Ella volvió al fuego que estaba al fondo de la habitación. Encima de las brasas tenía una enorme sartén de hierro. Nos sentamos a una larga mesa de madera mientras Indalecio nos servía unos vasos de vino. Era áspero y fuerte, y viscoso como un jarabe, y yo me puse a toser.
– Si no está acostumbrada, a lo mejor le cuesta un poco, pero aquí no tenemos vino para señoras. Al segundo vaso ya verá que le entra mejor -dijo nuestro anfitrión.
En efecto, al segundo ya me había olvidado del vino y de la mezcla de olor a rancio, a comida y a humedad de la casa. Estuvimos largo rato hablando de sus hijos y de los nuestros. Ellos los tenían a todos trabajando lejos del pueblo.
– Ya casi debe de estar la comida. Ya verán qué conejos tenemos en este pueblo, nada que ver con esos que crían en jaulas. Aquí salimos Cúper y yo a sacarlos de las madrigueras. Sólo comen tomillo y romero, ya verán qué carne oscura, no como esa blanca y sin músculo.
Eufemia volvió a emerger de las tinieblas con la sartén, e Indalecio cortó algo de pan con su vieja navaja.
– Aquí no usamos cubiertos como en la ciudad. Aquí tienen ustedes que mondar bien los huesecillos y mojar pan.
Aquel conejo era una de las cosas más deliciosas que he probado, tierno y fibroso a la vez. La salsa era una auténtica exquisitez, con sabor a campo y a hierbas del monte.
– Está bueno, ¿verdad? Seguro que nunca han comido uno igual. Es una receta de aquí. La salsa se deja al sereno con todos los condimentos por la noche. A usted no le está gustando nada, ¿verdad? -le preguntó Indalecio satisfecho a Luis mientras se chupaba los dedos-. No ha dicho ni mu desde que hemos empezado y se come un trozo tras otro.
– Es que este conejo…, este conejo…
– ¿Qué pasa? No ha comido uno igual, ¿verdad?
– No, no, todo lo contrario. Es el mismo, el mismo que preparaba mi abuela. Nunca había encontrado ninguno que supiera así, es… increíble. Es idéntico.
– A ver si resulta que su familia sí va a ser de aquí -sentenció Indalecio-. Hay que ver, tantos siglos en América para acabar comiendo el mismo conejo en tomate de nuestro pueblo. Pero ya sabe usted lo que dicen, la tripa recuerda mejor que los sesos.
CONEJO CON TOMATE DE LA EUFEMIA
Ingredientes
1 conejo
600 g de tomate
1 cebolla
3 dientes de ajo
2 cucharadas de aceite
sal y pimienta
romero
tomillo
2 hojas de laurel
1 vaso de vino
PREPARACIÓN
Preparar un tomate frito. Limpiar bien el conejo, trocearlo y reservarlo. Picar en un mortero la cebolla y el ajo. Freír el conejo en una cazuela. Al cabo de unos minutos echar el ajo y la cebolla picados y freírlo todo un poco más. Añadir el tomate frito, el vino, el romero, el tomillo y el laurel. Salpimentar. Cocer hasta que el conejo esté tierno.
EL FUTURO EN BANDEJA
Hablando de sabores y de sombras del pasado, aún siento escalofríos. Ayer, aprovechando que Luis tenía un compromiso de trabajo, invité a cenar al marqués de Araciel, un famoso adivino que había conocido en casa de unos amigos. Aunque estas cosas sean pavadas, lo cierto es que no puedo evitar sentirme atraída por ellas. Araciel está bastante de moda y genera mucho debate: unos lo consideran un farsante fantasioso que presume de ser el mismísimo Cagliostro, otros insisten en que realmente puede ver el futuro. Yo no he podido resistirme a la tentación de sacar mis propias conclusiones conociéndole mejor. Como a las chicas les divertía, las incluí en el plan y les dije que se trajeran a alguna amiga si querían. Dolores invitó a su mejor amiga, Beatriz. La verdad es que ahora no sé si hice bien. El ambiente era de gran expectación mientras esperábamos la llegada del marqués. Incluso Miguel Ángel, el mucamo, estaba de lo más entusiasmado con la visita. Al parecer había leído algo sobre él en alguna revista y me pidió permiso para hacerle también una pregunta sobre su futuro. Este Miguel Ángel es un tipo peculiar. Yo diría que lleva el pelo teñido y que se pinta las uñas con barniz transparente. Desde luego no se parece en nada al modelo de español que se puede esperar, de barba cerrada y pelo en pecho. Él es un tipo delicado, sensible. A veces por la noche se oye música clásica que escapa por las rendijas de su habitación. El otro día me lo encontré saliendo de la ducha con una toalla en la cabeza a lo Carmen Miranda, pero, en fin, no saquemos conclusiones precipitadas.
Volviendo a lo del adivino, la curiosidad que se había creado no fue en balde: el aspecto de nuestro invitado no podía ser más misterioso y sugerente: llegó embozado en una capa española negra con las vueltas color lila que resaltaban su pelo blanco levemente rizado, sus penetrantes ojos azules y su porte aristocrático. Tiene una piel muy tersa, casi tirante, y unos dedos largos, largos como los de un retrato del Greco. Esta estampa, un poco mefistofélica, le hace parecer un arquetipo de brujo sacado de una novela del siglo xix o del mismísimo Cagliostro si me apuran, que no tengo ni idea de cómo era, pero me lo imagino más o menos así.
– ¡Qué ramillete de bellas señoritas! -dijo como bienvenida con su voz suave y susurrante.
Yo había intentado preparar un menú con cierto toque esotérico, sin embargo, aunque busqué en algunos libros y notas que tenía, no encontré nada adecuado. Lo único que se me ocurría eran cosas como orejas de sapo con salsa de cola de dragón, que es lo que comen las brujas en los cuentos que yo leía cuando era niña, pero la verdad es que no parece nada apetitoso y seguro que los ingredientes son dificilísimos de encontrar. Al final decidí preparar un menú totalmente vegetariano (sopa de zanahoria, una especie de lasaña muy vegetariana que me inventé sobre la marcha y de postre, budín de frutas), porque en algún lado leí que la carne enturbiaba las visiones de los médium. Parece que acerté porque, cuando el marqués preguntó con cara de cierta preocupación qué íbamos a comer, mi respuesta hizo brotar una sonrisa en sus finos labios.
– Ya sabéis lo que decía Paracelso: «La comida debe ser vuestra medicina y la medicina vuestra comida».
Mientras repetía la lasaña también dijo aquello de «la dosis hace el veneno», llamando a la mesura en la mesa.
– Un sabio, Paracelso, sí señor -dijo-, una referencia para todos los que creemos que las cosas no son tal como nos las han contado. Él fue el primero en asociar el carácter de los hombres a los cuatro sabores básicos. Así, si hablamos de la dulzura de zutana o de la acidez de mengano es gracias a este genio.
Después nos estuvo hablando de sus últimos experimentos paranormales. Acababa de regresar de un congreso internacional de espiritismo que había tenido lugar en la Rué du Bac, en París.
– ¿En la Rué du Bac? ¿Por qué precisamente en la Rué du Bac? Siempre que voy a París paso por allí para visitar la iglesia de la Medalla Milagrosa. Le tengo mucha devoción desde que mi madre me llevaba de pequeña -dije yo cándidamente, enseñando la medalla que siempre llevo al cuello.
– Precisamente por eso tiene lugar allí este congreso. Debes saber, querida, que las apariciones marianas están muy relacionadas con otros fenómenos inexplicables desde el punto de vista científico. Se producen en sitios que tienen una carga energética muy especial. En este caso concreto, las doce estrellas que rodean la cabeza de la Virgen, la bola del mundo partida por la mitad sobre la que está parada, la serpiente que le muerde el pie…, todos esos símbolos tienen un significado esotérico muy claro. En el fondo, ¿qué son estas apariciones sino una manifestación de alguien que está en la otra vida? -preguntó él, uniendo las yemas de sus larguísimos dedos.
– Bueno, marqués, vamos a dejar a la Virgen fuera de todas estas pavadas, que me va a marear a las niñas con esas teorías y es lo único que me faltaba -le dije sonriendo para quitar hierro al asunto.