Cuando la entrevista terminó, veinte minutos más tarde, lady Marsch y yo no habíamos concluido el repaso de la sacrosanta hojita, pero en cambio, éramos ya íntimas amigas. Yo le di la receta del dulce de leche y ella me retribuyó con una buenísima de trumpets hechos no con harina de trigo, sino de maíz. Entrando en confidencias aún más profundas, ella me explicó que el mejor té se compraba en Fortum & Masón y yo le confié mis tribulaciones con los Darling. Total, que de lo que menos hablamos fue de la gimnasia real que ellos llaman protocolo.
– No se preocupe, mistress Pilladas, lo hará usted estupendamente, estoy segura -me dijo antes de marcharse.
Pero mucho me temo que todo lo que aquella agradable señora tenía de gourmet, le faltaba de pitonisa, porque mi presentación a la Reina quedará en los anales de mi vida como uno de los momentos más espantosos. Esto fue lo que pasó.
STRIPTEASE EN BUCKINGHAM PALACE
Primero, y tal como estaba previsto, me pasaron a la llamada The Bow Room acompañada, por cierto, de una réplica de lady Marsch. Ésta se llamaba lady Pirrit, era más gorda y más joven que mi amiga, pero tenía su mismo aire y, por supuesto, hablaba igual que ella, incluida esa particularidad tan inglesa de llamarle a una mistress Pisadas, Pescadas o Pilladas, como si ellas fueran la Castafiore y yo el capitán Haddock. Se notaba que, como a la Castafiore o a lady Marsch, a lady Pirrit también le gustaban los colores vivacious. Lucía muy elegante en su vestido de tafetán amarillo patito y chai amarillo canario. Yo, por mi parte, había elegido para la ocasión un vestido de gasa fucsia muy ligero y primaveral que creo que me sentaba bastante bien. Llevaba, por supuesto, los guantes reglamentarios, también un sombrero blanco y, por todo adorno, una larga y fina cadena de oro que me llegaba hasta el talle y de la que cuelga una medalla que fue de mi madre. Después de repasar con lady Pirrit por última vez mi coreografía de pasos, que cada vez me recordaba más a la yenka (derecha, derecha, izquierda, izquierda, adelante, atrás, reverencia), quedamos las dos en silencio esperando el momento de ser anunciada. Y llegó por fin. Me escoltaron escaleras arriba, se abrió la puerta y pude ver allá a lo lejos, cerca de la ventana, a la Reina, flanqueada por Luis y el resto del personal de la Embajada. Por un momento me salió la vena republicana que desde luego tengo, como todos los que hemos nacido en las Américas, y cavilé que toda aquella tonta coreografía estaba ideada maquiavélicamente para que uno se sienta en inferioridad de condiciones teniendo que contar pasos, agacharse, etcétera. Los reyes, me dije, han tenido muchos siglos para perfeccionar sus maldades, incluso las nimias como éstas, pero bueno, allá voy; alguien como yo, criada en los sólidos principios de la revolución francesa, no se va a achicar por tan poco. Avanzo con el pie izquierdo, hago mi primera reverencia, doy un par de pasos, hago mi segunda reverencia (muy bien, Bimba, hasta aquí vas fenómeno, ya lo tienes, perfecto), llego a donde están los demás, y extiendo por fin la mano hacia la Reina. «How do you do?», dice ella. «Your Majesty», digo yo fiel al guión de lady Marsch, e intercambiamos dos palabras. Literalmente dos segundos, porque apenas me ha dado tiempo a comprobar que ciertamente a la Reina le gustan los tonos gay y tiene exactamente el mismo timbre de voz que mis damas siamesas cuando ya se acaba la audiencia. Bueno, lo pintoresco, si breve, dos veces pintoresco, me digo, y mejor así antes de que me equivoque en los pasos de la yenka. A ver, ¿por dónde iba? Ahora sólo me quedaba caminar dos pasos hacia atrás y luego, por fin, qué liberación, ya podré girar y darle la espalda a la Reina cuando, de pronto… ¿Qué es esa risita mal disimulada que veo en labios del ministro consejero? ¿Y qué serán esas señas mudas y desesperadas que me hace la secretaria social? Y, oh, Dios mío, ¿a qué puede deberse la cara de espanto de Luis, que parece estar al borde de la apoplejía? No sé, añado para mí, intentando no darle importancia, vete a saber, pero yo a lo mío, que aún me faltan dos reverencias y dos pasos hacia atrás.
Entonces me doy cuenta. Mi-vestido-de-gasa-fucsia. Sí, por muchos años que pase, seguirá apareciendo en mis peores pesadillas aquel vestido de gasa fucsia. Lo que ocurrió fue que la cadena de la que pendía la medalla de mi madre es tan fina que yo no noté que, en una de las reverencias, se enganchó con el ruedo de la falda. Si ésta hubiera sido de cualquier otra tela no habría pasado nada, pero la gasa de chiffon es tan tenue, tan liviana, que ni siquiera me di cuenta cuando se elevó dejando al descubierto mi ropa interior. «La embajadora de Uruguay muestra la bombacha en Buckingham Palace», «Embassador's Wife shows Knickers to the Queen», «Scandale diplomatique á la Court de St. James». Como tengo una imaginación very vivacious, todos estos titulares de periódicos sensacionalistas se me pasaron en un segundo por la cabeza. Pero, gracias a Dios, a todos los santos y en particular a santa Teresita, que diga lo que diga Luis siempre está al quite allá arriba, por lo que pueda pasarme, la catástrofe sólo fue una media catástrofe. Porque lo cierto es que de algo sirvieron los anticuados consejos de lady Marsch sobre la vestimenta. Y es que, además del sombrero protocolario, de los guantes tipo cordón sanitario para no contagiar a la Reina y de evitar vestir de negro por si su majestad pensaba que estaba de luto, ese día yo tuve una precaución adicionaclass="underline" la de ponerme una enagua corta que, si bien tenía como función, en principio, evitar inapropiadas transparencias en una ocasión tan formal como aquella, lo cierto es que evitó que me quedara en bombacha delante de todo el mundo y en Buckingham Palace. Así, aunque la situación fue grotesca, al menos lo que enseñé al respetable fueron unas enaguas rosa y nada peor. ¿Que qué pasó en el momento en que me di cuenta de la situación? Lo normal en estos casos: palidecí, me puse colorada (o mejor dicho fucsia), balbuceé algo incomprensible y miré hacia donde estaban los demás. Ahora todos hacían grandes esfuerzos por aguantar la risa, el ministro consejero, el agregado comercial, las tres secretarias y hasta Luis. Todos salvo la Reina. ¿Que qué hizo ella? Ladeó levemente la cabeza y me miró a los ojos al tiempo que me dedicaba una sonrisa completamente distinta a las protocolarias que me había prodigado. Una que, si bien no me volvió monárquica de golpe, sí me hizo verla a partir de entonces con auténtica simpatía.
– Pequeños accidentes laborales que ocurren -me dijo con una suave sonrisa-. A mí también me ha pasado alguna vez. So, don't worry, mistress Pilladas.
Al día siguiente de su semistriptease en Buckingham Palace, nuestra madre anotó en su cuaderno la receta de los scons que le había dado lady Marsch el día que vino a casa para instruirla sobre cómo debía comportarse ante la Reina.
Llamó a la receta Scons a la Marsch y a todos nos gustó mucho el resultado. Sin embargo, como nosotros estamos siempre experimentando con las recetas, una de las veces ensayamos poniéndole unos granos de anís. Los scons quedaron muy bien, pero esta variación modificaba la fórmula convencional y por tanto requería otro nombre. Dolores dijo que por qué no llamarlos Petticoat scons, en recuerdo de nuestra madre enseñando su ropa interior en Buckingham Palace, pero a veces el sentido del humor de mamá no llega tan lejos. Por eso tuvimos que pensar en un segundo nombre, y se nos ocurrió uno inspirado en esa manía tan inglesa (de la que hasta la Reina participa) de reinventarles a los extranjeros sus nombres o apellidos. La hemos llamado: