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– En mi colegio -me dijo un día Mercedes- todos los años hacemos una función navideña.

– En el mío también -contesté yo para no ser menos y para que mi amiga no pensara que mi colegio era raro (que lo era) -. Nosotros también cantamos villancicos y representamos el Belén. Uno hace de san José, otra de la Virgen María…

– Ya -me interrumpió ella con impaciencia-, eso está muy bien, pero nosotros tenemos dos funciones, la que se ve y la que no se ve.

No entendí a qué se refería y entonces me explicó lo siguiente:

– Nosotras, la primera función no la vemos. Estamos el colegio en pleno en la sala de actos, todas las niñas vestidas de punta en blanco, con guantes y sombrero, pero no podemos mirar hacia el escenario.

– ¿Y a quién miráis? -pregunté yo, cada vez más asombrada.

– ¿A quién va a ser, tonta? A la madre superiora. Ella y las demás monjas (siempre que sean madres y no hermanas) son las únicas que pueden ver la función. Después nosotras, con las profesoras, vamos otro día y se vuelve a representar. Pero la buena -con música, discursos y bonitas oraciones- es sólo para la madre superiora. Es una costumbre muy antigua, ¿sabes? Viene del siglo xv, de los conventos reales, creo.

A mí, como niña nacida en un continente con pocos años de historia, todo lo que tuviera más de un siglo de antigüedad me parecía sublime, pero eso de que doscientas o trescientas niñas trajeadas con guantes y sombreros tuvieran que mirar durante toda la representación a la madre superiora en vez de al escenario, se me antojó bastante ridículo. Así se lo dije a mi amiga Mercedes y ella, supongo que molesta porque una extranjera cuestionara las costumbres locales, se enfadó mucho.

– Anda -dijo-, pero qué sabrás tú, si eres de las colonias.

FRANCO Y LA PESCA DEL SALMÓN

Como ya he dicho, en el cuaderno de mi madre no había nada sobre sus primeras impresiones de Madrid ni sobre nuestros desmanes en el Hotel Ritz ni sobre cuando nos instalamos en Santiago Bernabeu, 5. Había, en cambio, una o dos páginas fechadas a los quince días de nuestra llegada a la ciudad donde ella cuenta la presentación de cartas credenciales a Franco. La narración está encabezada por una bonita foto de nuestro padre bajando de una carroza a la puerta del Palacio Real. Yo de aquel día sólo recuerdo que llovía a mares y que las capas blancas y los penachos de la Guardia Mora que escoltaba el carruaje acabaron hechos un guiñapo gris muy poco marcial, pero mi madre cuenta lo siguiente:

Luis aparece en la portada del ABC de hoy, 27 de noviembre de 1965. ¡Hay que ver qué buen mocísimo sale! Un poquito pelado para sus treinta y ocho años, es verdad (a ver qué puedo hacer para arreglarlo), pero guapísimo, como dicen acá.

Ayer por la mañana yo me quedé en casa preparando el cóctel que ofreceríamos después de la ceremonia a la colonia uruguaya y él se fue temprano porque primero van al Ministerio de Asuntos Exteriores y de ahí salen en carroza para el Palacio Real. Dicen que en Madrid llueve poco pero ¡hay qué ver la que estaba cayendo ayer! Por eso me empeñé en que Luis se pusiera la capa española, negra y lindísima. Pero él dijo que no, que de ninguna manera, que en pleno día parecería un embozado de los de antes del motín de Esquilache. O peor aún: un Drácula muy madrugador. En fin, la cuestión es que fue a reunirse con el marqués de Villavicencio, que es el introductor de embajadores y, según me contó después, durante todo el trayecto en carruaje estuvo preguntándole sobre qué sería conveniente decirle a Franco.

– Uy, señor embajador -le dijo el marqués-, de eso ni se preocupe. Lo más probable es que no digan ni mu, ni usted ni el Generalísimo. Siempre ha sido un hombre de pocas palabras, de modo que usted entréguele las credenciales y espere a ver qué pasa. Además, el Caudillo es un hombre imprevisible, como todos los grandes hombres. Su mente está alerta, es preclara, prístina, pero según cómo, a veces se duerme. El otro día, con el embajador de Filipinas, fue tremendo. Se quedó frito y el embajador, que iba con un barong, ya sabe usted, la camisa típica de su país, esa que es transparente de puro fina, casi se congela. Y es que en el Palacio Real hace un frío que pela y para colmo su Excelencia odia la calefacción. El caso es que se durmió y como ni él despertaba ni el embajador osaba silbarle o algo así, estuvieron más de una hora, porque quienes estaban fuera tampoco se atrevían a tocar a la puerta para ver qué pasaba… Al final tuvo que rescatarlo un secretario que ya empezaba a estar un poco mosca y espió la escena a través de la cerradura. Creo que la gripe del embajador fue de las de campeonato.

Con este panorama, la verdad era que Luis no iba muy tranquilo que digamos. Según él, le resultaba muy difícil creer que un hombre tan duro e implacable, por no decir cruel, como el general Franco, se hubiera ablandado de ese modo. Tiene setenta y dos años y, según me contó Luis, su aspecto no tenía nada que ver con las fotos. Eso sí: como suele pasar a menudo, le pareció mucho más bajo de lo que él esperaba y su famosa vocecilla aún más ridícula. Yo pienso que a lo mejor está un poco senil, pero no lo creo, por ahí se cuentan muchos chistes augurando que va vivir más de cien años. «Españoles, desde este pulmón de acero, etcétera.» De todos modos, y siempre según Luis, la audiencia transcurrió bastante bien y fue más o menos así.