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En esta tierra de la fraternidad y la igualdad, sin embargo, hay clases, como en todos lados. Para los diplomáticos, para los rusos que trabajan en el exterior y tienen acceso a dólares y para la Nomenklatura, existen tiendas especiales, llamadas bereozkas, donde pueden comprarse artículos que un ciudadano normal casi no recuerda que existen, como chocolate, cremas de belleza, champú, desodorante, siempre y cuando, claro está, se pague en divisas. Todo en estas tiendas es caro, pero la carne es bastante buena y hay bebidas occidentales, con la condición de que no sean de la proscrita compañía Coca-Cola. A pesar de todo, el surtido de productos es muy limitado y para completar nuestras necesidades hemos optado, como el resto de diplomáticos occidentales, por recurrir a las compañías que venden por correspondencia. Por alguna razón que desconozco, las principales están en Dinamarca y mandan unos catálogos tan grandes como guías de teléfonos donde se puede encontrar desde un chicle hasta una moto, pasando por cualquier cosa que se te ocurra. Nosotros hemos hecho un gran pedido para la boda, pero dicen que los envíos a veces se retrasan mucho y no quiero ni pensar que no llegue a tiempo.

Mi idea es preparar un menú muy ruso y para los españoles eso es sinónimo de caviar en enormes cantidades. Es posible comprarlo en las bereozkas, pero, según me comentó la embajadora de Argentina, para grandes cantidades, lo mejor es recurrir a los canales «extraoficiales». A Luis de esto no le voy a contar nada, que se pone muy nervioso.

En cuanto al plato principal, el otro día probamos la carne de oso en un restaurante. Era muy seca y dura, como la suela de un zapato, pero el sabor era interesante. Quizá si lo adobo durante un par de días y lo acompaño de una buena salsa podría resultar un plato rico y muy original. Tendré que hipnotizar a Larissa para hacer unas pruebas y ver cómo queda. Además, me dijeron que es una carne relativamente fácil de conseguir y así no tengo que preocuparme tanto si no llega el pedido del catálogo. Claro que, en caso de que no llegue, no sé qué les daré de aperitivo, de postre y especialmente de beber -imprescindible lubricante social- a casi trescientas personas hambrientas. No creo que pongan muy buena cara si les sirvo una copita de Kvas on the rocks, el refresco nacional hecho a base de pan negro fermentado, cuyo sabor es incluso peor que su aspecto.

Como es lógico, y a pesar de que la mitad de los invitados son compromisos diplomáticos, todo esto hay que hacerlo con la plata de nuestro bolsillo y la verdad es que tampoco andamos demasiado sobrados, con todos los gastos del traslado. En fin, como dice mamá, Dios proveerá, porque el UPDK no tiene aspecto de proveer nada de nada.

En ese momento es la una y media de la mañana y llevo trabajando desde el alba. Pensaba escribir solamente algunas ideas sobre el menú de la boda y al final sólo puedo acordarme de la montonera de complicaciones que tenemos. Qué dolor de cabeza. Creo que me voy a tomar una pastilla y a dormir los problemas, como hacía mi abuela.

¡Y se hizo el milagro! La boda ha sido un éxito rotundo. Cuando parecía que íbamos rumbo a una catástrofe sin nombre, las cosas se arreglaron en el último momento. Tengo que acordarme sin falta de mandar un dinero para que las carmelitas de Montevideo hagan decir una misa por las ánimas del purgatorio, porque si esto salió bien sólo se entiende por la intervención de alguna muy apurada por salir de donde está.

Carmen estaba lindísima con su vestido. Era de raso crudo, con un corsé de piedritas y perlas. La ceremonia fue muy emocionante, en ese ambiente sobrecogedor de las iglesias ortodoxas, con sus iconos impresionantes y con un coro de viejitas de la iglesia que resultaron mucho mejor de lo que yo esperaba. Iván, el chofer, llevó a Luis y a Carmen a la iglesia en el auto de la embajada decorado a la rusa, es decir, con un gran oso de peluche en el radiador como augurio de un primer hijo varón. Un numeroso grupo de curiosos miraba la entrada de la novia sin dar crédito: ¡una boda religiosa en Moscú después de tantos años! Como el templo era bastante chico, casi no cabíamos. El padre Richards hizo una linda misa en francés y cuando llegamos al momento del «Sí, quiero» dos testigos pusieron sobre las cabezas de los novios unas maravillosas coronas antiguas de plata a la usanza ortodoxa, intercambiándolas sucesivamente como símbolo de la unión matrimonial. Los españoles estaban encantados con aquel espectáculo que parecía salido de un cuento ruso de la época de los zares. Siguiendo la tradición soviética, después de la ceremonia, los novios fueron a la Plaza Roja a sacarse fotos y ¿qué creen que se le ocurrió a Carmen? Nada menos que, ya que estaba allí, dejarle su ramo de novia a Lenin, que yace en la misma plaza delante de San Basilio, en su mausoleo, momificado y de cuerpo presente. Cuando me lo contó casi me da un ataque. ¡A quién se le ocurre! Por menos de esto se ha creado más de un conflicto diplomático, con lo que son los rusos para sus cosas. Pero no. Por lo visto se trata de una tradición soviética. Con todo este asunto del culto a la personalidad, los rusos han sustituido la devoción por los santos por la de Lenin. Así, igual que en España las novias dejan su ramo a la Virgen de Atocha o a la Macarena, las novias rusas se lo llevan al camarada Vladimir Illich. De hecho, en la Plaza Roja día y noche hay siempre una cola tremenda de todo tipo de personas para visitarlo, igualito que si fuera el Cristo de Medinaceli. Claro que a Carmen, como iba vestida de novia, la dejaron colarse. Y al novio, con su frac, también. O mejor dicho, sobre todo al novio, porque si con Carmen estuvieron muy cariñosos los presentes, con Rafa ya fue apoteósico. Le daban palmaditas en la espalda, uno incluso le pidió un autógrafo y Rafa, cada vez más atónito, pues no entendía ni palabra de lo que le decían. Hasta que entendió dos: «¿Pianist o violinist?», preguntaban. Y por fin se dio cuenta de lo que pasaba. El caso es que acá, desde el triunfo de la Revolución, nadie usa frac, excepto los músicos, y a él lo tomaron por uno. En este país, después de los astronautas, nadie es tan célebre como un artista y estaban todos fascinados. Ni qué decir que Rafa no los sacó de su error: «Violinist», dijo, y la cola entera estalló en aplausos.

Mientras Carmen y Rafa cumplían con sus ritos soviéticos, nosotros nos trasladamos a la residencia para el convite. No pude dejar de maravillarme de cómo estaba la casa de divina a pesar de que la tarde anterior aún estábamos pintando el salón y colgando las cortinas; todo estaba impecable, lleno de flores y velas, y los camareros, vestidos con las típicas camisas rusas bordadas que nos había prestado el Teatro Bolshói del vestuario de su última obra, esperaban a los invitados a la entrada con grandes bandejas llenas de copas de champán. Los diplomáticos destinados en Moscú decían que casi no podían reconocer la residencia, de lo cambiada que estaba.