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Al día siguiente nos fuimos de picnic. Sí, tal como suena, a pesar de que estábamos a finales de octubre, que hacía un frío peludo y que de vez en cuando llovía. Pero ya se sabe, otra de las razones por las que estoy de acuerdo con Asterix en eso de que «están locos, estos ingleses» es a causa del tiempo. Y ahora no me refiero a que hablen tanto de él, sino a su manía de estar siempre a la intemperie. Ellos lo llaman estar outdoors, que suena más chic, pero viene a ser lo mismo: consiste en estar fuera de casa cuando lo que el tiempo aconseja es no sólo en estar dentro, sino además bien pertrechado de una mantita de cuadros y una "bolsa de agua caliente. En fin, el caso es que yo me calcé mi mejor sonrisa diplomática (también unos calcetines de lana gruesos y botas de goma) y allá que nos fuimos de picnic. El grupo estaba formado por las siguientes personas: Beatrice y Ralph, los duques; su hijo Hugo, de unos veintipocos años, que no se separaba ni un milímetro de Beth, su mujer, una inglesita con cara de lista y también de pocos amigos. Después estaba Lawrence, el hijo menor, con otra novia de características similares a Beth. Y, por supuesto, Charles. En Charles vale la pena que me detenga unos minutos. Nunca me ha gustado buscarles peros a los amigos de mis hijas, no obstante, este chico es, desde luego, todo un personaje. Pelirrojo hasta parecer una nécora, alto y bastante gordo. Al principio despista, porque se diría que se trata de uno más de esos ingleses excéntricos siempre vestidos de gentleman farmer con chaqueta de tweed, pantalones de pana viejísimos, camisa raída y foulard de seda anudado al cuello en forma de plastrón. Pero no, Charles es mucho más que eso. Para empezar, sufre de melancolía (pronúnciese así, a la inglesa, poniendo el acento en la o: melancowliá). No sé exactamente en qué consiste, y sus padres tampoco, los pobres han peregrinado por centenares de médicos y especialistas sin demasiado éxito; por lo visto, todo comenzó después de un partido de squash particularmente violento hace años. Charles era en aquel entonces un gran deportista, pero, en contra de la sabia opinión de su entrenador, tras el partido, se bebió de golpe un vaso de agua helada y pasó lo que pasó. A mí aquella historia me resultaba conocida, era lo mismo que le había ocurrido a Felipe el Hermoso, marido de Juana la Loca, sólo que Felipe murió de repente y a Charles le produjo melancowlia. Por supuesto, a pesar de que la anécdota tenía como protagonista a personajes reales, me abstuve de hacer en voz alta el paralelismo, por si las flies, que estos ingles son muy suyos. En fin, y volviendo a Charles, el caso es que desde entonces está sumido en una apatía total. Le cuesta levantarse, le cuesta hablar. Le cuesta incluso, según él, probar bocado a pesar de que, en el poco tiempo que llevo viéndolo (y teniendo en cuenta que es antes del almuerzo) se ha zampado ya cinco Kit Kats sin convidar a nadie. Pienso que si no estuviera sumido en esa gran melancolía podía ser incluso un muchacho casi agraciado, al menos tiene unos ojos bonitos. Pero la desidia le hace parecer aún más gordo, más lento, más fofo: se podría decir que es algo así como un gran oso pardo con chaqueta de tweed y foulard de seda. Ah, se me olvidaba, además tiene la cara llena de granos que él disimula con un maquillaje que, sospecho, roba a la duquesa. Como todos los inexpertos en estas lides, piensa que tapar los granos consiste en ponerse una lechada de crema cuanto más gruesa mejor, lo que en su caso se traduce en una especie de gotelé rosado. Esa mañana, como algo excepcional, vino con nosotros e intentó unos primeros pasos por la carretera, aunque en seguida se declaró exhausted y pidió al jardinero (o al callista, según se mire) que lo llevara en su coche hasta el lugar del picnic.

Llegamos por fin resoplando a una explanada muy grande donde había unas ruinas normandas. Entonces, la farmacéutica-doncella y el jardinero-callista empezaron a desplegar todo el contenido de dos enormes cestas de picnic que habían preparado para la ocasión. A mí, desde niña, me fascinan estas maravillosas canastas y siempre he querido tener una. Hace poco estuve en Harrod's viéndolas, pero son archicarísimas. Pueden llegar a costar más de mil libras. Y es que, como a los ingleses les gusta tanto el outdoors, hay muchas ocasiones para lucirlas, lo que ha hecho que se conviertan en un símbolo de estatus. Por supuesto, estas dos eran espléndidas, con vasos de metal y cubiertos de plata con escudo grabado. También había platos con dibujos de animales salvajes. Si no hubiese hecho aquel frío bestial y no hubiera soplado aquel viento que debía de venir directo del polo, casi, casi podría haberme hecho la ilusión de que me encontraba dentro de la película Mogambo departiendo con Clark Gable.

Ahora nos darán algo calentito, me dije mirando dos termos de aspecto prometedor, pero no, lo que salió de aquellos termos magníficos fue, en palabras de la duquesa, «a very lovely and cool gazpacho». Increíble, gazpacho en los montes escoceses y con este biruji. Pero es que uno de los problemas más enojosos, a mi modo de ver, es que aquí, en Inglaterra, de un tiempo a esta parte, les ha dado por la gastronomía foránea. Primero, naturalmente descubrieron la cocina de los países de la Commonwealth, con sus curries y samozas. Después, la francesa, con sus fricasés y sautées, y ahora les ha dado por la cocina mediterránea. Y están pesadísimos con su descubrimiento y en cuanto uno se descuida, le atizan una paella (pronúnciese paéla) un gazpacho (pronúnciese gaspachu) o una talamosalata, qué desastre.

– ¿Un poco de pepino para su gaspachu?-preguntó amablemente Beatrice, y luego, cogiéndome de un brazo, me llevó bajo un milenario roble porque, según explicó, tenía que hablarme de algo muy importante y privado.

Mientras caminábamos hacia allá bras dessus, bras dessous, que dicen los franceses, no pude dejar de reparar en algo extraño. No sólo era frío y desolado el paisaje, sino también el ambiente que se respiraba en nuestro grupo. El duque, después de dirigir a Luis dos o tres frases amables, se había apostado en un talud cercano para hacer un poco de birdwatching. Éste es otro amenísimo pasatiempo inglés que consiste en pasar varias horas inmóvil, con unos prismáticos a mano con la esperanza de ver si aparece algún pájaro raro en el horizonte. Charles, por su parte, después de dar cuenta de una cesta entera del picnic (tenía una sólo para él), se había tumbado bajo un árbol cercano y parecía un enorme muñeco de ventrílocuo abandonado en un rincón. Los otros miembros de la familia, los dos hermanos de Charles y sus clónicas novias, por su parte, se habían sentado en un círculo cerrado, dando la espalda al mundo como los pioneros americanos intentando defenderse de los sioux. «Podrían invitar a Dolores a su aquelarre», pensé, pero de momento no le di más importancia al dato.

– Bimbo -me dijo Beatrice cuando por fin llegamos al roble milenario y nos sentamos en una de sus raíces (nótese como para mi anfitriona soy Bimbo y no mistress Piscadas, y es que ya estamos en pleno first ñame bases, o sea, el estado previo a la amistad eterna) -, Bimbo, querida, tengo algo importante que hablar contigo, ¿estás cómoda?

La verdad es que no lo estaba mucho. El viento polar arreciaba como nunca y las raíces de árbol no son precisamente blandas, pero no lo dije, claro. Entonces ella me abrió su corazón y pasó a decirme que estaba extremadamente preocupada por el futuro de su hijo Charles. Me confesó que, en las familias inglesas nobles, y tal como ocurre también en otros países, el mayor hereda todos los bienes, pero con la particularidad de que aquí la diferencia patrimonial es tan inmensa que los segundones se ven relegados a vivir en unas pequeñas casitas dentro de la inmensa propiedad familiar con una asignación anual que les pasa su hermano.