– Muchas gracias por venir. Aunque no la he conocido antes, sé que usted y su marido eran amigos de verdad de Evgeni. Él me hablaba a menudo de ustedes. Decía que apreciaban su arte de corazón.
Estuvo largo rato diciéndome cosas, supongo que muy cariñosas, aunque mi mal ruso hacía que sólo comprendiese palabras sueltas. Yo le contestaba en francés y, aunque ella no parecía entender demasiado, asentía una y otra vez con la cabeza. Después me condujo a uno de esos divanes que suele haber en las casas rusas donde por las noches duermen los niños y la abuela, e hizo gestos para que me sentara. La destartalada lámpara del techo sólo daba una luz mortecina, pero el resplandor rojizo del atardecer iluminaba aún parte de la habitación. El salón estaba arreglado con muebles antiguos y de las paredes colgaban algunos cuadros de los colegas y amigos del pintor. En medio de la sala había una gran mesa donde estaba dispuesta la comida, principalmente zakuski (aperitivos) en este caso fríos, como pescados y carnes ahumados, pepinillos en vinagre y ensaladas. En torno a ella había bastante gente, incluso un par de popes ortodoxos, pero no vi a ninguno de los artistas que conocíamos de Moscú. Probablemente no los habían dejado viajar. Unos reían, otros lloraban y todos comían y bebían vodka. Por la ventana se divisaba un bonito panorama del río Neva. Como no conocía a nadie, me acerqué para admirar la vista. Una chica se puso a mi lado y empezó a hablarme en francés. Dijo ser amiga de la familia y me contó los detalles de la muerte de Rukhin.
– Como usted sabe Evgeni era bastante «molesto» para las autoridades y siempre intentaban presionarlo. Unas veces le rompían las ventanas a pedradas, otras desconocidos insultaban a su familia por la calle y otras llegaba a su casa y se encontraba con que habían entrado y manchado de pintura roja sus cuadros, pero esta vez se les fue la mano -dijo-. La policía provocó un incendio en su estudio, que está aquí, a la vuelta de la esquina, con la intención de amedrentarlo. Pero no contaban con que Evgeni se había quedado a dormir allí después de trabajar toda la noche. Las llamas alcanzaron rápidamente los botes de pintura, el fuego se propagó y el humo lo asfixió en poco tiempo. Lo encontraron tumbado en su colchón, como si aún siguiera dormido.
Aquella mujer se ofreció para acompañarme a ver los restos del incendio, pero no me sentí con fuerzas. Alguien me trajo un vodka para levantarme el ánimo. Estuvimos hablando un rato de la familia y de los dos niños que quedaban huérfanos. La viuda lloraba constantemente abrazada a otra mujer joven.
– ¿Es su hermana? -pregunté.
– No. Es la amante que Evgeni tenía en Moscú. A pesar de que su mujer no sabía de su existencia, lleva aquí desde que murió y juntas lloran al hombre que amaron.
Nada más ruso que aquella escena. Por otro lado pensé que nadie como la amante para entender el dolor de la viuda.
Le pregunté a esta amiga de la familia por el significado de esta reunión tantos días después de la muerte.
– El banquete de los cuarenta días es la culminación del luto -me explicó-, es el momento en que finalmente se acepta la desaparición de alguien. Hasta entonces se supone que el alma del difunto aún se encuentra unida a su casa y a sus seres queridos. Son días en los que el ánima debe repasar su vida, sus buenas y malas acciones. Por eso durante este período aún se prepara cada noche la cama del difunto y se le pone un sitio a la mesa. Una vez transcurrido este tiempo ya estará listo para partir e incorporarse a su nueva vida. Esta es la costumbre tradicional rusa que las autoridades soviéticas han intentado erradicar como una superstición religiosa, pero que muchos aún conservamos. Aunque ellos se empeñen, Dios no ha muerto en Rusia. ¿Conoce usted la cámara Kilian? Es una cámara creada por uno de nuestros científicos más destacados que permite fotografiar el aura de las cosas. Se han hecho pruebas muy rigurosas y es justo a los cuarenta días cuando a los cadáveres les desaparece definitivamente el aura. Las autoridades, asustadas por los resultados de este experimento, lo han silenciado, porque creen que puede considerarse una demostración científica de la existencia del alma. Incluso han prohibido más pruebas con la cámara. Me lo ha contado una prima mía que trabaja en ese laboratorio. Verá, nuestras tradiciones no son tan estúpidas como parecen.
Nos quedamos un momento en silencio.
– ¿Ve el trozo de pan puesto sobre ese vaso de vodka? -me dijo indicándome un sitio libre en el extremo de la mesa del comedor-. Es para el muerto. Una invitación a compartir esta reunión con nosotros. Al mismo tiempo es una despedida, una aceptación de lo inevitable. Después, el difunto deberá partir y nosotros comer y beber a su salud.
Me sirvió otro vaso de vodka y un poco de kutia, un plato a base de arroz y pasas que suele preparase para los funerales.
– Hoy es un día de tristeza pero también de alegría, porque nos volveremos a ver el día de la resurrección, beba conmigo. Khristos Voskrés -dijo, chocando mi vaso.
Volví a Moscú pensando que los rusos viven la muerte como la vida, intensamente, de una forma excesiva, apurando siempre la botella hasta el fondo. A los pocos días me enteré de que la amante de Rukhin se había suicidado tirándose al metro. Para que luego digan que Dostoievski exagera.
Pronto volveremos a Montevideo y siento que, por muy lejos que nos vayamos, una parte de este salvaje, incivilizado, despótico y caótico país viajará siempre dentro de mí.
Londres
En busca del tiempo perdido
(De cómo yo, Carmen, dejé de ser esposa modelo y madre ideal para irme a vivir a Londres con papá y mamá.)
Cuando estaba a punto de cumplir treinta años tuve una de esas crisis existenciales que unos pasan a los cuarenta, otros a los cincuenta y otros, como al abandonar la veintena. El caso es que desde el mismo día en que cumplí los veintinueve me dio por pensar que esa edad era como un saldo, 99,90, y que se acababa algo, aunque no sabía bien qué. Me dio por mirar atrás y preguntarme qué estaba haciendo con mi vida, sentía que no había hecho nada extraordinario y que mi existencia era pura rutina. Vista desde fuera, sin embargo, mi vida parecía idílica. Tenía por aquel entonces una bonita casa en Madrid con una palmera, un magnolio y un níspero. Echándole algo de imaginación, podría decirse que era (casi) una copia bonsái de nuestra casa de Montevideo. Tenía además un matrimonio en apariencia bueno y dos niñas maravillosas de ocho y cinco años. A pesar de todo, yo no era feliz. Digamos que me había casado demasiado joven. Digamos que mi marido y yo maduramos de modos diferentes; que a él le gustaban unas cosas y a mí otras. Digamos que ya no teníamos nada en común. No sé, pero el caso es que la crisis coincidió con la proximidad de mi treinta cumpleaños y con el hecho de que a papá acababan de destinarlo a Londres. Entonces decidí separarme al menos por un tiempo y, para que la ruptura no resultara tan traumática para nosotros ni para nuestras hijas, le propuse a mi ex que yo me fuera a Londres con las niñas para que cursaran ahí el trimestre de septiembre a diciembre.
– A ellas les vendrá fenomenal, seguro, los niños aprenden muy rápido y así podrán perfeccionar el poco inglés que saben -le dije a
Rafa allá por el mes de julio de 1983-. Y a nosotros nos vendrá bien tener un tiempo para pensar si queremos volver o no. Además -añadí-, como está el verano por medio, te puedes llevar a las niñas a Palma todo el mes de agosto y luego yo las recojo en Madrid en septiembre y nos vamos las tres a Londres.