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Después, el general habló de la sucesión de Franco, que es un tema del que les encanta hablar a los españoles porque el único que sabe algo (el propio Franco) no dice nada al respecto mientras el resto elabora su propia teoría, basada en los más diversos indicios…

– Pues sí, señora, yo estoy convencido de que el Caudillo se va a suceder a sí mismo.

– ¿Cómo es eso? -pregunté sorprendida.

– Mire, yo estaba en el cuartel general del Generalísimo cuando la ofensiva roja sobre Brúñete. Nuestras líneas se habían hundido y parecía que el enemigo iba a conseguir romper el cerco al que teníamos sometido Madrid. Aquello hubiese sido el desastre total. Estábamos todos muy preocupados. Llegó un oficial del campo de batalla y le pregunté dónde estaba el frente en ese momento. Con la mirada perdida me dijo: «¿Qué frente? No hay frente». Imagínese la cara que se nos quedó. Empezamos a preparar el contraataque a toda velocidad, con muchos nervios y desconcierto. En un momento dado, se presentó el Caudillo y nos dijo que estaba muy tranquilo en cuanto al resultado de la batalla porque acababa de ver a un jinete montado en un caballo blanco que avanzaba a la cabeza de nuestras tropas. No dijo más, pero todos comprendimos que se refería al Apóstol Santiago, ¿comprende usted? Tal como él vaticinó, a los pocos días dimos la vuelta a la situación y los rojos sufrieron una terrible derrota. El Caudillo es un elegido del cielo y su misión es llevar a España a las más altas metas. Le quedan muchos, muchos años gloriosos por delante. Acuérdese de lo que le digo. Lo verán sus nietos.

Recordando aquellos ardores guerreros, el capitán general se había amarrado fuertemente a otra botella de vino de la tierra y, cuando hubo acabado, todavía le quedaba espacio para unos cuantos aguardientes. A los postres tenía ya una borrachera de campeonato. En ese momento se puso unos inescrutables lentes negros. ¿Por qué será que a los militares no les gusta que se les vean los ojos?

Mientras tanto, varios señores eminentísimos se turnaban para hacer discursos. Por fin le tocó al capitán general. Entonces empezó a divagar sobre el derecho administrativo y, como debía de saber poco de la materia, optó por saludar a los presentes:

– Entre nosotros está el embajador de la gloriosa república hermana de Bolivia. Por favor, acérquese para que le dé un abrazo fraternal. También tenemos el privilegio de tener aquí al embajador de México, cuna de la Santísima Virgen de Guadalupe. Le ruego que venga para que pueda abrazarle con todo el afecto que los españoles profesamos a nuestros hermanos mexicanos.

Así fue nombrando uno a uno a todos los embajadores presentes, que estaban dispersos por las distintas mesas. Tenían que levantarse y venir hasta donde estábamos nosotros para ser abrazados fraternalmente por el capitán general. Incluso empezó a olvidar a quién había llamado y a quién no, por lo que volvía a nombrarlos, y ellos tenían que cruzar el salón una vez más y ser nuevamente estrechados en sus brazos. A Luis lo llamó un par de veces y lo confundió con el embajador de Paraguay, como suele ser habitual. Aquello seguía y seguía hasta que se levantó otro general que se llevó a su colega del brazo y acabó con tanto amor fraternal. Todos estábamos pasmados porque las personas públicas en España siempre cuidan mucho su conducta, pero me imagino que hasta los capitanes generales pueden tener un mal día.

En fin, mi compañero de mesa estuvo cariñosísimo con todo el mundo menos con el pequeño catedrático de mi izquierda, al que no hizo ni caso.

– Ahora ya sabe usted por qué los españoles inventaron el fandango y los portugueses el fado -fue lo único que me comentó el hombrecillo cuando se producía toda esta orgía efusiva.

Mira vos, primer ministro de Portugal, ese señor tan chiquitito y callado. Para que una se fíe de las apariencias.

TRECE

¡Qué horror! ¡Qué espanto! Esta noche hemos tenido un drama pavoroso. Yo ya sabía que algo terrible iba a pasar. Lo intuía desde que, a última hora, el embajador de la India me telefoneó para decirme que había surgido un contratiempo urgente y le resultaba imposible asistir a nuestra cena. Como su mujer estaba fuera, él iba a venir solo, de modo que los que quedábamos éramos número impar. Me puse a contar y, sí…, éramos trece. Empecé a llamar a todos los solteros que conocía como una loca, pero a esas horas ya no conseguí a nadie, como es lógico. Trece. A mí personalmente no me molesta este número. Es más, siempre me ha encantado. Carmen, mi primera hija, nació el trece de agosto. De chica yo vivía en el trece de la avenida de Brasil. Algunas de las mejores cosas de mi vida han pasado un día trece. Sin embargo, a los españoles les espanta, no pueden ni verlo. Y no hablemos ya de una mesa con trece comensales. Son capaces de salir corriendo por la puerta con cualquier excusa. Los más agoreros sostienen que, después de sentarse trece a la mesa, alguien muere.

Mientras esperábamos a los invitados, yo rezaba para que nadie se pusiera a contar cuántos éramos. Los españoles también suelen fijarse mucho en esas cosas. Yo había dicho a Miguel Ángel, el mucamo, que preparase un pisco sour al estilo de mi amigo el pintor Cossío para que se entonasen desde el principio y se olvidaran de las matemáticas, pero como no quedaba pisco, tuvimos que hacerlo con ron. No está mal la variante. En realidad, le da un toque más suave y, si es blanco, no se sube a la cabeza. Sin embargo, hay un pero. Cossío decía que cambiar la receta del pisco también da mala suerte. Ni lo pensé en ese momento y le dije al mucamo que pusiera ración doble de licor. Era una de esas noches de bochorno al principio del verano, siempre tan agobiantes en Madrid. Cualquier día vamos a tener que instalar uno de esos aparatos de aire acondicionado nuevos que han salido, porque el salón se pone como una estufa. Como es habitual en estas circunstancias, Luis aprovechó para recordarme lo bien que estaríamos en una casa con jardín a las afueras de la ciudad, donde la temperatura es mucho más soportable en esta época del año.

Empezó a llegar la gente.

– Ay, Bimba querida, qué vestido amarillo tan divino llevas. Te queda ideal. Seguro que es de Givenchy.

Amarillo. Se me había olvidado que el traje que Paquita, la costurera, me había terminado esa misma tarde era del color que actores y toreros consideran de mal fario.

De repente, una imprevista ráfaga de viento abrió una ventana de par en par. ¡Cras!, un ruido de vidrios rotos. Había barrido la foto de mamá y el cristal había estallado en pedazos.

– Parece que amenaza tormenta -se limitó a decir Luis mientras cerraba.

Yo ya estaba histérica, así que me tomé otro ron sour de un trago y me quedé pensando si al beber tantas copas de este brebaje no estaría alimentando mi mala suerte. Por las dudas, le pedí un vaso de agua a Miguel Ángel. Cuando me lo trajo, vi que él sudaba profusamente.

– ¿Le pasa algo? -le pregunté.

– No, señora, es que hace mucho calor -me contestó.