Una vez pensado el menú y encargados todos los ingredientes, quedaban por organizar otras cosas importantes: las flores (todas del jardín y en grandes ramos con mucho verde) y varios pequeños detalles de última hora. Dolores, mientras tanto, estaba muy atareada con su vestido, las pruebas de peluquería y de maquillaje, su viaje de novios, de modo que a ella no le encargué nada como hice con los demás miembros de la familia. Miento, le encargué una cosa.
– Mira, Lolita -le dije-, sólo te voy a pedir que hagas una gestión. La novia tiene que estar lo más tranquila posible en estos casos y yo ya me ocupo de que todo salga bien, pero tú acordate nada más que de una cosita: de contratar a los camareros para la cena. Con todos esos amigos ovejas negras que tenes, que se dedican a la gastronomía, seguro que alguno tiene un servicio de catering y puede cedernos a unos cuantos camareros.
– Claro, jefa, yo me ocupo -me contestó mientras hablaba por teléfono, se hacía la manicura, llevaba un emplasto de barro reparador en la cara, dos rodajas de pepino sobre los ojos y escuchaba a Pink Floyd. Y ahí quedó la cosa.
El día de autos amaneció tan divino que hacía presagiar que todo saldría bien, y así fue, al menos al principio. Dolores estaba monísima. Nada de look zarrapastroso, nada de novia punk u oveja descarriada. Llevaba el largo pelo rubio como de modelo prerrafaelita cubierto de diminutas perlas enhebradas en él y, por encima, un velo de tul largo muy sencillo. El vestido era de raso crudo con unas pequeñas alforzas horizontales a la altura de la cadera por todo adorno, muy simple también, porque la sorpresa estaba en la espalda. Si por delante el vestido era recatado, casi casto, por detrás era fantástico, con toda la espalda al aire y una gran cola. Nunca la había visto tan linda, la verdad. Los asistentes a la boda eran, huelga decir, prácticamente todos ovejas negras. Pero ya empiezo a darme cuenta de que, en esto de las ovejas negras metafóricas, ocurre como con las ovejas de verdad: existen varios y muy distintos rebaños o cabañas. Estaban, por ejemplo, sus amigos ovejas N centroeuropeas. Me refiero a esos que, como ya he dicho antes, tienen nombres de personajes o lugares históricos o incluso de dirigibles o de barcos hundidos: Bismark, Hesse, Hindemburg, Graf Spee… Y los Bismark, Hesse, Hindemburg, etcétera, de esta generación son tipos muy curiosos que vale la pena describir. Los chicos, por ejemplo, vestían para la ocasión chaqués muy clásicos pero con toques exóticos. A veces se trataba de una corbata rara, otras de un chaleco como de mucamo, e incluso había uno sin camisa, sólo con chaleco y, a la altura del gaznate, una pajarita. Las chicas, por su parte, también cultivaban un look similar, entre clásico y contestatario; un prototipo perfecto sería: vestido de Valentino, tatuajes en diversas partes del cuerpo, botas militares y sombrero de copa a lo Fred Astaire.
Los ovejas negras españoles, por su parte, son distintos. Por lo visto, la última onda en Madrid es una cosa que llaman La Movida. Dolores me ha explicado varias veces en qué consiste, pero la verdad es que no me entero muy bien. Según ella, se trata de un cruce entre lo kitsch y lo posmoderno, pero es un revoltijo de cosas y de personas que no tienen nada que ver unas con otras. En la puerta de la iglesia pude ver, por ejemplo, a un tipo con rastas que colgada de un brazo llevaba a una gordita con el pelo naranja y unas medias con agujeros (hasta ahí más o menos todo normal), pero del otro, y mostrándose muy acaramelado con ella, llevaba a una chica muy rancia y antigua que estoy segura de que debe de ser Hija de María o algo así. También había chicos de las Arenas de Bilbao, o señoritos de Jerez revueltos con amigas hippies de Dolores y un tipo que era la perfecta encarnación de Drácula, incluido el detalle del hilillo de sangre en la comisura de los labios (horreur). Este último se situaba junto a su santa madre, una señora muy maruja del barrio de Chamberí. Por lo que deduzco, La Movida consiste precisamente en eso, en que uno no se sorprende de hada. Es lo que yo pretendía hacer, no extrañarme de nada. De hecho, ni se me movió un pelo cuando de pronto, después del padrenuestro y antes de la comunión, una de las hippies de pelo naranja se puso de pie y se aclaró la voz como si fuera a cantar… Oh, Dios mío, pensé por un segundo, seguro que ahora se pone a berrear algo cacofónico en plena ceremonia, tranquila Bimba, stiff upper lip, como dicen por acá. Callé, qué otra cosa podía hacer. Pero aquella chica de rastas naranja tomó aire y entonó el más maravilloso Ave María de Schubert que he escuchado jamás.
Reconfortada con los santos sacramentos (y con Schubert, versión rastafari) salí encantada de la iglesia pensando que la mitad de la ordalía había concluido y con gran éxito. Ahora quedaba la fiesta, pero ese es mi territorio, de modo que ¿qué podía salir mal? Todo estaba atado y bien atado por mí.
La primera señal de que la suerte empezaba a cambiar fue descubrir que los novios habían desaparecido. Sí, salieron de la iglesia cubiertos de arroz y pétalos de flores (y confeti, y otros objetos volantes no identificados, no olvidemos que aquella era una boda posmo), se subieron al coche de la embajada y no se supo más de ellos. Cuando llegamos a casa, al ver que no aparecían y aún sin preocuparnos demasiado, Luis y yo comenzamos a desplegar todo nuestro encanto diplomático intentando que se mezclara aquel ganado desigual. Presentamos a las ovejas negras españolas a las inglesas y a las centroeuropeas; hicimos que Hindemburg o Hesse conocieran a la madre del vampiro de Chamberí (algo tendrían que tener en común, ¿no?); conminamos a mis amigas de Montevideo y a las de Madrid para que le preguntaran a la soprano rastafari dónde había aprendido bel canto; y convencimos a Carmen, a Mercedes y a Gervasio de que colaboraran en la difícil tarea de juntar churras con merinas, y nunca mejor dicho. Pasaban los minutos. Un rebaño y otro se miraban con total desconfianza y de los novios ni rastro. Yo no sabía bien qué hacer, si servir el aperitivo o no. Los camareros que le había pedido a Dolores que contratara parecían retrasarse, de modo que, de momento, sólo contaba con el personal de la embajada, la cocinera, la doncella y dos mucamos. Desde luego no eran suficientes para tantas personas, pero aún así les dije que se pusieran en marcha. No hay nada más pesado que una fiesta en la que la comida (y no digamos la bebida) tarda en aparecer.
Como aperitivo yo había previsto lo clásico, que es lo que más gusta. Nada de sushi ni de mousses de apio con regaliz, fuera el pulpo con menta y los ravioli de tapioca. Buena tortilla de patatas, buenas y baratas croquetas y también jamón del caro, con eso no se falla. Pasó media hora y luego una entera. Las existencias empezaban a menguar. Llegamos a ¡las dos horas! «Una boda sin novios, eso sí que es posmoderno», me decía yo intentando mantener la sonrisa. ¿Y Luis mientras tanto qué decía? Él, cómo no, no hizo otra cosa que entonar su mantra…