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– Habrase visto, pronto invitarán también a los jugadores de fútbol -decía una viejita a la que apenas se le distinguía la cara bajo la mantilla.

A los invitados nos distribuyeron en mesas de ocho o diez, excepto a la familia y algunos comensales muy especiales que comían en otro comedor con las puertas cerradas. Nuestra mesa estaba en el despacho de Franco, aunque habían sacado de allí todos los objetos de uso diario. Los compañeros de mesa que tuvimos no pertenecían a nuestro grupo, pero eran agradables. Me tocaron a un lado un príncipe que se llamaba Chocotúa, o algo parecido, y al otro el embajador de la Orden de Malta. Se divirtieron comentando cómo es ser embajador sin país y príncipe sin tierra. Después se habló mucho de un tema que últimamente está muy de actualidad: las caras de Bélmez. Parece ser que en las paredes de una casa de ese pueblo perdido de Córdoba han aparecido nadie sabe cómo unas caras, y que cuando las borran vuelven a aparecer. Además, cuando los investigadores ponen unas grabadoras registran voces de ultratumba.

– Pues en este despacho se oyen voces de ultratumba todos los días y nadie se sorprende -dijo una señora bastante chillona que debía de ser la mujer de alguno de los presentes.

Se hizo un breve silencio y la gente siguió comiendo como si nadie hubiese oído el comentario.

El menú estaba compuesto de consomé (bueno), timbal de langostinos (regular) y silla de ternera, un plato desconocido para mí, pero que estaba bastante rico. Precisamente cuando íbamos por el timbal vimos pasar por una de las puertas a Villaverde (siempre de domador) que arrastraba a don Jaime completamente descompuesto, y de color verde manzana, hacia el cuarto de baño. Luis hizo un amago de levantarse a ayudar, pero Cristóbal lo paró en seco.

– No te preocupes, embajador, ya puedo yo con el sordo. Se ha tomado unas copas y mira… Lo que te pido es que si se le cae el Toisón de Oro se lo recojas porque luego será un follón de muerte si se pierde… -y desapareció con su consuegro y el Toisón a rastras.

El pobre don Jaime salió de escena y no se lo volvió a ver.

Cuando regresábamos a casa, ya tarde, Luis me dijo medio en broma, medio en serio, como es habitual en éclass="underline"

– Espero que, cuando muera el Generalísimo, España no acabe como esta noche: con los Franco arrastrando a los Borbones.

EPÍLOGO ESPAÑOL

Bien callado se lo tenía Luis. El nuevo destino es… Moscú. De todos los lugares del mundo a los que lo podían haber mandado, tenía que ser precisamente allí. Un país a miles de kilómetros de ninguna parte, perdido en mitad de la nieve y con Stalin casi fresquito en la tumba aunque estemos en el año 1972 y digan que las cosas han cambiado mucho desde entonces. Luis dice que es un lugar fascinante y que permitirá a los chicos aprender uno de los idiomas con más futuro. También dice que así pasaremos más tiempo con ellos, cosa difícil en destinos como Madrid, donde hay que hacer vida social los siete días de la semana. Yo sólo me imagino todo el día con nieve hasta el pecho y embutida en un gorro de piel. Y me da la impresión de que no soy la única que lo piensa.

Esta tarde hemos estado en la Zarzuela despidiéndonos de los príncipes. Nos recibieron en uno de los saloncitos que dan al jardín, con ese aire petit bourgeois que tiene el palacio que más bien parece una buena casa de familia. Cuando les contamos cuál era nuestro nuevo destino, doña Sofía empezó a hablar de la suerte que teníamos de ir a un país tan rico culturalmente, con músicos tan maravillosos como Rostropovich, donde se habían creado obras maestras de la literatura como Crimen y castigo o Ana Karenina. También habló de la riqueza del alma rusa, tal como la describen autores como Pushkin y Gogol y cosas así durante largo rato. Don Juan Carlos, por su parte, sólo dijo «¿Rusia?», y luego se llevó dos dedos a la sien y con el pulgar extendido soltó un «Poum» como quien se pega un tiro.

A Luis le pareció un gesto muy poco royale, pero para mí que el príncipe tiene toda la razón. Es para pegarse un tiro de sólo pensarlo…

Moscú

Operación boda

Cuando en 1972 destinaron a mis padres a Moscú, yo no fui con ellos. Tenía diecinueve años recién cumplidos y estaba a punto de casarme. Un infanticidio, o como dijo papá cuando íbamos en el coche camino de la iglesia:

– Parece, Carmen, que fueras a hacer la primera comunión y no a casarte.

Pero ni él ni mi madre intentaron disuadirme, pues lo cierto es que siempre respetaron las decisiones de cada uno de nosotros. Como mis padres llegaban a Moscú a principios de otoño, la boda se fijó para el 12 de octubre, fecha que elegí yo porque me pareció muy adecuada por aquello de unir Uruguay con España el día del Descubrimiento. Con la inconsciencia de los pocos años (mis diecinueve y los veinticuatro de Rafa) empezamos los preparativos, que no eran nada fáciles. En aquella época, España no tenía relaciones diplomáticas con la Unión Soviética y había que pedir visados a París, organizar un viaje de grupo, solicitar permisos, etcétera.

La idea de ir a Moscú divirtió mucho a nuestros amigos y se apuntaron unos ciento veinte. Todo lo que pasó en aquella boda, incluido el accidente aéreo final del que se hablará en el siguiente capítulo, hace que aún hoy, treinta y tantos años más tarde y un divorcio por medio, mucha gente me hable aún de «la boda moscovita». Para mí todo empezó de modo accidentado: perdí el traje de novia en el viaje. Como era tan joven ni siquiera le di importancia, pero ahora cuando lo pienso se me ponen los pelos como escarpias. De no haber aparecido a tiempo hubiera tenido que casarme con un vestido de novia ruso y en aquella época de utilitarismo soviético -todo tenía que ser útil, no bello- no quiero ni pensar cómo habría sido, algo así como Ninoshka vestida por los almacenes Gum, joya de la moda proletaria. Lo que ocurrió fue que la maleta quedó en el avión «porque estaba muy al fondo», según dijeron los de la compañía aérea, y siguió rumbo a Tokio. Excusas como «estaba muy al fondo», «está muy alto», «era muy difícil», formaban parte de las disculpas diarias en la Rusia soviética. Si uno iba, por ejemplo, a comprar una shapka o un gorro de piel a los inefables Gum y le gustaba uno de un estante de arriba, no se lo vendían, el del estante bajo, en cambio, sí. Maravillas de la economía planificada, si había que subir a una silla para realizar una venta el dependiente no vendía. Por la misma regla de tres, porque «estaba muy al fondo», mi maleta se fue a Tokio con mi traje de novia. Por suerte, al día siguiente, la mañana de la boda, ya no estaba tan al fondo y la pudieron descargar.

Así empezó aquel casamiento y sus preparativos que mi madre en su cuaderno recuerda así:

Esto es un horror y un espanto. Estoy desesperada. Sólo a mí se me ocurre organizar una mudanza y una boda todo junto… ¡y en la Unión Soviética! Cuando antes de irnos de España le propuse a Carmen que por qué no se casaba en Moscú en vez de en Madrid, debía de estar mal de la cabeza. Recién llegamos acá a principios de septiembre y la boda es el… ¡12 de octubre! Todavía con las cajas de la mudanza por medio y ya tengo que pensar en recibir a trescientas personas en esta casa. Claro que casi es mejor no mirar mucho las dichosas cajas, porque cuando estuve intentando localizar sin éxito las que contenían esas cositas imprescindibles para una boda como manteles, cubertería y platos, me di cuenta de que la empresa de la mudanza se ha vengado en nosotros de no sé qué afrenta porque, además de muchos paquetes rotos, les han cortado las patas a todos los muebles. Sin duda el camión no era lo suficientemente alto y decidieron aplicar el mínimo común denominador por su cuenta y riesgo. Me imagino que deben de haberlas metido todas juntas en otro cajón. No quiero ni pensar en todas las cosas que se habrán extraviado. En la mudanza anterior perdí la mitad de nuestras cosas y me parece que en ésta voy a perder la otra mitad. Como comentaba el otro día la embajadora de Colombia, los diplomáticos deberíamos hacernos budistas para afrontar con estoicismo y distancia estos traslados catastróficos. Ommm, lo material no importa, lo material no importa. De verdad que lo intento, pero cuando recuerdo cómo dejaron de lisiada la cómoda de mamá me doy cuenta de que la túnica azafrán no me iba a sentar bien. Ni siquiera tengo fuerzas para bucear entre esa pila de bultos que llenan dos habitaciones enteras, desde el piso hasta el techo. Cada día tiene su afán, dicen, pero creo que este afán lo voy a dejar para la semana que viene.