Aunque la realidad sea tan poco amable para los amantes del glamour y exagerando sólo un poquito, la mayoría de las mujeres de los embajadores suelen ser actrices que no llegan a fin de mes pero que actúan en un lujoso decorado teatral. Pueden vivir en grandes casas, pero obviamente no son suyas ni suelen tener fondos con qué repararlas. Para cambiar una cortina o lo hacen de su propio bolsillo o tienen que mandar un largo memorando al ministerio. Si no se encuentran en la improbable situación de tener suficientes muebles para decorar esos grandes caserones tienen que disimular toda la tramoya como buenamente puedan. Organizar una recepción no se soluciona cogiendo el teléfono y llamando al mejor catering de la ciudad, sino trabajando codo a codo con la cocinera durante quince días. Muchas veces se encuentran en la situación de ese embajador español en la Roma de principios del siglo xx que, después de dar una gran fiesta para los más notables de la ciudad, mandó la siguiente nota al ministerio en Madrid: «Hice todo lo que debía y debo todo lo que he hecho.»
Al menos así eran las cosas en la época de nuestra madre. Durante más de treinta años, ella acompañó a nuestro padre a sus destinos: España, la Unión Soviética, Argentina, Gran Bretaña y Naciones Unidas montando y desmontando casas, con infinitas mudanzas a sus espaldas, en las que perdió sus recuerdos más queridos e intentó representar a su país con la mayor dignidad posible. Ella siempre dijo que no estaba preparada para la vida que la suerte le había deparado, que estaba hecha para haberse quedado en Montevideo llevando la tranquila vida de un ama de casa y cocinando para sus amigos en la vieja casona del Prado. Sin embargo, estaba casada con un viajero impenitente y un político de raza; eran jóvenes y a ella le gustaba la cocina. Parecían predestinados a dar tumbos por esos mundos.
A todos estos viajes, y a pesar de las malas artes de las empresas de mudanzas internacionales, mi madre siempre llevó un compañero inseparable: su viejo cuaderno de hule negro con el dibujo de dos tomates recortados pegados en la portada. En él fue anotando, con esa letra suya tan característica del colegio Sacre Coeur de Montevideo, algunas anécdotas relacionadas con su gran afición, menús de comidas que organizó o a las que asistió y muchas, muchas recetas, unas de su infancia, de la mítica (para nosotros) Ramona, la cocinera que la crió. Unas de amigos, otras de restaurantes o de embajadas. Estas anotaciones debían de ser el embrión de ese Payalsta, su proyecto de libro de historias de la vida diplomática, siempre postergado por atender a cuatro niños, un marido y un sinfín de viajes y obligaciones.
Año tras año aquel cuaderno fue engordando con nuevos sabores. Para nosotros, sus hijos, era fascinante eludir la férrea vigilancia a la que ella lo tenía sometido y ver qué habían comido en tal o cual ocasión, cuándo perenganito o zutanito habían venido a nuestra casa, o reconocer los aromas que habíamos intuido desde la cocina, a la espera del regreso de las bandejas con los restos que habían dejado los invitados para probar también nosotros aquellos manjares. Con el tiempo empezamos a copiar recetas e intentábamos replicarlas, buscando dar con ese toque maestro que siempre parecía eludirnos, escondido en alguna otra página o papel suelto.
Ahora, quizá con la intención de atrapar y embotellar aquellos deliciosos momentos, inspirándonos en aquellas anotaciones del cuaderno de los tomates, Gervasio y yo nos hemos lanzado a novelar algunas de las aventuras y desventuras de nuestra vida, poniendo el relato en boca de nuestra madre, en recuerdo de aquel libro que se le quedó en el tintero. En otras palabras, hemos intentado escribir Payalsta con la misma filosofía con que ella quiso hacerlo: presentar al lector un relato amable y divertido de la vida diplomática y de su lado gastronómico. Como ella hubiera hecho, procuraremos no entrar en el lado amargo de la profesión, sin contar tampoco las muchas plumas que una familia se deja en ese alborotado vagabundeo por el mundo.
A diferencia de nosotros, que lo hemos perdido, mis padres siempre conservaron su acento rioplatense. Para facilitar la lectura, Gervasio y yo nos hemos permitido la licencia creativa de «españolizar» gran parte de estas anotaciones y así evitar al lector los constantes viajes al diccionario para comprobar que arvejas son guisantes, choclo es maíz o porotos son judías. De esta forma podrá disfrutar de las anécdotas y recetas familiares sin más preocupaciones.
Aunque nuestra madre siempre decía que para evitar la nostalgia nunca hay que volver a los países donde se estuvo destinado, nosotros romperemos la regla y los llevaremos a un paseo muy personal e intransferible por el Madrid de la década de los sesenta, inmersa en su tardofranquismo. Luego por el Moscú de Breznev de los setenta y más tarde por el Londres de los ochenta, en plena euforia de lady Di. Hemos elegido estos destinos por ser los que Gervasio y yo compartimos con nuestros padres. Esperamos que a ustedes les resulte un viaje divertido y suculento. Para nosotros es la oportunidad de meternos en la máquina del tiempo y recuperar unos años que marcaron nuestras vidas y, lógicamente, también nuestra forma de comer.
Madrid
Expulsados del paraíso
Nuestra vida nómada comienza en 1965, cuando nombraron a nuestro padre embajador en Madrid. Él era entonces un prometedor y joven político de treinta y pocos años que pensaba que menos de un lustro en un puesto diplomático en Europa sería un corto e interesante paréntesis en su carrera, posiblemente hacia la presidencia de la República Oriental del Uruguay. Como el destino es así de caprichoso, el corto paréntesis se convertiría en veinte años de servicio en el extranjero y ya ninguno de nosotros volvería a vivir de aquel lado del Atlántico. Según cuenta mi madre, la decisión la tomaron casi de un día para otro, tal como ocurre a menudo con los virajes que resultan ser los más trascendentales de la vida. Ellos eran jóvenes, nosotros no estábamos en edades difíciles, puesto que yo, que soy la mayor, tenía doce años; mi hermana Mercedes diez, Dolores seis y Gervasio tres. ¿Y qué siente una niña que está a punto de entrar en la adolescencia cuando sus padres le anuncian que, en veinte días, deberá irse a otro país a diez mil kilómetros de distancia, abandonar a sus amigos, sus primeros novios y también una casa grande y destartalada a la que adora? En mi caso, a pesar de que ya por entonces tenía una considerable vena trágica, al principio no me puse melodramática, sino que sentí sorpresa y bastante curiosidad. Unos días más tarde mis amigas del colegio empezaron a llamarme «la gallega». Mis tíos, al verme, imitaban a Lola Flores. Los chicos del colegio me paraban al salir de clase para alabar mi suerte porque iba a ver al Real «de» Madrid (no sé por qué, pero así lo llamaban). Fue entonces cuando me di cuenta de que iba a conocer un país del que ya tenía muchas noticias por vía indirecta. Y es que en aquella época, para una niña sudamericana como yo, España estaba presente en muchas cosas sin que uno apenas lo notara. Estaba en las coplas que se oían a todas horas en la radio de la cocina de casa, por ejemplo. O en los chistes que contaba Gila en televisión, siempre inaugurados con un «¡Que se ponga!», algo que nos hacía reír mucho porque allá no se dice así. Y, por supuesto, España y todas sus comarcas estaban en la cocina y en ciertos caprichos gastronómicos. Recuerdo, por ejemplo, el gofio, que nos encantaba comer mezclado con azúcar y que comprábamos al almacenero de la esquina que, por cierto, se llamaba don Manolo. O los turrones que se servían en Navidad, o la sidra El Gaitero, con la que nos permitían brindar a los niños, pasando por mis detestados callos a la madrileña, que allá tienen un nombre que a mí me parecía tan adecuado como horrible: mondongo.