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El que más me preocupa es Gervasio. Yo tenía verdaderas pesadillas los días anteriores, soñando que el niño se me caía al mar, pero al final lo he solucionado de lo más bien: le compré una correa de perro. Bueno, así lo llama Carmen, que está entrando en la edad difícil, aunque es un arnés lindísimo, de cuero rojo, y queda muy bien sobre su suéter marrón, con pantalón corto haciendo juego. Los cuatro van vestidos iguales, las niñas con pollera, claro, pero el sobretodo y los sombreros haciendo juego son idénticos, para disgusto de las dos mayores. Muy linda la «tenue de viaje», dijo mi suegra en cuanto los vio, y la verdad es que creo que acerté en la elección porque es perfecta para esta primavera tan fría. Cuando lleguemos a Europa será aún más adecuada: allá es casi invierno.

18 de noviembre

Ahora que ya estamos en alta mar y hemos pasado el Ecuador, me he puesto a escribirle una carta a mamá. La pobre se quedó de lo más triste porque, según ella, parecía que nos íbamos para siempre. Yo creo que la culpa de esa impresión la tiene el hecho de que nos hayamos ido en barco. Si uno se despide al pie de un avión, la marcha no parece tan definitiva como cuando un barco se aleja, rodeado de serpentinas y tocando la sirena. Quiero creer que por eso llorábamos todos tanto. Y cuando estábamos en plena despedida, con pañuelos al viento sobre la cubierta, de pronto Carmen me tira de la manga con aire angustiado: «¿Dónde crees que se esconden los niños que viajan de polizones, mami? ¿En la bodega? ¿En las calderas? ¿En los botes salvavidas?». Sí, eso le dio por preguntar en momento tan delicado. Tiene demasiada imaginación esta chica. ¿Niños polizones? No sé de dónde saca esas ideas. En cambio, a los otros tres lo único que les preocupa es qué van a comer. En cuanto el barco se alejó un poco más, Dolores y Gervasio empezaron a preguntar si tendrían que comer pescado todo el tiempo ahora que estaban en alta mar. Y protestaban muchísimo diciendo que a ellos sólo les gusta el churrasco. Lo de Mercedes fue aún peor porque, como ya se sabe, pertenece a la estirpe de esos niños que inventaron la huelga de hambre antes que Gandhi. En cuanto subió a bordo y notó que olía levemente a verdura cocida, decretó que no pensaba comer nada hasta el día de su cumpleaños, que es el 1 de diciembre. Lo del cumpleaños viene porque yo ese día les dejo elegir el menú. Pero se va a acabar. El año pasado (y porque no podía desdecirme de mi promesa, así, sin preparar un poco la retirada) resulta que pidió suflé de queso de primero, suflé de queso de segundo y suflé de dulce de leche de postre. Está claro, una de las primeras cosas que tengo que proponerme ahora que vamos a cambiar de vida es ser un poco más estricta, no hay más remedio.

29 de noviembre

Si durante todos estos días no he escrito nada en mi diario de a bordo es porque la mitad del tiempo estaba moribunda en el camarote. A cuenta de eso, después de la fiesta del paso del Ecuador (ahora diré en qué consistió porque fue de lo más «horriblemente» gastronómica) me perdí los concursos de shuffle board de Carmen con unas amigas italianas, los pasos firmes y marineros de Gervasito sobre la cubierta en plena tormenta, llevado de la correa por Luis, y sobre todo la proclamación de Mercedes como campeona infantil de twist. Una pena realmente, pero una madre no puede estar siempre ejerciendo de tal; de vez en cuando también nosotras nos enfermamos. A la fiesta del paso del Ecuador sí asistí, aunque estaba algo mareada, y casi me mareo aún más porque es bastante dégoutant, como diría mamá. La costumbre viene, supongo, de tiempos lejanos, cuando los marineros pasaban largas y aburridas semanas sin avistar tierra. Entonces a alguien se le ocurrió (apuesto a que fue un inglés) que, para celebrar que estaban a mitad de camino, más o menos, iban a «bautizar» a los que cruzaban el Ecuador por primera vez. En el Giulio Cesare la ceremonia consistía en que primero eligen a los pasajeros que van a representar a Neptuno y a toda su corte. A Luis intentaron reclutarlo como chamberlán, pero dijo, medio en serio medio en broma, que él de rey o nada. (Y fue nada porque había un señor francés venerable, con una barba blanca, que se parecía muchísimo al pintor Monet y claro, no había color.) Una vez que lo vistieron -más bien lo desvistieron- de Neptuno, empezó la ceremonia. El asunto consistía en que el capitán iba llamando a cada uno de los neófitos con una voz imperiosa, verdiana e italiana, y después de un discursito un poco gettatore, gettatore para mi gusto, algo así como «… aquí estamos para pedir que las olas acojan en su seno a este hijo suyo…», bautizaban a cada uno con un nombre marino. Carmen se convirtió en Triletta, Mercedes, en Stella Marina, Gervasio, en Cavaletto di Mare y así. A continuación, el rey Neptuno, ayudado por su corte de sirenas, los bautizaba. Pero no con agua, sino que les tiraban encima toda clase de porquerías: tallarines fríos con tomate, nata batida y hasta sardinas en escabeche antes de darles un empujón a la piscina, donde aquello quedaba flotando entre las carcajadas de todos los presentes, excepto la mía. Creo que me empecé a marear cuando tiraron a la piscina a Dolores y salió cubierta de un aceite rojo y untuoso que no presagiaba nada bueno, y así pasé varios días. Lo cierto es que el primer día estaba mareada de verdad, pero el segundo decidí que tenía la excusa perfecta para quedarme en la cama y recuperarme de tantas emociones y cambios. ¿Qué nos esperará en nuestra nueva vida?

Mi madre no escribió nada sobre cuáles fueron sus primeras impresiones al llegar a España y ahora, lamentablemente, ya no puede contarlas. Pero yo sí puedo contar las mías. He tenido que recurrir a la memoria porque, aunque en aquella época llevaba diario, éste no me ha servido de mucho. Después del consabido «Querido Diario» (este encabezamiento lo había tomado prestado de los libros, pero no de alguno muy literario me temo, sino de las obras completas de La pequeña Lulú), me había dedicado a volcar en aquellas páginas todos los contradictorios pensamientos de una niña de doce años. Temores, deseos y, por supuesto, todo tipo de amores platónicos, desde un belga guapísimo de catorce años que ni siquiera recuerdo cómo se llamaba y que viajaba en el barco, hasta un botones del Hotel Ritz, donde vivimos tres meses hasta encontrar casa. Gervasio se empeña en que cuente aquí cómo los Posadas pasamos a los anales del Hotel Ritz como la familia más asilvestrada que jamás ha pernoctado entre sus venerables muros. Insiste en que es divertido relatar cómo cuatro niños encerrados sin ir al colegio (llegamos a principios de diciembre y las clases no comenzaron hasta el siguiente trimestre) casi obligan a retapizar el hotel entero, pero yo creo que no tiene demasiada gracia. Muy someramente diré que el Ritz, por aquel entonces, era un hotel muy serio y conservador, tanto que no admitía a toreros ni artistas (de hecho, cuando estábamos alojados allí supimos que habían rechazado a un famoso actor de Hollywood). Embajadores sí admitía, pero supongo que, después de nuestra estancia, preguntarán de antemano cuántos hijos tienen. El caso es que durante tres largos meses ocupamos cuatro habitaciones de la segunda planta. Las dos primeras estaban tan llenas de maletas y paquetes sin abrir que parecíamos refugiados de algún país en guerra. Dolores y Gervasio pronto se acostumbraron a jugar a la pelota por los vetustos pasillos. Mi madre, por su parte, que siempre fue muy ahorradora, decidió que no había quien pudiera financiar desayuno, comida y cena en un hotel de lujo todos los días. La economía doméstica se tradujo en dos medidas. A los chicos nos mandaban a almorzar a un restaurante económico que había en la Carrera de San Jerónimo, llamado El Bufet Italiano, y por la noche hacíamos acampada. No es metáfora, literalmente acampábamos, porque una de las primeras compras que mi madre hizo en Madrid fue un hornillo (¡!) y cocinábamos en la habitación. No vayan a creer que calentábamos latas o algo parecido. Eran comidas en toda regla, como distintos tipos de tortilla, patatas fritas y hasta platos razonablemente sofisticados. He aquí, por cierto, un ejemplo más de lo que es la vida diplomática para quien tenga de ella una idea romántica: por las noches, mis padres se iban guapísimos, porque los dos lo eran, vestidos de esmoquin y traje largo a quién sabe qué cena tralalá, y nosotros nos quedábamos con la niñera hirviendo espaguetis en un hornillo de gas en nuestra suite del Ritz. Nunca nos descubrieron con las manos en la masa, pero aún recuerdo un detalle que me dio mucha vergüenza. Como era de esperar, los muebles de nuestras habitaciones sufrieron lo suyo con este régimen de comidas. Los sillones tenían vestigios de ravioli, los sofás manchas de salsa de tomate, las colchas, de sabe Dios qué… Durante las fiestas de Navidad nos fuimos a Málaga, a casa de unos amigos de mis padres, a pasar quince días, y a la vuelta todo había cambiado. Parecía que nos hubieran retapizado las habitaciones de arriba abajo. Pero no fue más que un espejismo pasajero. Al día siguiente muy temprano unos empleados de actitud imperturbable retiraron las colchas y los sofás limpios y los sustituyeron por los maculados de ravioli. Qué niños salvajes, pensarían, pero nunca lo dijeron. Desde entonces tengo verdadera debilidad por ese hotel.