Por si no conocen o recuerdan esa vieja canción, que sirve para enseñar a los niños a nombrar cada una de las partes del cuerpo, dice así:
¿Saben ustedes plantar las coles como lo hacemos en casa?
Las plantamos con el pie,
las plantamos con el codo
[con la barbilla, con la nariz, con la cabeza…
y así hasta que los niños se cansen].
COLES Á LA MODE DE CHEZ NOUS
Ingredientes
(para 8 personas)
500 g de coles
50 g de mantequilla
sal, pimienta, nuez moscada
PREPARACIÓN
Limpiar las coles, cortarlas y ponerlas a cocer a fuego lento en agua salada. Añadirles un poco de bicarbonato para que conserven su color. Cuando estén tiernas, sacarlas del agua, escurrirlas y ponerlas en una sartén con un trozo de mantequilla. Agregarles un poco de pimienta y un pellizco de nuez moscada y dejarlas rehogar durante 4 minutos.
LA CASTAFIORE Y EL TESORO ESCONDIDO
Estoy realmente furiosa con Dolores, su última ocurrencia ya ha sido el colmo. Todo comenzó con una fiesta. Las fiestas de disfraces de Dolores empiezan a ser famosas en Londres porque son las más divertidas y las más originales. Hasta el momento, hemos tenido la fiesta de la ópera (con los invitados vestidos de Radamés, de Carmen la cigarrera, de madame Butterfly, de Aida…). Después, la fiesta de los náufragos (con gente disfrazada de Robinson Crusoe, Viernes, otros de supervivientes del Titanio, y hasta algún despistado que apareció de Stavros Niarchos). Luego vinieron la fiesta de los muertos vivientes, la del retorno de los brujos, la de los cazafantasmas y por fin la última: la de Tintín y Milu. Naturalmente, cada una tiene su ambientación especial y como Dolores está ya en tercer año de escenografía, la mise en scéne suele ser sensacional. Para la fiesta de la ópera, por ejemplo, decoró cada uno de los salones con los motivos de las distintas obras. Y para la del retorno de los brujos hizo que cada habitación pareciera la morada de los diversos adivinos y quirománticos del mundo: una de Cagliostro, la otra de Hécate, la tercera de Circe, y así. Con tanto practicar en casa, seguro que este año, que es el último, sacará unas notas estupendas. De lo que no estoy tan segura es de que yo le vaya a perdonar la última mise en scéne. Pero bueno, vamos por partes, todo empezó del modo habitual y con estas palabras:
– Oye, jefa, ¿puedo dar una fiesta el próximo sábado?
– ¿De las tuyas, Lolita?
– Sí, pero te prometo que el lunes por la mañana todo volverá a su ser y nadie podrá sospechar siquiera que aquí hubo nada parecido a una fiesta.
(Esto lo dice porque, después de la fiesta de la ópera, el comedor, una semana más tarde, aún se parecía mucho más a la taberna de Lila Espastia que al comedor de una embajada decente y, con la de los brujos, casi tengo que dar un cóctel disfrazada de Circe.)
– No debe quedar ni rastro el lunes por la tarde a más tardar, ésa es mi condición -le dije, y para que fuera más contundente añadí-: O se acabaron para siempre las fiestas. En cuanto a los objetos de casa, los candelabros, los bibelots, mis cosas…
Esta última advertencia era primordial. Dolores, como artista, piensa que todo vale a la hora de decorar y no le importa utilizar mis objetos más queridos para convertirlos en parte de sus montajes escénicos.
– Hands offtny things -le dije con el magnífico acento de Oxford que he adquirido últimamente, y ella insistió en que no me preocupara, que el lunes quedaría todo tal cual estaba ahora.
– Te lo juro, mami.
Acto seguido, como a mí también me encanta su profesión y si pudiera me apuntaría hoy mismo a clase de escenografía, empecé a ayudarla con los decorados para la fiesta de Tintín y Milu. Las hijas de Carmen, Sofía y Jimena, se unieron al equipo y entre las cuatro comenzamos los preparativos. Carmen también andaba por ahí, pero colaboraba poco. Últimamente anda todo el día colgada del teléfono. Para mí que tiene novio, pero como no dice nada yo tampoco pregunto. Me encantaría hacerlo, la verdad, pero sé que no serviría de mucho, es demasiado introvertida esta hija mía. ¿Quién será su festejante? Cualquiera sabe, esta chica es imprevisible. Así como a Dolores sé que lo que le gustan son las ovejas negras, es decir, niños mal de familia bien, de Carmen se puede esperar cualquier cosa: lo mismo se inclina por grandes ganadores que por perdedores irredentos. Desde que está en Londres ha tenido millonarios aburridos, actores locos y fracasados, príncipes rusos que se dedican al karate, pintores que no pintan, escritores suicidas y hasta un tipo completamente normal y adorable, ni rico ni pobre, que a mí me gustaba mucho, pero a ella no. En fin, sea quien sea esta vez, tarde o temprano nos enteraremos. De momento lo único que adivino es que el festejante nuevo no vive en Londres, porque ella sale menos y está todo el día colgada del teléfono.
Una vez que terminamos los decorados, la casa nos quedó divina, lista para la fiesta. La biblioteca la ambientamos como Los cigarros del Faraón, incluso con una momia de papier maché de dos metros de altura que no sé de dónde salió, pero que era aterradora. El comedor simulaba El loto azul tanto que parecía un fumadero de opio del Shangai de 1940. El salón verde, por su parte, estaba dedicado a El secreto del Unicornio. Cualquier tintinófilo se habría impresionado: era el interior de una gran nave, con su globo terráqueo y un barco a escala (todos los amigos de Dolores aportan cosas a la mise en scéne y ese barco en miniatura ya lo he visto yo en la casa de alguien). En este último decorado, sin embargo, nos permitimos una pequeña licencia que no sé si nos la perdonarán los tintinófilos más combativos. Como la Castafiore anda siempre persiguiendo al capitán Haddock, imaginamos que se habían casado, de modo que, en la pared principal, podían verse dos enormes retratos. A la derecha, el capitán Haddock mirando por un catalejo. Y a la izquierda ella, Castafiore, con vestido rojo y espejo en la mano como si estuviera a punto de cantar aquello de «Je ris de me voir si belle en ce miroir!». Sensacional, de verdad que sensacional. Una vez listo el decorado, le tocó el turno a la comida. Yo decía que lo más fácil (y barato) era encargarlo todo a un restaurante chino, puesto que el comedor estaba decorado de El loto azul. Pero Dolores me recordó que los restaurantes chinos acá en Londres no son baratos, sino los más caros del mundo. Además, ella estaba empeñada en que la comida recordara a otro libro de Tintín, a El cetro de Ottokar, de modo que decidió encargársela a una amiga suya centroeuropea de nombre muy tralalá, Hesse, o Graf Spee, Sajonia Coburgo, o algo así (otra oveja negra, claro) que por lo visto es cordón bleu.
Una vez terminados todos los preparativos, yo ahuequé el ala. Lo hago siempre que hay una fiesta de Dolores: emigro, no sólo por el ruido ensordecedor y la música cacofónica que dura hasta las siete de la mañana, sino por un problema conyugal. En estas ocasiones, Luis, que es muy aficionado a la guerra psicológica, suele volverse insufrible. La estrategia consiste no en chillar, ni ponerse furioso, sino en todo lo contrario. Consiste en hablar aún menos de lo que ya lo hace, o sea, en no decir ni mu. Cuando empieza el bochinche, él se queda fósil en un sillón leyendo imperturbable a pesar de los ruidos y la música. Sólo cuando se oye el sonido de algo que se rompe, el estrellar de algún vaso, plato o mueble, levanta una ceja y dice sin elevar ni un decibelio la voz: «Allá van los vasos de Bacarrat de tu mamá», o «Adiós a los platos de Sévres de la abuela Elena», o «Bye, bye, lámpara de la biblioteca». Y luego sigue leyendo inmutable hasta que encuentra el momento más adecuado, el que más pueda molestar, para soltar la frase preferida de todos los hombres cuando ocurre algún desastre doméstico. La misma (apuesto) que le dijo Adán a Eva segundos después de que los expulsaran del paraíso por morder la manzana de marras: «¿Ves? Ya te lo dije».