Como contaba antes, mi madre conseguía que de nuestro hornillo de gas salieran manjares muy apetitosos. Este plato es uno de aquellos milagros:
RISSOTO DE CHAMPIÑONES
Ingredientes
1/2 kg de arroz
2 cebollas pequeñas
1 bote de nata líquida
300 g de champiñones
150 g de queso parmesano
50 g de mantequilla
1 l de caldo de pastilla
sal y pimienta
PREPARACIÓN
Calentar el caldo. Reservar. Picar fina la cebolla y dorarla en la mantequilla. Cuando la cebolla esté dorada, agregar los champiñones. Al cabo de un par de minutos, el arroz. Rehogar durante otro par de minutos y añadir el caldo. Salar. Cocer a fuego lento durante 20 minutos. Cuando falten un par de minutos de cocción, incorporar la nata y, al final, el parmesano rallado y la pimienta. Rectificar la sal. Es muy importante que el arroz quede cremoso y el grano al dente. Servir inmediatamente.
SANTIAGO BERNABEU N.° 5
Un soleado día de primavera salió, para alivio de los empleados del Ritz, la familia Posadas al completo rumbo a su nueva casa. Uruguay en aquel entonces no tenía una residencia oficial en propiedad en Madrid, por lo que mis padres tuvieron que buscar una en alquiler. Mi padre, naturalmente, quería una casa con jardín que le recordara la quinta. Mi madre quería una casa funcional que le recordara lo menos posible a la inefable quinta. Y ganó mi madre. Encontró una casa que no tenía ni jardín botánico, ni fuentes, ni fantasmas, pero tampoco goteras que reparar. Se trataba de un piso en la calle Santiago Bernabeu número cinco y me gustaría, antes de contar mi primera impresión del Madrid de entonces, detenerme un minuto en recordar a nuestros vecinos, porque algunos eran personas notables de aquella época y otros han llegado a serlo con el tiempo. En el segundo piso, por ejemplo, vivía don Camilo Alonso Vega, ministro de la Gobernación. Por supuesto, para nosotros, niños, aquel señor no significaba lo que era en realidad: el responsable de la policía y de mantener el férreo orden dictatorial que imperaba entonces. Nos imaginábamos que era muy importante porque había siempre a la puerta dos policías de guardia y todo el mundo hacía grandes aspavientos cuando mencionábamos que era nuestro vecino. Tampoco nos llamaba demasiado la atención -juventud, divino e inocente tesoro- que, todos los jueves, llegara a nuestra puerta un silencioso Mercedes negro del que emergía una señora mayor ataviada también de oscuro, sólo con dos detalles claros: una sonrisa de blancos y enormes dientes y tres o cuatro filas de perlas de buen tamaño. Era doña Carmen Polo de Franco, que venía a visitar a la señora de don Camulo (era así como llamaban a don Camilo algunas personas a sus espaldas, acompañando el apodo de nerviosas risas). Nosotros, como digo, nada sabíamos de sus actividades entonces, aunque un dato bastante revelador de la ocupación de aquel anciano era un comentario que solía hacer cuando se encontraba con mi hermano Gervasio en el ascensor.
– Buenos días, señora -decía y, después de quitarse el sombrero caballerosamente para saludar a nuestra madre, se volvía hacia Gervasio, que tenía apenas tres años, para decirle-: Gervasito, Gervasito, a ver si te portas bien, que si no te llevo a Carabanchel.
Subiendo un piso más arriba, entre Alonso Vega y nosotros, vivía alguien que, de alguna manera, simboliza la unión entre la España franquista y la de ahora. Se trataba de Juan Antonio Vallejo Nájera, a quien me gustaría dedicar un recuerdo agradecido. Al cabo de los años, y a pesar de que durante nuestra bastante salvaje infancia debemos de haberle torturado con todo tipo de ruidos, zapateados y partidos de fútbol por los pasillos, publicaría uno de mis primeros libros. En los años ochenta llegó a dirigir la editorial Temas de Hoy, y me contrató Yuppies, Jet Set, La Movida y otras especies. Manual del perfecto arribista. Dos pisos más arriba vivían los Ballvé, más tarde dueños de Campofrío. Si los menciono es porque siguen siendo buenos amigos nuestros y porque siempre que nos vemos recordamos una anécdota culinaria que vivimos juntos. Mi hermana Mercedes, que, como ya les he contado, no era precisamente una gourmet en aquella época -al contrario, no comía nunca-, había encontrado un método buenísimo para hacer «desaparecer» la comida de su plato. Instaló un sistema de comunicación con los dos hijos mayores de los Ballvé, que consistía en una cesta con una larga cuerda, a modo de montacargas, que en principio servía para mandarnos dibujos o algún juguete. Pero Mercedes, por aquella vía, también hacía llegar a Pedro y a Fernando un filete empanado, unas albóndigas o los abominados emparedados de pescado… Amablemente, los Ballvé tiraban aquello a la basura y Mercedes podía continuar sin problemas su particular guerra alimentaria.
Finalmente, en el último piso, vivían los Caprile. Las niñas coincidieron con Mercedes y conmigo en el colegio Santa María del Camino, y el hermano pequeño, Lorenzo, se convertiría con el tiempo en uno de los modistos de más renombre de nuestro país. Hace poco nos hicieron una entrevista a los dos y nos reíamos recordando anécdotas de nuestro pasado compartido al más puro estilo Aquí no hay quien viva.
Como decía al principio, nuestra casa estaba situada a media manzana del estadio del Real Madrid, en una calle que lleva incluso el nombre de su presidente más famoso, Santiago Bernabeu. Como ejemplo de la aún precaria modernidad del Madrid de aquellos años, diré que una de las cosas que más me llamaron la atención fueron algunos contrastes curiosos. Por ejemplo, la avenida del Generalísimo ya era el orgullo de la ciudad, una vía amplia, moderna, «europea», como entonces se decía, pero aun así, por delante de donde nosotros vivíamos cruzaba a diario un rebaño de ovejas porque por ahí pasaba (y según tengo entendido aún pasa) una cañada real. También me sorprendía que, por Navidad, los madrileños llevaran a los guardias de tráfico todo tipo de regalos, en especial comestibles. No era raro ver en Cibeles o en la plaza de Colón a don Servando o a don Valeriano (porque, naturalmente, se les conocía por sus nombres) acumular a sus pies botellas de anís del mono, turrones e incluso algún chorizo de buen tamaño. Había otras cosas que me asombraban. En la colonia del Viso, barrio de burgueses acomodados donde podía verse Dodges de último modelo e incluso algún que otro coche importado, chocaban las farolas callejeras. Eran de gas y cada noche, justo antes de que los serenos salieran a hacer la ronda, pasaban los faroleros a encenderlas con una larga vara. Tal vez por estos contrastes y por el ambiente en muchos casos de posguerra que se percibía en otros detalles que comentaré a continuación, a mí, que venía de un Uruguay todavía próspero y opulento, Madrid me pareció una ciudad en blanco y negro. La gente vestía de oscuro, muchos de luto, y lo más desconcertante era que no pocos llevaban hábito. Aún recuerdo preguntarle a mi padre el porqué de esa extraña costumbre. Por aquel entonces, para hacer las inevitables reformas antes de entrar en la casa, mi madre había contratado los servicios de un carpintero llamado Ángel. Ángel era muy callado, circunspecto, y trabajaba con una colilla apagada en la comisura de los labios. Pero lo que me parecía más insólito era su forma de vestir. Bajo el mono gris llevaba una camisa morada y un cordón dorado colgado al cuello a modo de corbata. Mi padre me explicó que aquí, en España, había personas muy religiosas y que algunas hacían a sus santos y vírgenes favoritos la promesa de vestir siempre de hábito. Yo me imaginaba a Ángel después del trabajo con capucha y vistiendo talar morado, yendo a comprar el pan, pero por más que lo espié nunca logré verlo de tal guisa. Aun así, para una niña criada en un país tan laico, por no decir ateo, como el Uruguay donde la Semana Santa se llama «la Semana de Turismo» y la Navidad la «Fiesta de la Familia», aquello era de lo más pintoresco. Más pintorescas todavía me parecían las cosas que algunas amigas contaban sobre sus colegios de monjas. Nosotros íbamos entonces al Colegio Británico, uno de los tres colegios no religiosos que había en Madrid, pero mi vecina y amiga Mercedes contaba del suyo cosas muy peculiares.