Rafa aceptó la idea y el 5 de septiembre, después de darle a mi madre la noticia de nuestra separación a prueba (y también el consiguiente disgusto) aterrizamos en Heathrow. A las niñas sólo les dije que íbamos a pasar unos meses con los abuelos para que aprendieran bien inglés. Sofía estaba encantada, porque llevaba tres años en el Instituto Británico de Madrid y, según ella, ya se sabía todas las canciones que había que saberse.
– Además, mistress White dice que tengo muy buen acento, ya lo verás. Mira, mami, cómo canto Oh McDonald had a… flan.
Y así, intentando enseñarle la canción a su hermana (que no sabía quién era McDonald e insistía en que a ella no le gustaba nada el flan), pasamos el control de pasaportes. Yo recordé entonces mis tiempos de colegio en Inglaterra y lo bien que lo había pasado en un internado cerca de Oxford con catorce años. Regresaba muchos años después, y con dos niñas, pero tenía la sensación de volver atrás en el tiempo. En cuanto el policía me entregó los pasaportes con un «Tbank, luv» me sentí casi como si volviera a tener dieciséis años. La verdad es que siempre me han gustado los ingleses. Son extravagantes, algo ombliguistas y miran a los extranjeros con una mezcla de fascinación y reparo, digna de un entomólogo ante un insecto, es cierto, pero yo los conozco bien. (O al menos eso creía al volver allí.) A mi madre, en cambio, la idea de vivir en Inglaterra le daba lo que los nativos llaman mixed feelings. Por un lado pensaba que Londres era un destino importante para mi padre, una gran ciudad y muy cosmopolita, pero por otro se le rebelaba ese corazón francés del que hace gala tan a menudo. Así contó ella la llegada de toda la familia.
LLEGADA A LONDRES E INSTRUCCIONES PARA CONOCER A LA REINA
Primavera de 1983.
Aquí estamos, en Londres, el segundo de los dos destinos diplomáticos más deseados por Luis. El primero fue Moscú (Luis hablaba ruso mucho antes de que nos enviaran allí, y aunque me jura por todos sus antepasados que no es verdad, yo estoy segura de que fue él quien pidió aquel destino que a mí, en principio, no me atraía nada). Ahora estamos a punto de llegar a su segunda embajada ideal de toda la carrera. Visto lo visto, no puedo menos que pensar que sus espíritus protectores hacen lobby con mucho más éxito que los míos allá en el otro mundo. Lo digo porque, como le expliqué el otro día a Carmen, cuando me contó lo de su separación, ningún matrimonio es perfecto y el de sus padres no es una excepción. En nuestro caso, por ejemplo, los comienzos fueron bastante difíciles, sobre todo por conflictos familiares: los Posadas y los Mané son un poco como los Montesco y los Capuleto, en otras palabras y dicho en lunfardo, se mastican pero no se tragan. Y todo debido a un desencuentro del abuelo de Luis con el mío allá por los tiempos del cancán, cuando uno estaba de embajador en París y «olvidó» invitar al otro a una kermesse con motivo de no sé cuál de las Grandes Ferias Internacionales. Increíble pero cierto: desde ese lejano día de mil ochocientos no sé cuántos, la rivalidad se ha traducido en que varios miembros de las familias ni se dirigen la palabra. Las diferencias se notaban también en cosas tan absurdas como que unos son (o eran) completamente afrancesados y casi pronunciaban la R como G (esos somos nosotros, los Mané), mientras ellos, los Posadas, eran anglófilos, tan furibundos que se dedicaban hasta hace muy poco a tomar el té de las cinco subidos a un ombú. Tonterías decimonónicas de sociedades pequeñas y esnobs, pero era así. Hoy todo eso está olvidado, por suerte, pero de vez en cuando me sale mi cote Capuleto y me indigno con los Montesco. Porque, vamos a ver, ¿por qué nunca le tocará a esta familia ir a un país francófono para que todos se admiren de mi buen acento? En cambio, y como digo, aquí estamos, en Londres, y yo llevo toda una semana aprendiéndome de memoria Pygmalion, de Bernard Shaw, porque, según Luis, es la lectura perfecta para practicar mi herrumbradísimo inglés. Así, según él, al mismo tiempo que Eliza (es decir, My Fair Lady para los que hayan visto la película) aprende a hablar como una señorita de clase media alta, yo aprendo inglés coloquial. Bueno, de acuerdo, muy bien, pero por muy excéntricos y raros que sean los ingleses, ¿en qué ocasión, me pregunto, voy a poder usar frases tan absurdas como «The rain in Spain stays mainly in the plain» y menos aún esta otra, no se la pierdan: «In Hereford, Hareford or Harecham, Hurricaines Hardly ever Happen»!
En fin. No quiero remover más el puñal en mi herida, pero no puedo por menos que hacer notar que llegamos a Londres en uno de esos días que parecen sacados de una película de Hitchcock, o que anuncian un nuevo crimen de Jack el Destripador: lluvia helada, niebla persistente, ambiente general gris. Según Luis, ya no existe la llamada pea soup fog o lo que es lo mismo, niebla espesa como sopa de guisantes (reconozco que me encanta esta expresión: los ingleses no tienen buena gastronomía pero adoran compararlo todo con la comida). Sin embargo, parece que no tiene razón. El verano está en puertas, es 3 de junio, y aquí estamos en nuestra casa nueva, Luis y yo, Dolores, también Carmen y sus dos hijas, aislados del mundo exterior por una niebla densa y congelados como sorbetes. Como había empezado a decir, Carmen acaba de separarse de su marido y ha decidido dejar Madrid y venirse a vivir de nuevo con nosotros, al menos durante el próximo curso escolar de las niñas. Por suerte Sofía y Jimena todavía son chicas para vivir una situación así, y espero que se adapten bien a un nuevo idioma y a una nueva vida. Cuando me dieron la noticia de la separación, me llevé un disgusto, claro, no obstante, han pasado unos días y ahora pienso que ella es tan joven -apenas ha cumplido treinta años- que no le costará mucho volver a empezar en una ciudad como ésta, tan llena de posibilidades de todo tipo. Pero bueno, no es el porvenir de Carmen lo que me preocupa en este preciso momento, la verdad, sino el lamentable estado en el que hemos encontrado la embajada. Una pena, realmente, porque es una de las casas más lindas en las que nos ha tocado vivir. Tiene tres pisos de más de doscientos metros cada uno, es de ladrillo rojo y estuco blanco al estilo William & Mary diría yo, y tiene un maravilloso jardín con un bungalow al fondo. El interior ya es otra cosa. Desconchones en las paredes, muebles con tapicerías inservibles, los pisos arañados… Creo que no voy a tener más remedio que poner en funcionamiento a ese escuadrón de reconstrucción, retapizado y pintura al que yo llamo Posadas Family Builders Inc. y que me ha hecho famosa allá en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Montevideo. Ellos saben que con cuatro pesos, mucha imaginación y poniendo a limpiar y pintar y encerar desde el primero hasta el último miembro de la familia (de ahí lo de Posadas Inc.), soy capaz de convertir una ruina en una embajada de ensueño. Sin embargo, yo empiezo a estar un poco cansada de hacer tantos milagritos por el bien de la patria, la verdad. En fin, lo más urgente ahora es instalarse más o menos y esperar la visita del Foreign Office.
Porque, según me ha explicado Luis, estamos en el país del protocolo, los rituales y las puestas en escena, y para todo se empeñan los ingleses en adiestrarlo a uno. Por ejemplo, con el fin de preparar a las mujeres de los embajadores para su primer encuentro con la Reina el día de la presentación de credenciales, el Foreign Office tiene por costumbre mandarles a una jefa de protocolo con un pliego de instrucciones. La mía resultó ser una tal lady Marsch que, para más datos, hablaba como un personaje sacado de la serie Arriba y abajo. Me ha llamado esta mañana para preguntarme cuándo me vendría bien que pasase por casa a tomar el té «para charlar como dos amigas», y yo le he dicho que el jueves. Hasta entonces (y tengo dos días) voy a ver cómo adecento un poco esta casa. Para hacerlo, cuento con la ayuda de lo que en España llaman «el cuerpo de casa», maravilloso eufemismo que en este caso se reduce a un matrimonio llamado mister y mistress Darling. Luis se quedó fascinado en cuanto los vio porque según él parecen escapados de una novela de Evelyn Waugh o de Somerset Maugham (aquí todo parece sacado de los libros), pero yo tengo mis reparos. A ver cómo los describo: él tiene unos cincuenta y cinco años, metro noventa, bigotes y pelo rojo fuego y el aire marcial de un militar de las colonias (lo que no es de extrañar, porque en su curriculum figura que fue teniente en Birmania). Ella es aún más increíble. Aunque se dice inglesa, para mí que tiene algún antepasado malayo o algo así porque es minúscula, morena, de ojos duros y negros, y jamás despega los labios. El curriculum dice que antes de venir a la embajada habían trabajado en casa de Tina ex Onassis, ex Niarchos. En la corta conversación que tuvimos el otro día, el nombre de esta señora salió a relucir lo menos seis o siete veces. No sé, o mucho me equivoco, o ambos están a punto de convertirse para mí en lo mismo que Rebeca fue para la joven e inexperta señora de Winter en la novela de Daphne du Maurier (o mejor aún en la peli de Hitchcock, porque desde que llegué a Londres a mí todo me parece de Hitchcock). Lo digo porque igual que a la señora de Winter su ama de llaves todo el tiempo la estaba comparando desfavorablemente con Rebeca, a mí los Darling me tienen frita con su anterior jefa. Que si la señora Onassis-Niarchos jamás hubiera puesto rosas amarillas en el salón porque son muy vulgares… Que si en su casa acostumbraba tomar siempre armañac después del café y no calvados como aquí, que si mister Niarchos esto, y mister Onassis lo otro… Y me miran, él desde su metro noventa y sus pestañas rojas, ella desde sus ojos malayos con las manos a la espalda como si en cualquier momento fuera a sacar un kukri o una daga oriental, qué escalofrío.