– Buenos días, buscamos al señor cura -le dijo Luis mientras me ayudaba a bajar del coche para que no me mojase.
– Buenos días tenga usted, ¡menudo haiga traemos! Le iba a decir que no paece que sean de por aquí, pero paece tontería -nos contestó el paisano retirándose la capucha. Llevaba una boina calada y una colilla de cigarrillo en la comisura de los labios. Podía tener cualquier edad entre treinta y cincuenta años-. Acompáñenme -dijo. Les llevaré a casa de don Benito.
Nosotros lo seguimos cruzando la plaza mientras intentábamos sortear los grandes charcos que se iban formando.
– Don Benito, que tié usté visita. Unos señores extranjeros.
La habitación tenía el suelo de tierra apisonada y no había más mobiliario que una mesa, una silla, un crucifijo y una estampa de un santo casi borrada por la humedad colgada de la pared. El cura estaba inclinado sobre una mesa, intentando escribir algo a la luz de un candil. Iba cubierto con un bonete y llevaba unos gruesos lentes.
– Buenas tardes -dijo el sacerdote quitándoselos y frotándose los ojos-. Disculpen, pero en este pueblo no tenemos luz eléctrica y escribir así destroza la vista a cualquiera.
Luis le explicó el motivo de nuestra visita.
– Me parece que no voy a poder ayudarles. Los registros de hace tanto tiempo los tienen en el Arzobispado y no sé en qué estado estarán porque el archivo fue saqueado cuando la guerra. Siento que hayan hecho ustedes el viaje en balde… Quizá sería interesante que hablaran con el Indalecio. Su familia lleva aquí desde siempre y tiene una memoria de elefante para todo lo del pueblo.
A Indalecio lo encontramos en la única taberna del pueblo bebiendo aguardiente. Tenía unos enormes ojos pardos que se comían su cara surcada por profundas arrugas. Era alto, de anchos hombros y llevaba su gastadísimo traje de pana con la misma elegancia con la que otros llevan un terno italiano.
– ¿Posadas, dice usted?, ¡Si es que aquí todos nos llamamos Posadas! O por lo menos los que vivimos aquí desde siempre. Y hay tanta gente que ha emigrado… Sin ir más lejos, cuando yo era mozo, en este pueblo éramos más de trescientos y ahora no quedamos ni cuarenta. Los más jóvenes se van a donde hay dinero, a Madrid, a Barcelona, a Alemania. Dicen que volverán cuando hayan hecho fortuna, pero luego no les volvemos a ver. En el mejor de los casos aparecen durante las fiestas para presumir de lo bien que les va y luego otra vez se largan. Así, poco a poco, este pueblo se va muriendo. Apenas quedan siete u ocho chiquillos, el resto somos casi todos viejos. Y es que esto está lejos de to. Por aquí no pasó ni la guerra. Sólo vimos un día una columna de regulares a lo lejos, aunque de eso hay que dar gracias a Dios. En Villasagra del Monte, el pueblo que tenemos más cerca aunque esté a más de treinta kilómetros, sí que lo pasaron mal. Primero a algunos se les ocurrió matar al cura, a varios guardias civiles y al señorito que estaba allí de vacaciones. Luego llegaron los falangistas y se llevaron a la mayoría de los hombres. No se volvió a saber de ellos, aunque se sospecha que les pegaron un tiro y los enterraron en el bosque, pero nosotros no nos enteramos de nada. Menos mal que aquello pasó hace ya tiempo. En cualquier caso, no creo que vayan a sacar nada en limpio de esta visita. Aquí hay poco que ver. Somos campesinos honrados que vivimos de la tierra que Dios nos ha dado, pero, ya que han venido, déjenme que les enseñe un poco el pueblo.
Afortunadamente había dejado de llover e incluso empezaba a aparecer el sol entre las nubes.
– La iglesia no vale gran cosa -dijo-. Hace años teníamos un retablo que decían que era importante, pero vino un americano y se lo compró al párroco de entonces.
Después nos enseñó el cementerio, con sus humildes cruces casi comidas por los hierbajos.
– Aquí están todos los nuestros. Fíjense en los apellidos.
Posadas, Posadas, Posadas, Martínez Posadas. No había demasiada variedad, desde luego.
– En esta parte es donde mejor se dan los trigueros -explicó el viejo arrodillándose junto a un trozo de muro derruido por la fuerza de una encina que hundía sus raíces en un arroyo-. Deben de ser los muertos, que los empujan desde abajo -dijo con un guiño malicioso-. En el río tenemos los cangrejos más ricos de la comarca. ¡Menudas cangrejadas montábamos aquí en verano! Yo solía venir con mi Paco, mi hijo mayor, ¿saben?, a cogerlos por la noche. Yo le enseñé cómo encontrar los escondrijos. Al principio él me alumbraba con la linterna y era yo el que los sacaba, pero pronto aprendió, es muy mañoso. Están a dos o tres palmos de la superficie y hay que cogerlos por detrás así, ¡zas! -contaba haciendo un gesto rápido en el aire-, o se te escapan entre los dedos. -Se quedó callado un momento-. Hace mucho ya de eso. Paco está trabajando en Bilbao, en la siderurgia, y no tiene mucho tiempo para venir.
De repente, cuando parecía que iba a caer en la nostalgia, Indalecio se dio un golpe en la frente con la palma de la mano.
– ¡Coñe!, ya se me estaba olvidando dar de comer al bicho. Vengan conmigo y así comen algo en casa, que ya va siendo hora.
Intentamos disculparnos para no molestar, pero en los años que llevamos en este país hemos aprendido que es imposible resistirse a la hospitalidad de los españoles si se empeñan. Por un sendero nos fuimos acercando a una casa de piedra con un emparrado en la puerta. Indalecio nos hizo una señal para que le siguiéramos a un pequeño cobertizo. En un rincón oscuro había una jaula tapada con un trapo.
– Mire qué hermoso es el Cúper -dijo orgulloso descubriéndola.
Yo pegué un alarido que todavía debe de estar resonando por esos valles. Era una especie de rata inmunda que, en cuanto nos vio, se arrojó furiosamente contra las rejas.
– ¡No se ponga usted nerviosa! -rió con ganas el campesino-. Es sólo un hurón, pero es el mejor hurón que he tenido nunca. Entra en la madriguera, todos los conejos van derechitos a mi saco y él no se queda dentro a ponerse morado ni a dormirse la siesta como otros. Cúper sólo come de este hígado que le doy yo. Lo llamo así por el pistolero de una película que vi ya hace años, cuando pasó por el otro pueblo el cinema ambulante.
Indalecio y Luis le dieron de comer al bicho mientras yo esperaba fuera, lo más lejos posible de aquella bestia asquerosa. Me reconfortó el olor a tierra mojada. Era un sitio muy tranquilo, con una paz que no había notado al principio.
– Vamos para la casa, que la Eufemia ya debe de tener la comida lista.
Entramos por la estrecha puerta. Dentro había muy poca luz, apenas un candil y el resplandor de la lumbre.
– Mujer, saluda a estos señores que vienen de las Américas, ni más ni menos.
De las tinieblas surgió la mujer de Indalecio. Estaba camuflada en la oscuridad, con su bata negra y un pañuelo gris. Era muy bajita, con una cara seca y desdentada. Nos alargó una mano huesuda y encallecida murmurando unas palabras incomprensibles.
– La Eufemia es mujer de pocas palabras, pero hace un conejo con tomate que es para chuparse los dedos.