Me parecía absurdo este viaje. ¿Qué pretendía encontrar en un pueblo en medio de la nada del que habían salido unos parientes casi trescientos años atrás?

Mi familia había emigrado de Cataluña a Uruguay hacía menos de cien años y a mí no se me ocurriría ir a Lérida o a Gerona a intentar encontrarme conmigo misma.

Finalmente, y entre la fina lluvia que empapaba por una vez aquellos terrones que parecían resecos desde el comienzo de los tiempos, divisamos el pueblo en el fondo de un pequeño valle. Cuando cruzamos el cartel con el yugo y las flechas que indicaba que habíamos llegado a nuestro destino y entramos por lo que parecía su calle principal, sin asfaltar y llena de charcos, me sorprendió que nadie saliera a nuestro encuentro. Normalmente, en los pueblos, la llegada de un coche como el nuestro (que no es demasiado grande ni lujoso pero es alemán) es recibida por una riada de niños que corren tras él como si quisieran tocar ese monstruo desconocido o al menos muy diferente de los 600 y 1500 habituales. En este caso no salió ni un perro callejero. Y no era por el mal tiempo. Parecía que los mejores años de San Juan de las Posadas (si es que existieron alguna vez) habían pasado hacía tiempo. Muchas de las toscas casas de adobe que había a cada lado de la calle Mayor estaban ya derruidas e invadidas por malas hierbas que las devoraban por dentro. La plaza Mayor tenía un aspecto algo mejor, pero la palabra miseria parecía escrita en cada muro. Estacionamos el auto junto al único lugar donde había luz aquel día tan gris. En ese momento apareció por allí una sombra envuelta en un capote.