– Ya te dije… que con Dolores nunca se sabe qué catástrofe puede pasar.
– Ya te dije… que era mejor gastar un poco más pero contratar a una empresa que organizase todo.
– Ya te dije… que -rellénense los puntos suspensivos ad nauseam.
Por fin, dos horas y tres cuartos más tarde (la mato, juro que la mato) apareció Dolores. Tan campante, como si nada. Por lo visto se le había ocurrido, por el camino, una idea genial.
– Sí, jefa. El chofer nos dijo que la luz sobre el Támesis a esa hora era espectacular y, como comprenderás, no podíamos desaprovecharla. En fin, que allá nos fuimos a sacarnos unas fotos. Es verdad que a la vuelta cogimos un poco de tráfico y una manifestación pacifista, pero ¿qué te pasa? ¿Estás bien? ¿Por qué pones esa cara, jefa? No te entiendo, la verdad. Después de todo también Carmen se fue a llevar su ramo de novia a la momia de Lenin y tardó un buen rato, ¿no?
Ooommm, respiré hondo y no dije nada, ¿para qué? Tenía razón, Dolores, a todas mis hijas (salvo Mercedes, Dios la bendiga) se les ocurre hacer excursiones raras el día de su boda. Pero da la casualidad de que cuando se casó Carmen yo tenía casi quince años menos y un ejército de camareros soviéticos que pasaban copas, croquetas y tortilla sin parar. Ahora, en cambio, ¿dónde estaban los camareros que tenía que contratar Dolores?
Iba a hacerle precisamente esa pregunta a mi hija pero no pude. Las ovejas negras de una y otra cabaña la tenían rodeada. Todos querían hacerse fotos con ella y con Perú. También mis amigos querían fotografiarse con los novios y, de paso, imagino, fotografiar disimuladamente a toda aquella fauna que había por ahí para luego contar a la vuelta que la boda de los Posadas había sido un zoo. En fin, y como yo digo, OOOOMMMM. Lo mejor que podía hacer era ir a la cocina y ordenar que abrieran el comedor cuanto antes. Aquellas dos clases de invitados tan diferentes nunca iban a confraternizar, ni siquiera rozarse, estaba claro, y dos horas y media de cóctel es más de lo que puede resistir un cuerpo sea de oveja blanca o de oveja negra.
Cuando me dirigía hacia el office, vi de pronto un claro entre los invitados de uno y otro pelaje y pude acercarme disimuladamente a Dolores.
– ¿A qué hora les dijiste a tus camareros que vinieran, Lolita? -le pregunté, y ella, mientras posaba entre un Hindemburg, un madrileño de rastas y mi hermana Hortensia, respondió extrañada:
– ¿Camareros? Yo no he llamado a ningún camarero, jefa, pensé que de eso, como de todo lo demás, te ocupabas tú.
Y no se le movió un pelo de la melena prerrafaelita. Como si no fuera un desastre una cena que empieza casi tres horas tarde. Como si no fuera una complicación una fiesta con ganado tan variopinto que se miraba de reojo con recelo. ¡Como si no fuera una catástrofe cósmica una boda sin camareros!
¿Qué se hace cuando la situación es desesperada? Mi madre lo sabía muy bien: «La vie c'est la bataille», solía decir ante cualquier contratiempo reclinada sobre una chaise longue, con una mano en la frente y en la otra una ginebra con unas gotitas de vermut que, a continuación, se echaba al coleto. Muy bien, eso mismo iba a hacer yo, sólo que con una variante. No me iba a echar nada a mi coleto sino al gaznate de todo aquel rebaño: si las penas con pan son menos, las meteduras de pata con alcohol, ni se notan.
Me gustaría poder atribuir a mi santa madre y a su juicioso ejemplo todo el mérito de haber sobrevivido a aquella situación desesperada, pero sería una gran mentira. Es cierto que mi decisión de convertir los whiskies dobles en triples, los gin tonics en bombas atómicas y los vodkas en cócteles molotov, desempeñó un papel importante en lo que voy a contar. Pero quien más responsabilidad tuvo en haber transformado una situación desesperada en algo muy divertido fue un amigo de Dolores. Se llama Miguel Bosé y desde aquella noche me he hecho incondicional de su club de fans. Y no por cómo canta, que canta regio, sino por poner en marcha el operativo siguiente. Después de la revelación de Dolores, Miguel me descubrió en la misma postura que mi madre cuando decía aquello de «La vie c'est la bataille». Es decir, tumbada (por no decir descangayada) en un sofá a falta de chaise longue, con una mano en la frente y en la otra un vaso vacío después de haber apurado dos whiskies dobles con más premura que John Wayne en el saloon.
– Déjame a mí -fueron sus escuetas palabras, y luego se esfumó.
La verdad es que con lo guapo que es este chico, el efecto del lingotazo y la situación kafkiana, creí que se me había aparecido el arcángel San Gabriel, o más concretamente, San Miguel. Y tal vez no haya sido sólo una impresión. Porque lo cierto es que, a los pocos minutos, y como "por mediación divina, se abrieron las puertas del comedor dejando a la vista una espectacular mesa de buffet, con sus arreglos de flores, sus altas velas encendidas, las falsas langostas rampando sobre budines enormes, el pollo al curry con toda su mise en scéne Jaipur, los salmones glaseados, el foie sensacional, etcétera, etcétera. Pero lo mejor no fue eso, sino el ejército de camareros que había por ahí sirviendo a los invitados. Camareros de muy distinto pelaje como, por ejemplo, el joven Hindemburg con su chaqué clásico y su chaleco de mucamo que quedaba de lo más bien sirviendo ensaladas. O el vampiro de Chamberí ayudado por su distinguida madre, que se ocupaban de repartir vino tinto. Y luego estaba James Hunt que, como fue campeón del mundo de fórmula i, pasaba a toda velocidad platos y cubiertos para que no se atascara la cola de hambrientos comensales. Y más allá estaban Bismark y Hesse ayudados por Miguel Primo de Rivera sirviendo el curry. Y más acá muy marineros, ellos, los hermanos Graf Spee, que se ocupaban de los salmones y de los huevos con caviar. Pero si hasta mi hermana Hortensia, que nunca en su vida ha llevado un plato a la cocina, andaba por ahí con un delantal blanco afanada en la tarea de servir. No soy muy ducha en citas bíblicas, pero aquello de pronto me recordó lo que decía san Juan. ¿O era quizás Isaías el profeta de la buena nueva? En fin, no sé, me refiero a eso tan mentado de que llegará un día en el que el león pastará con las ovejas y la vaca morará con la osa y el león y el buey comerán juntos. Ahora por fin entiendo el vaticinio, porque algo muy parecido a tan edénica situación se estaba produciendo en mi casa y el responsable estaba allí capitaneando la operación. Con una servilleta al hombro y un mandil de rayas sobre su chaqué posmoderno. Con su forma de dirigir aquella orquesta inverosímil de músicos inconexos que trajinaban con platos, vasos, falsas langostas. Con su maravillosa sonrisa y su forma firme de mandar sin que se notara.
Siempre había creído que la belleza extrema tiene más de diabólica que de angelical y que Lucifer sería mucho más guapo que cualquier arcángel de la corte celestial, pero desde ese día he cambiado de opinión. Nadie puede ganar en belleza a mi san Miguel (Bosé).
– ¿Ves como al final todo se arregla, jefa? -tuvo el rostro de decirme Dolores.
Y yo, tomándome otro whisky, allongée en mi chaise longue, para no matarla le contesté:
– Sí, pero tú tienes una suerte…, o mejor dicho un ángel de la guarda que no te mereces.
Para completar esta anécdota, en vez de anotar las recetas de los platos que compusieron el buffet de la boda, tal vez porque son todos bastante conocidos, mi madre hizo un croquis en su cuaderno de cómo debe presentarse el curry a la Jaipur.