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Acto seguido, sin esperar a que la Reina abandonara la sala, lady Spencer cogió a su marido del brazo y literalmente lo arrastró hacia la puerta. Se lo llevó en volandas, con tanta premura que estoy dispuesta a jurar que perdió en el camino dos o tres de las condecoraciones que tan tristemente colgaban de su frac. Nos quedamos todos helados. No sólo por la escena que estábamos presenciando, sino, sobre todo, porque como ya he podido comprobar en otras ocasiones, la música ambiental tiene siempre un punto de sarcasmo. Mientras ocurría todo esto, la orquesta, imperturbable, continuaba interpretando la banda de Mary Poppins. ¿Y qué tocaba en esta ocasión? Era Con un poco de azúcar esa píldora que os dan… Pobre lord Spencer, ni con diez toneladas de azúcar creo yo que podrá digerir semejante píldora amarga.

– Imperdonable -opinó Luis, no bien estuvimos en el coche camino de casa-; lo que esa chica le ha hecho a su padre en público ha sido cruel. Si es así de rencorosa con su propio padre, ¿de qué será capaz dentro de unos años?

Yo dije que a mí me había parecido muy agradable porque no era tan tiesa como el resto de la familia real, pero Luis insistía en que una cosa es el carisma y otra la caridad, y que las dos no van juntas muy a menudo. Luego la conversación pasó a otros miembros de la familia. Luis dijo que a él la que más le había impresionado era la Reina, una mujer fría tal vez y encerrada en sus viejas tradiciones, pero con un innegable sentido del deber. Yo dije que mi favorito era el duque de Edimburgo. Lo dije así, muy nonchalant, que dicen acá. Y, para que no se me viera demasiado el plumero les pregunté a las chicas:

– Bueno, y ustedes sí que estuvieron hablando bastante con el príncipe Carlos. ¿Qué les pareció? ¿Tiene carisma como lady Di? ¿O sentido de Estado como la Reina? ¿O atractivo personal como su padre?

– Lo que tiene es la gracia donde las abejas -dijo Carmen, mientras que Dolores opinó que era un perfecto guarango.

– ¿A que no sabes lo que nos dijo cuando se paró delante de nosotras? -añadió furiosa-. No lo adivinarías ni en un siglo, vaya sentido de la diplomacia que tiene ése, vaya cretino, vaya…

– Pero ¿qué dijo? -insistíamos su padre y yo hasta que por fin nos contaron la escena.

– Resulta -comenzó a contar Carmen- que de pronto se nos acerca él con aire de seductor de los años cuarenta, jugueteando con los gemelos de su camisa como siempre hace, y, después de preguntar eso tan original de «How do you do» y «Do you like Londón»…

– Sí -la interrumpió Dolores-, después de tan gran esfuerzo mental debió de pensar: «Voy a salirme un poco del guión preguntando algo realmente novedoso», y dijo: «¿Y de qué país son?».

– «De Uruguay», contestamos nosotras -siguió Carmen-. «Venimos de Uruguay»…

– Y entonces -apuntó Dolores, nunca las había visto tan sincronizadas, a estas hijas mías-, supongo que para demostrarnos que sabía geografía y biología y ganadería todo al mismo tiempo, ¿qué crees que se le ocurrió decirnos, al muy ingenioso? Pues resulta que bajó la voz, se acarició los gemelos con aire irónico, rió y dijo: «Jow, jow, jow, de Uruguay, ¿eh? ¡En ese caso, vosotras sois las verdaderas Beefeaters! [1]». Y con otro job, job como los de Papá Noel cuando habla con los niños en los grandes almacenes, siguió de largo para saludar al embajador de Afganistán. Seguramente se creerá muy gracioso, el muy gilipollas.

– Y lo peor viene luego -continuó Carmen-. Como después de aquello debió de creerse que estaba en racha, tras preguntarle al embajador de Afganistán de dónde era, va y le dice: «¡Ah! Si ellas son del país de los Beefeaters, usted es del país de los comedores de opio. Jow, jow, jow». «¿Su alteza lo ha probado esta noche?», le contestó el embajador con la misma rapidez que podía haberse sacado del traje regional afgano una faca o algo así. Menos más que allí estaban los acólitos para solucionar la cosa: uno de esos dos clones suyos que lo acompañaban cogió suavemente al príncipe por el codo y lo empujó hacia delante, hacia el siguiente embajador.

– Que era el de China -añadió Dolores prosiguiendo la narración-, lo que fue una suerte, porque como los chinos hacen gala de no hablar ni papa de inglés, da igual la bordería que le dijera.

Yo estaba ojiplática, no podía creerlo y dije que lo más probable era que el que estaba con dos Beefeaters de más era el príncipe. Luis lo negó:

– No, el príncipe es casi abstemio. -Y luego, como adora los protocolos y esas cosas tan encorsetadas, añadió-: Es muy interesante. ¿Veis ahora para qué se inventó el «How do you do? Do you like London?». Precisamente para que no exista nunca la posibilidad de decir inconveniencias. El secreto está en no salirse del guión; es aburrido pero también muy eficaz.

Por supuesto, ni las chicas ni yo estábamos de acuerdo y empezamos a debatir. Carmen dijo que con semejante tipo como heredero, no se podía cumplir aquella profecía del rey Faruk según la cual, en el siglo xxi no habría en el mundo más reyes que el de Inglaterra y los cuatro de la baraja. Dolores, por su parte, opinó que no hacía falta esperar tanto, que en su escuela de arte ya había tres o cuatro artistas republicanos. Y yo, olvidándome un poco del príncipe Carlos y de sus inconveniencias, empecé a pensar en ella, en lady Di. ¿Cómo sería esa reina del siglo xxi? Su simpatía y cariño con la gente me había parecido excepcional, muy lejos de la apolillada rigidez del resto de los miembros de la familia real, pero en cambio, la actitud que tuvo con su padre…

Todo lo que cuenta mi madre nos sucedió en el año 83. En aquella época lady Di tenía apenas veintidós años y aún no se había convertido en el gran personaje mediático que sería poco después, y por aquel entonces todavía estaba sometida al estricto protocolo de la corte. Pero el hecho de que no saludara a su padre al menos con la cabeza y la forma en la que lo trató en público presagiaban, a mi modo de ver, muchas cosas. Primero, que no estaba dispuesta a ser tutelada y, segundo, que no era persona que olvidase agravios con facilidad. Años más tarde, segura de su indudable popularidad, dolida por las infidelidades de su marido y, según ella, empujada por la terrible forma en que la familia real la había tratado, a punto estuvo de acabar con la monarquía británica. No le importó, por ejemplo, contar en televisión intimidades de su vida matrimonial, tampoco ventilar trapos sucios o confesar públicamente que también ella tenía un amante. Y lo hizo a pesar de sus dos hijos adolescentes, para los que tales confidencias podían ser muy dolorosas. En cuanto al príncipe Carlos, por su parte, muy pronto aprendería de su pareja -y a un precio elevadísimo- que la forma de congraciarse con la gente no es ir por ahí llamándoles Beefeaters o sugiriendo, entre risas, que fueran comedores de opio.

Él ahora cuida mucho más su trato. Ha desterrado esa forma inglesa y elitista de menospreciar a la gente, entre humorística y faltona, e intenta a toda costa elevar su siempre precaria popularidad. En cuanto a la profecía del rey Faruk, de momento no parece que se vaya a hacer realidad. En el siglo xxi todos los reyes están firmes en sus tronos. Qué sarcasmo sería que el único que no cumpliera la profecía de acompañar a los reyes de la baraja en el futuro fuera precisamente él. God save the King.

Para acompañar esta anécdota real, y en homenaje a los efluvios culinarios que infestaban el vestíbulo de Buckingham Palace, mi madre recogió en su cuaderno una receta de coles de Bruselas. En recuerdo de aquella canción popular francesa, Savez vous planter les choux y de la forma de hablar de los reyes, siempre en nos mayestático, la llamó: Á la mode de chez nous.

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[1] Beefeater, además de ser el nombre de una conocida marca de ginebra y de los guardias que cuidan la torre de Londres, quiere decir «comedores de carne», y como Uruguay es gran exportador de carne… jow, jow, jow.