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– Ni hablar -dice-, ese dinero también debe ser saved for a rainy day.

Dolores, por su parte, presenta otras dificultades. Ella dice que no piensa cambiar de estilo por que la inviten a Buckingham y que si no puede ir como le da la gana, prefiere quedarse en casa viendo Top of the Flops, que es un programa de música cacofónica, creo. E ir como le da la gana implica ya sabemos qué: un look entre Morticia de la familia Adams y Alice Cooper. Lo cierto es que si se vistiera así para cualquier otro compromiso sería extravagante, pero en el caso de una recepción real es completamente inoportuno: en cuanto la vea la Reina, seguro que le da el pésame, y ya tenemos conflicto diplomático. Por fin, después de mucho parlamentar, nuestro Yalta particular dio sus frutos. Yo iré con el vestido rojo de hace mil años. Carmen acepta ponerse uno de los míos de un azul igualmente prehistórico, y Dolores ha encontrado una solución intermedia. Llevará el vestido que se hizo para la boda de Mercedes hace unos años, un gris perla lindísimo que cada vez que se lo pone (casi nunca) rompe veinte o treinta corazones. Menos mal que en esta familia somos todos bastante agraciados, porque si no, no sé qué sería de nosotros.

Y allá que nos fuimos Luis y yo con nuestras dos hijas. Hay que decir, para dar algún detalle de ambiente, que la entrada a Buckingham es de lo más espectacular. La decoración es rica, casi apabullante, y el vestíbulo impone, pues está iluminado por cuatro lámparas descomunales, tan grandes que yo calculo que si una de ellas cayera sobre los presentes mataría de un golpe lo menos a sesenta. Aquello me recordaba esa escena de El fantasma de la ópera en la que cae la araña sobre la platea y todo el mundo grita.

Mientras íbamos desfilando hacia la sala de audiencias me llamaron la atención dos detalles casi gastronómicos: la liga de mujer que Harold Wilson lucía en la pierna derecha y el olor a comida que inundaba el palacio. Lo primero tiene una explicación muy sencilla. Wilson, como tantos otros ingleses ilustres, está en posesión de la Orden de la Jarretera. Con ese término que ahora sólo se usa en gastronomía (jarret), se denomina una vieja y muy exclusiva condecoración inglesa que tiene su curiosa historia. Según me contó Luis, en medio de un banquete, el rey Eduardo III, allá por el siglo xiv, se agachó de pronto para recoger la liga que se le había caído a una bella dama con la que se rumoreaba tenía amores. Al hacerlo y ver la cara de sus súbditos dijo, de lo más nonchalant y en francés: «Honni soit qui mal y pense», que, traducido, más o menos quiere decir «Vergüenza debería daros ser tan mal pensados». Desde entonces se instauró tan selecta condecoración, que consiste en que señores muy serios, como todos los ex primeros ministros del reino, se paseen por ahí, como ahora Harold Wilson, con frac de gala de calzón corto y una liga de cabaretera en el jarrete. Los ingleses, genio y figura, como siempre. Lo que no sé es qué pasará con mistress Thatcher, que también anda por ahí. ¿Ahora que ya es ex primer ministra le darán también la Orden de la Jarretera? Y si se la dan, ¿cómo la usará? Con calzón corto no creo. ¿En la pantorrilla? ¿Más arriba? Imposible. La miré y ella me devolvió una sonrisa gélida, con un destello de sus ojos azules, esos que, parafraseando lo que dicen de los de Elena de Troya, botaron mil barcos. O si no mil, sí los suficientes para hundir la flota Argentina hace dos años en las Malvinas, por ejemplo. Qué ojos tan terroríficos. Había también otros personajes conocidos por ahí que no sé muy bien qué pintaban en una recepción diplomática. Estaban Michael Caine y Ringo Starr, por ejemplo, pero los que más me llamaron la atención fueron dos: lord y lady Spencer. «Han venido aquí para una misión diplomática muy delicada», me sopló el embajador de Bolivia, que es viejo amigo mío. Con él coincidimos en Moscú y recuerdo que yo entonces estaba empeñada en que era el embajador de China por su aspecto asiático. Por suerte hace años que me ha perdonado mi metedura de pata.

– Lord Spencer ha venido para intentar hacer las paces con su hija, la princesa Diana -me explicó-. Ella no le habla desde que se casó con su mujer actual; no se pone al teléfono, no contesta a sus cartas; realmente odia a su madrastra.

Yo miré a la buena señora. Tenía, ¿cómo decirlo?, un aspecto muy real. Era alta, estirada, y lucía un vestido de amplia falda color berenjena con el corpiño bordado en piedras del mismo color. Sobre el peinado (inmenso también) flotaba una corona de esmeraldas que, vista desde lejos, debía de valer un potosí. También llevaba una banda que le cruzaba el pecho y, sobre ella, una condecoración grandísima. Estoy segura de que su madre (que, por cierto, es aún más famosa que ella, pues se trata de la prolífica autora de novelas rosa, Barbara Cartland), habría estado muy orgullosa de su hija en ese momento: era la prueba palpable de que sus historias edulcoradas pueden llegar a hacerse realidad.

– ¿De veras que están tan peleados lady Di y su padre? -le pregunté a mi amigo, el embajador de Bolivia.

– Sí -continuó él-. Y a lord Spencer, que ya no sabe qué hacer para mejorar la situación, se le ha ocurrido venir hoy a palacio. Los lores y los caballeros de la Orden Británica tienen la prerrogativa de poder presenciar las recepciones reales como espectadores, si lo desean, por eso están aquí Ringo y Michael Caine. Hay un estrado reservado para ellos en la sala del besamanos. Ya verás cuando entremos allí, comprobarás que se trata de una habitación cuadrada, que tiene un palco en el piso superior. Nosotros nos situaremos abajo, en fila, esperando la comitiva real, y ellos tomarán su lugar arriba. La esperanza de lord Spencer (esto lo sé porque tenemos el mismo dentista que mientras me tortura habla muchísimo) es que su hija, al verlo allí y estando en presencia de tanta gente, incluida la Reina y toda la familia, no tenga más remedio que saludarlo, pobre hombre.

Olvidé por un momento las palabras del embajador de Bolivia porque otra vez llegaban hasta mí aquellos efluvios culinarios que he mencionado antes. Olía, lo juro, a coles de Bruselas. Y por muy de Bruselas que sean las coles, ya se sabe que igual, igual que el repollo. Este detalle se lo comentaré a Luis en cuanto salgamos de aquí. Con la lata que da él para que la casa no huela nunca a cocina: que si es un horror, que si da muy mala impresión, que si… A partir de ahora ya tengo mi coartada perfecta. Que lo sepa el mundo entero y en especial todas las abnegadas amas de casa que luchamos con denuedo contra este viejo problema: Buckingham Palace huele a repollo.