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Visto lo visto, ahora comprendo por qué se habla aquí tanto del tiempo: es de lo poco que se puede hablar sin sonar too personal, otro pecado imperdonable eso de ser demasiado personal. Sin embargo, yo acabo de descubrir un tema de conversación perfecto. Teniendo en cuenta que no soy experta en jardines ni en caballos, gatos y perros, que son los temas que quedan libres si exceptuamos el de la climatología, ya lo tengo decidido: de ahora en adelante me dedicaré a hablar de fantasmas. Sí, a los ingleses les encanta hablar de espíritus y apariciones. El tema lo descubrí un día que me tocó en una cena sentarme a la izquierda de un viejo coronel de caballería. Después de estirar al máximo mis conocimientos equinos (Sí, me encanta Ascot. Sí, en Uruguay hay más caballos españoles que árabes. No, nunca he ido al Derby), afortunadamente entró en nuestra conversación Freddy. Por lo visto, el tal Freddy fue un soldado del rey que allá por 1560 se cayó de un caballo español y se rompió la crisma. Desde entonces vaga cual alma en pena por las caballerizas de los Royal No Sé Cuántos, esto es, el cuartel de mi amigo el coronel. Cuando el salmón suprime sobre cuna de spinach feuilleté del segundo plato nos separó haciendo que dejara al coronel con Freddy en la boca para hablar con mi vecino de la izquierda, aproveché para preguntarle a éste a bocajarro: «¿Cree usted en fantasmas?». Y éxito total, mister Dumpling, que así se llamaba el agente de bolsa que me tocó a la izquierda, tenía como espíritu a madame Fernand, que vagaba por su casa de campo, en Yorkshire. Al parecer, la buena señora era una emigrée de la Revolución Francesa que murió emparedada en el sótano de la casa que ahora es de mister Dumpling.

Desde ese día he aprendido que todos los ingleses, no importa su sexo, clase social o religión, creen en fantasmas. Además, esto de los espíritus es una cuestión de prestigio: quien no fue a un colegio con fantasma, o no tiene una casa con espíritus, o ni siquiera cuenta con una «presencia» en su salita de estar, es un don nadie, un paria, en este país de tantas castas. Una vez hecho mi descubrimiento, todo ha sido coser y cantar. Cuando quiero congraciarme con mi profesora de inglés, por ejemplo, cuando quiero que el carnicero me venda los filetes más baratos o que mi peluquera no me haga un desaguisado en el flequillo, yo invoco a los espíritus.

OTRA DE FANTASMAS

Todo esto que cuento me iba ser de lo más útil en nuestra visita a B., adonde fuimos Luis y yo en compañía de Dolores. B. es el castillo de los duques de E, allá en la frontera con Escocia, cerca de la Muralla de Adriano. Según las guías turísticas, B. es el tercer castillo habitado más grande del Reino Unido y la cuna de la familia E, que llegó a las Islas Británicas nada menos que en 1066, es decir, de la mano del mismísimo Guillermo el Conquistador. Su fortuna actual se estima en unos seiscientos millones de libras. Sin embargo, según rezan también las guías turísticas, hace poco el duque se dio cuenta de que el castillo era demasiado costoso de mantener y, a pesar de que, desde hace años, se visita como centro turístico, consideró que su situación financiera lo obligaba a cerrarlo. Entonces los habitantes del lugar fueron a hablar con él y le dijeron que no podían permitir de ninguna manera que su castillo ancestral fuera cerrado y que todo el pueblo se comprometía a colaborar con los trabajos que hiciera falta de forma gratuita. De este modo, resulta, según leo aquí, que ahora la que hace las camas ducales es la farmacéutica; el té lo sirve la dependienta de la tienda de ultramarinos; las caballerizas las atiende el dentista, mientras que el pedicuro se ocupa del jardín.

La amistad de Dolores con el hijo mayor de los E data de hace unos años, cuando aún vivíamos en Moscú y, a pesar de que Charles es un poco, digamos, particular, han continuado en contacto desde entonces.

La llegada a B. fue de lo más espectacular. Como era otoño, todo el paisaje estaba teñido de rojos, amarillos, granates, y el aire era glacial. El castillo no puede ser más impresionante. Murallas de piedra sobre las que revolotean los buitres, foso con puente levadizo, torre central. Pero lo que más me sorprendió fue ver que, en cada una de las almenas, había un soldado con armadura de aspecto bastante amenazador. Ahora es fácil deducir que se trata de maniquíes, pero me imagino la impresión que haría en otros tiempos menos pacíficos a quien se acercara a sus murallas. También éstas son oscuras e inexpugnables, con ese aspecto que sólo se logra después del paso de los siglos y tras soportar varios asedios. Total y en resumen que, con tal panorama se imagina uno que en cualquier momento va a aparecer el espectro de Macbeth o, peor aún, de su señora con las manos teñidas de sangre y recitando aquello de: «Fuera maldita mancha, fuera te digo…». Por descontado, yo tenía ya preparada mi amable pregunta de siempre para conversar con los ingleses: «Dígame: ¿cree usted en los fantasmas?», pero realmente la pregunta parecía un tanto redundante en semejante lugar.

Los F. nos recibieron de la forma más afectuosa. Y después de desfilar por interminables pasillos decorados a un lado y otro con Van Dycks, Tintorettos y no sé yo si algún Rafael, llegamos por fin a nuestro destino, es decir, los dormitorios. A Luis y mí nos tocó uno muy lindo y acogedor, con cama con dosel, jofaina, palangana y un orinal bajo la cama. Es una suerte poder añadir que también tenía cuarto de baño, por lo que los antes mencionados artilugios de aseo eran -gracias a Dios- ornamentales. No dormí muy bien esa noche, pero yo creo que era más porque la cama era dura que por el temor a que se me apareciera lady Macbeth o alguno de sus sanguinarios amigos. Aun así, hay que decir que todo crujía: los suelos de roble centenario, el dosel de palo de rosa, los muebles de caoba y la boiserie de nogal. Vamos, que con tal sinfonía de maderas ya empezaba yo a entender por qué en este país todo el mundo cree en espíritus.