Выбрать главу

El caso es que empezamos por el comedor e íbamos ya casi por la mitad de El mastín de los Baskerville cuando se produjo la primer baja laboral. Carmen dijo de pronto que durante dos días no iba a poder pintar, porque había tenido una catástrofe de vestuario.

– ¿Y qué demonios es una catástrofe de vestuario? -preguntó Emilio-piraña mirando desde lo alto de la escalera hacia donde estaba Carmen.

Ésta llevaba en una mano un vestido lleno de lazos y en la cara una expresión de muy pocos amigos. Ni se dignó a contestarle, pero según me explicó luego a solas, el problema está en que la han invitado a una boda y necesita un vestido nuevo. Como es de ideas fijas y con esto del divorcio se ha vuelto muy ahorrativa, se le ocurrió llamar a su modista de toda la vida en Madrid, hacerle un dibujito así no más, en un papel cualquiera y mandárselo por correo con las medidas. Y claro, como en la vida no hay misterios, que diría mi abuela, el resultado es ahora ese cúmulo de lazos y volantes horribles que tiene en la mano. Pero lo peor es que, no contenta con el fiasco y como es así de cabezota, en vez de olvidarse del asunto y comprar otro vestido en cualquier boutique, se ha empeñado en arreglarlo ella misma porque, según dice, la tela es buenísima, le ha costado un platal y no piensa desaprovecharla. Se trata de tafetán azul recubierto de gasa negra, muy lindo, pero con tanto lazo y tanto crespón parece la cortina de un coche fúnebre, la verdad.

Según ella tenía una idea buenísima de cómo se podía reciclar el vestido, y lo que pensaba hacer era darse de baja como pintora, pero unirse al grupo de trabajadores con su caja de costura, de modo que, mientras unos pintaban, ella le iba a dar al hilo y a la aguja. Además, así no se perdía el final de El mastín de los Baskerville.

Ya estábamos por el tramo final del cuento, con Sherlock y Watson vagando por las marismas neblinosas en pos del mastín de marras, cuando ocurrió un incidente misterioso digno del propio Sherlock Holmes. Lo cierto es que, como ya he dicho, yo andaba un poco mosca desde hacía días con la actitud de los Darling. Los notaba fríos, reservados, glaciales, pero no le había dado mucha importancia al asunto. Pensaba que estaban molestos porque las pirañas -que cocinan como los ángeles, dicho sea de paso- se metían con demasiada frecuencia en su territorio a preparar este o aquel plato. De hecho, ya había recibido uno o dos comentarios tanto de mister como de mistress Darling al respecto. Siempre en su línea, las quejas comenzaban con una alusión a su antigua empleadora, Tina ex Onassis, ex Niarchos: «Madame jamás hubiera permitido que unos invitados prepararan fondue de chocolate en la biblioteca…», o «En casa de madame nunca habría ocurrido que alguien usara mi escurridor de verduras…», pero yo no les había hecho mucho caso y por eso -me imaginaba- se habían sumido en un silencio glacial. Un día, en que le pedí a mister Darling un vaso de agua con hielo, observé de refilón un extraño objeto que asomaba del bolsillo de su chaqueta. Como he perdido mucha vista últimamente (serán las brumas de Londres) no llegué a distinguir bien lo que podía ser aquello. Se parecía mucho a uno de los crespones del vestido de Carmen, sólo que con puntillas de otro color, algo así como un liguero rojo cardenal o, mejor dicho, morado obispo. Como siempre he tenido miedo a las rarezas de la gente que vive en casa, decidí prestar a Darling un poco más de atención de ahí en adelante. Quizá se tratara de un exceso de precaución por mi parte.

Posiblemente el mucamo, al ver que Carmen estaba desechando los lazos que le sobraban a su vestido, decidió recoger un par de ellos para que los aprovechara mistress Darling. Era un matrimonio austero en exceso, siempre se quejaba mucho de que malgastábamos el azúcar y cosas así («Mistress Onassis jamás habría puesto tres terrones en el té…»). Olvidé pues el asunto del crespón, pero al día siguiente, al servirme Darling una taza de té, vi que lucía en el dedo meñique algo que parecía (maldita presbicia una vez más) un anillo con una piedra roja. Ese mismo día Carmen nos mostró su obra maestra terminada. De niña siempre sacaba unas notas pésimas en clase de labores, según ella porque, como es zurda, sus profesoras la acababan dejando por imposible, pero debo reconocer que esta vez se había esmerado. Había recortado el vestido eliminando no sólo los lazos y los volantes sino también las mangas. Así, se convirtió en un traje palabra de honor que se envolvía alrededor del cuerpo igual que uno se envuelve una toalla al salir de la ducha. Para evitar que tan precaria sujeción la dejara en paños menores delante de la Reina (y, no lo olvidemos, sería la segunda vez que la familia se dedicaba al striptease), había encontrado un buen recurso. Consistía en aprovechar uno de los volantes más anchos a modo de banda a la altura del pecho y luego anudarlo delante con una gran lazada. De esta forma le quedó un vestido estilo imperio bastante impressive que dicen por acá. Estábamos todos admirando su obra cuando de pronto ¿qué veo a través de las ventanas que dan al jardín? Al mismísimo mister Darling asomado tras un seto con una máquina de fotos profesional inmortalizando la escena. Vaya por Dios, primero guarda lazos y crespones en sus bolsillos, después usa sortijas en el meñique y ahora se dedica a fotografiar a Carmen.

Miré a los demás por si habían visto lo mismo que yo. Nadie parecía haberse dado cuenta, y en ese mismo momento decidí que no iba a tener más remedio que subir al tercer piso, al de Jack el Destripador o donde tienen su habitación los Darling, y hacer una discreta investigación. Era necesario averiguar a qué venía su repentino interés por la moda.

La verdad es que tenía que haberle pedido a una de las chicas que me acompañara. Pero como no lo hice, siempre quedaré en los anales de la familia como una exagerada. Hasta el día de hoy, todo el mundo piensa que le estoy añadiendo detalles ambientales a esta historia. No es verdad, las cosas ocurrieron tal como las voy a contar.

La tarde siguiente, aprovechando que era domingo y por tanto el día libre de los Darling, subí las escaleras descalza y deseando con todas mis fuerzas que no me delatara el crujir de algún escalón. Era más o menos al caer la tarde y la luz se filtraba por una de las ventanas. Avancé unos pasos más y lo primero que me sorprendió fue escuchar una música amortiguada pero aun así perfectamente reconocible: se trataba de la ópera Carmen. En cuanto identifiqué la música, empecé a hacerme mi particular película de terror: Darling estaba secretamente enamorado de mi hija Carmen, por eso le robaba los lazos de su vestido. Se trataba de un amor tortuoso, enfermizo, de ahí que se arriesgara a descalabrarse para fotografiarla con su vestido nuevo. ¿Y la sortija con una piedra roja que yo había visto en su meñique? ¿Qué significaba ese detalle? Tal vez se lo hubiera robado a mi hija, a ella le encantan las bisuterías a cuál más aparatosa y el rojo es su color favorito. Avancé unos metros más. Sonaba muy bella esa habanera que todo el mundo conoce: L'amour est enfant de Bohéme, il n'a jamáis, jamáis connu de loi… y mientras tanto yo ensayaba mentalmente mi discurso, «Darling -pensaba decirle-, lo siento mucho, Darling. Comprenderá que no se trata de cuestionar su profesionalidad, esa que usted adquirió con mistress Onassis, pero…»