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Por eso, yo emigro de casa cuando hay fiesta y me llevo conmigo a Luis. Ese día nos fuimos a un pueblito de Cornwall de lo más lindo y nos dedicamos a visitar pequeños anticuarios, todo un remanso de paz. Fue a la vuelta cuando me enteré de la última trastada de Dolores. Me la contó ella misma, no tuvo más remedio; la hubiera descubierto inmediatamente de todos modos.

– Verás, jefa, hay un pequeño problema, pero si no cunde el pánico y no te chivas a papá seguro que lo solucionamos en seguida, todo es cuestión de pico y pala.

– ¡De pico y pala! -repetí yo temiéndome lo peor, porque con Dolores cualquier cosa es posible-. ¿Habéis enterrado a alguien en el jardín?

– Alguien no, algo. Tu caja de malaquita, para ser exactos, la grande que compraste en Leningrado, la que decían que provenía del palacio de Livadia. Verás, jefa, la idea era estupenda. Se trataba de esconder un tesoro como en el libro de El secreto del Unicornio para que la gente lo buscara y se divirtiera mogollón. Como esa caja es tan grande que parece un cofre, quedaba cool llenarla de monedas de oro de chocolate y enterrarla en el jardín. Lo malo es que le encargué la misión a Gottfried ya un poco tarde en la noche y, claro, con todos los vodkas que nos habíamos tomado a la salud de Tornasol y a la del capitán Haddock y luego a la de Milu, de Abdalá y Hernández y Fernández…, el caso es que no se acuerda de dónde la sepultó.

– Que no se acuerda…, que no se acuerda -tartamudeé de pura indignación, pero no me valió de nada.

Dolores continuó diciendo que habían hecho un mapa del tesoro supercool, pero que debía de haber un error de cálculo porque, al cavar en el lugar indicado no encontraron la caja. No obstante, insistió, sólo era cuestión de perseverar un poco, porque al fin y al cabo el jardín no era tan grande, apenas tenía… cinco mil metros cuadrados y…

En fin, para hacer el cuento corto, aquí estamos ahora toda la familia pico y pala en mano buscando mi maravillosa caja de malaquita. Todos menos Carmen que, como siempre, anda colgada del teléfono. Dolores, por su parte, dice que va a llamar a un amigo suyo (otra oveja negra, apuesto), que tiene un padre zahorí y que seguro que ese señor, que es muy serio y muy profesional, la encuentra. Sofía y Jimena, con muy buen tino, dicen que por qué no contratamos a unos perros policía que sigan el rastro del chocolate. Luis, por su parte, ha dicho ya seis o siete veces su frase favorita: «Ya te lo dije». Y yo lo que he dicho es que ésta es la ¡última! vez que Dolores organiza nada en esta casa.

Seguíamos en plena búsqueda, con el jardín perforado aquí y allá y todos con pinta de destripaterrones, bastante sucios, cuando sonó el timbre. Normalmente no suelo abrir la puerta y menos de esa guisa, pero dio la casualidad de que estaba excavando cerca de la entrada, junto a un macizo de hortensias, y miré a ver quién era. Se trataba de un señor de unos cincuenta y tantos años, con gafas, pelo blanco y aire de mucha autoridad. No lo había visto nunca y no esperábamos visita, de modo que se me ocurrió que sólo podía tratarse de una persona:

– ¡Buenas tardes! -dije cantarina-. Pase, pase por aquí. Usted es zahorí, ¿verdad?

Y le extendí una mano bastante embarrada; pero los zahoríes deben de estar acostumbrados a eso, digo yo. En ese mismo momento apareció Carmen y, después de lanzarme una mirada asesina, se llevó al señor de pelo blanco y aire de autoridad para dentro de la casa. Tuvieron que pasar varias horas para que se despejaran los dos misterios de aquella tarde. Por fin y no gracias al zahorí de Dolores que nunca apareció sino al perro policía del vecino (qué listas son mis nietas) encontramos la caja. Estaba enterrada junto a la tapia de la cocina y sólo se le habían desprendido dos lascas de malaquita que, por suerte, también pudimos recuperar. El otro misterio, el del amigo de Carmen, se descubrió al poco rato. El señor del pelo blanco se llama Mariano Rubio y está saliendo con Carmen desde hace unas semanas. Como él vive en Madrid y es un hombre muy ocupado, no se ven mucho y ésta era la primera vez que venía a casa. Luis dice que le parece un poco mayor para Carmen, que debe de tener lo menos veinte años más que ella, pero a mí me gusta. Me gustó desde el mismo momento en que, haciéndome la distraída y sin prestar atención a las miradas asesinas de Carmen, entré en el salón para echarle un ojo de buen cubero, con la excusa de que me había dejado allí un jersey que estaba tejiendo. Hace lo menos veinte años que no tejo un jersey y con la pinja que tenía llena de barro parecía una tricoteuse, sí, pero de las de la Revolución francesa, pero ya me estoy contagiando de las excentricidades británicas. Y, acá en Inglaterra, la excusa de la calceta es de lo más plausible. Además, muchas mujeres inglesas tejen y, desde luego, todas adoran sus jardines. Lo miré bien haciéndole la radiografía. Tiene razón Luis, es un poco mayor para Carmen, pero yo tengo mucho ojo para estas cosas y estoy segura de que pueden llegar a formar muy buena pareja. «Ya estás tú y tus intuiciones maternales», comentó Luis cuando por la noche hablamos del asunto. Tiene razón, las tengo y muy a menudo, me refiero a las intuiciones. Además, no suelo equivocarme mucho en las corazonadas respecto de mis hijas, pero en esta ocasión no se trata de mi intuición ni de mis poderes adivinatorios. Estoy segurísima de que esto va a funcionar porque que un señor tan serio e importante como él no pestañee siquiera cuando la dueña de casa lo confunde con un zahorí, ya dice mucho a su favor. Pero hay otro dato. Que alguien de sus características entre en una embajada donde la biblioteca está presidida por una momia de dos metros, pase después por un primer salón que parece un fumadero de opio, que luego se siente a tomar el té en otro donde, en vez de cuadros venerables de familia presidan la estancia el capitán Haddock y la Castafiore, y que lo haga todo sin que se le mueva un músculo, sólo denota una cosa: que quiere mucho, muchísimo a mi hija.

En cuanto a Dolores, vamos a tener que ajustar cuentas ella y yo, porque ayer mismo se le ocurrió decirme:

– ¿Sabes una cosa, jefa querida? Estoy pensando en dar otra fiesta, esta vez sobre la Revolución francesa y que se llame Después de mí, el diluvio. ¿Qué te parece que pongamos de comida? Yo había pensado en pommes dauphinoise y un Chateaubriand bien, bien sangrante, pero ¿se te ocurre algún otro plato más? Tú siempre tienes unas ideas tan buenas, mami…

Por supuesto veté Después de mí, el diluvio y todas las fiestas de Dolores de ahora en adelante. Aun así, de la fiesta de Tintín y Milu saqué una receta interesante: el shashlik a la Klow. Está basada en un plato que le sirven al intrépido periodista cuando, en El cetro de Ottokar (en casa siempre hemos sido tintinófilos y nos acordamos de los episodios más nimios), va a comer al restaurante Klow, nido de conspiradores syldavos, aunque en este caso sustituiremos «la carne de perro joven» de la receta original por ternera. Se trata de una receta georgiana que trajo una amiga de Dolores y que me pareció interesante porque, en vez de marinar la carne en vino o vinagre se hace con agua con gas para que quede tierna.

Se prepara así:

SHASHLIJ A LA KLOW

Ingredientes

(Para 8 personas)

5 cebollas pequeñas

200 g de cabezas de champiñones