COSAS QUE APRENDÍ EN LONDRES: LOS DO Y LOS DO NOT
Se están acabando las hojas de este viejo cuaderno y termina también nuestra embajada en Londres. Hay que ver qué rápido ha pasado el último año. Carmen ya regresó a Madrid con sus hijas, Dolores también. Gervasio y Mercedes ya están viviendo allí desde hace tiempo y Luis y yo volveremos a Uruguay: otra vez al ministerio. De nuevo le toca hacer pasillos por un tiempo hasta que la suerte nos depare un nuevo destino. O tal vez no haya nuevo destino y Luis se jubile. La palabra jubilación suena un poco fea, pero según me enteré el otro día jubilación viene de júbilo, de modo que mirémoslo desde ese punto de vista o, como dicen acá, «Leí us look at the bright side of life». Mi inglés, por cierto, ha mejorado mucho. Ya soy capaz de hablar no sólo de fantasmas, que era mi conversación estrella cuando llegué acá, sino también de teatro, de música y hasta de política, aunque hablar de política entra dentro de la categoría de los don'ts de este país tan complicado. Y hablando de don'ts, no quiero cerrar mi cuaderno sin dedicar unas páginas a este tema primordial en la vida de los ingleses.
Decía mi abuela que la vida social era un campo minado para los novatos. Que todas las reglas de urbanidad, cortesía y educación estaban pensadas, según ella, para que uno distinguiera inmediatamente los arrivistes de los arrivés, es decir, los trepadores de los que ya están arriba. Los ingleses, a quienes les encanta catalogar a las personas como si ellos fueran entomólogos y nosotros simples orugas, tienen un libro que es la Biblia de todo inglés elegante, que se llama The Debrett's Book of Good Manners y es, sencillamente, descacharrante. En él, uno puede aprender cosas tan increíbles como, por ejemplo, la manera adecuada de dirigirse a un obispo si se lo encuentra en un pasillo a altas horas de la madrugada y los dos en bata. O cómo han de comerse los guisantes (este asunto de los guisantes es, según el Debrett, una radiografía infalible del origen social de las personas). También explica cómo librarse de un pesado en una fiesta, de cómo neutralizar a un cotilla malvado, o del modo en que ha de dejarse propina en una casa de campo cuando va uno a cazar el zorro. Por supuesto Luis se convirtió en devoto del Debrett y a cada rato lo consultaba. Sostiene que le ha sido de gran utilidad en muchas más situaciones de las que él podría haber imaginado (incluida por cierto la de encontrarse con un obispo en el pasillo los dos en bata camino del compartido cuarto de baño). Bueno, la verdad es que «su obispo» era anglicano e iba en ropa de calle. Pero Luis iba en bata y, por lo visto, salvó el obstáculo muy elegantemente (lo preceptivo, según me dijo, es llamar al obispo Your grace y dejarlo pasar primero al WC).
Para despedirme de Londres in style, como dicen acá, me gustaría consignar alguna de las cosas divertidas, anecdóticas y curiosas que contiene este libro. Muchas ya las conocía, como la forma correcta de comer espárragos y alcachofas al vapor (siempre con la mano y mojándolos en la salsa), pero existen costumbres que cambian según el país. Por ejemplo, en España es de mala educación comer el huevo frito con cuchillo. Aunque las puntillas dificulten la maniobra, aunque haya que utilizar el pan casi a modo de bisturí, jamás se debe recurrir al cuchillo. Lo mismo ocurre con la ensalada a pesar de que, a veces, las hojas están cortadas tan grandes que acabe uno pareciendo una vaca pastando en un prado. Los ingleses, en cambio, no conciben comer huevos sin cuchillo, tal vez porque, en su caso, éstos se comen sobre todo para desayunar y se acompañan habitualmente de salchichas o bacon. Otra cosa que sí sabía y que aconseja también el Debrett es la conveniencia de tomar el postre con tenedor. Puede parecer una majadería y un esnobismo absurdo, pero no lo es en absoluto. Se saborea mucho mejor una mousse, un hojaldre, una tarta y hasta un helado (a menos que haya a mano la cuchara especial para él), con tenedor que con cuchara. Porque el tenedor es más sutil, da aire a los postres. Luego el Debrett explica cosas que son de sentido común y se agradecen mucho. Por ejemplo, ¿qué hacer cuando uno llega tarde a una cena y el anfitrión le ofrece una copa? ¿Es correcto aceptarla o no? Aceptarla, aunque parezca lo adecuado, no lo es puesto que retrasaría al menos otros quince o veinte minutos el momento de pasar a la mesa. Una vez que uno se ha disculpado por la tardanza lo mejor es declinar. El Debrett, en su apartado de modales en la mesa, explica además cosas que uno siempre ha querido saber pero le parecía absurdo preguntar, como la manera correcta de comer una naranja. Hay que saber que cada país tiene sus reglas. En Inglaterra, por ejemplo, lo correcto es pelarla sólo con el cuchillo y luego comerla con cuchillo y tenedor. Y llegamos al capítulo guisantes: los ingleses, parafraseando el cuento de Andersen, dicen que es posible descubrir a una princesa por la forma de comerlos. Ojo al dato, porque tiene su intríngulis. Hay dos formas de hacerlo. La primera es aplastar los guisantes con ayuda del cuchillo contra el lomo del tenedor con las púas para abajo (misión absolutamente imposible). La segunda forma es montar, con la ayuda del cuchillo, los guisantes en el tenedor con las púas hacia arriba pero siempre subiéndolos por la punta del tenedor, nunca por el lado. En fin, toda una trabajera, lo mejor es pasar de guisantes, al fin y al cabo no son tan ricos como otras verduras y le complican a uno la vida.
Paso ahora a enumerar las cosas que no sabía y que me han sido de utilidad aprender. Por ejemplo, el peligro de servir, en una cena de campanillas, ensalada como acompañamiento. Es aconsejable no hacerlo, no sólo porque requiere utilizar platitos o medias lunas especiales para ella, que ocupan lugar en la mesa y no todos los comensales saben usar, sino por algo en lo que yo no había reparado. Muchos anfitriones evitan servir ensalada porque el vinagre distorsiona el sabor de un buen vino y éste acaba pareciendo un vinacho peleón aunque sea un gran reserva.
Otra cosa interesante que aprendí fue que, a pesar de que nuestros padres nos prohibieran empezar a comer hasta que se hubiera servido el último comensal, ahora lo correcto es hacerlo en cuanto nos sirven. Como ama de casa debo decir que entiendo perfectamente la razón. Nosotras estamos siempre sufriendo porque la comida no llegue fría a la mesa, y cuanto antes se empiece a comer, mejor para todos. En fin, me he explayado tanto en datos sobre los do y los don'ts de la mesa que ya no me queda sitio en este cuaderno para los do y los don'ts en otras áreas igualmente interesantes, como el protocolo en casa ajena, en un barco y (divertidísimo) en la cama con un nuevo amante. Prefiero, para acabar estas notas que me han acompañado durante tantos años, hacerlo con una receta. La última que conseguí en Inglaterra. Fue en una cena muy inglesa por lo extravagante y curiosa".* Se trataba de la celebración anual de la Sociedad de Amantes de Agatha Christie. El menú estaba inspirado en los personajes y los libros que tan célebre han hecho a su autora. Había, por ejemplo, de primero, carpa en croüte Muerte en el Nilo, seguido de un roast beef a la mode de Roger Ackroyd y de postre, una mousse de chocolate Diez Negritos que me pareció fantástica. Está hecho con diez tipos distintos de chocolate: chocolate con leche, con brandy, con café, con jengibre y hasta con yogur, toda una delicia.