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– Sí, Bimbita -me dijeron casi a coro-, la sociedad madrileña es muy complicada. No te podes imaginar. Hay que saber muy bien dónde se pisa. Ustedes son jóvenes y lindos, pero eso sirve de poco si no saben moverse. Ya sabemos que tu papá fue embajador en París, naturalmente, pero eso era antes de la guerra y además España no tiene nada que ver con Francia. Uy, qué rica está esta torta… Cómo se nota que tiene dulce de leche uruguayo y no esa leche condensada al baño María que hacen a veces acá. ¿Me pondrías un poco más, por favor? -decía una de ellas (creo que Emma).

– Yo aún diría más -ésta debe de ser Delia-, ustedes ni siquiera tienen una residencia representativa como otros países. Esta casa es muy digna, pero no se puede tener la residencia en un piso, es obvio. Sí, ya sabemos que no es culpa tuya sino del presupuesto, pero las embajadas han de estar en un edificio que se salga de lo común. Si está en una casa de apartamentos como ésta, con vecinos arriba y abajo, se coloca la embajada al mismo nivel que las otras personas y esto no es conveniente. No hay más que ver la Embajada de Francia, que tiene un magnífico edificio en plena calle Serrano. Los italianos cuentan con el palacete en Velázquez. Incluso países pequeños como Bélgica tienen casas estupendas, casas a las que siempre va la gente elegante, aunque sea para ver cómo están decoradas. Este pisito es muy mono, insisto, pero no puede compararse con nada de eso. Además, Uruguay, en casi todo el mundo excepto en Sudamérica, no significa absolutamente nada para nadie. En estas condiciones, querida, es muy difícil relacionarse o, mejor dicho, conseguir que la gente quiera relacionarse con ustedes.

– ¿Qué puedo hacer entonces? -pregunté yo toda preocupada.

– Te hace falta un poco de ayuda para no andar a ciegas, Bimbita. Alguien que te explique quién es quién, a quién hay que invitar y que consiga que la gente venga a tu casa. Alguien que te diga cómo se coloca en una misma mesa a un capitán general, un obispo y un grande de España sin equivocarse -dijo ¿Delia?, ¿Emma? (¿cuál era la que tenía dos vueltas en el collar de perlas?).

– Sí, querida, alguien que conozca bien la buena sociedad de Madrid. Ya sé que el ministerio les da una serie de instrucciones, pero todos sabemos que eso no sirve para nada. Necesitas a alguien que sepa cómo piensan ellos y que, a la vez, piense como un uruguayo.

– Sí, claro, eso sería muy útil, pero…

– Lo que a vos te hace falta es una secretaria social, mi hijita. Mejor dicho, dos. Personas que te organicen la agenda, que te digan dónde ir y cómo vestir, en qué peluquería peinarte y que te expliquen bien cómo son los españoles.

– Yo aún diría más -terció la otra dando un largo sorbo a su taza de té-, dos secretarias sociales. Te serían de gran ayuda.

Las señoritas me miraban fijamente con el ceño fruncido. «¡Dios mío -me dije-, qué parecidas son entre sí y, lo que es peor, así tan serias se parecen cada vez más a mi suegro, vaya genes persistentes!»

– Y están pensando en…

– En nosotras, claro. Llevamos muchos años en España, y conocemos a todo el mundo, pero lo más importante es que todo el mundo nos conoce a nosotras. Si querés organizar cualquier tipo de recepción en la embajada podemos traerte a la mejor gente de Madrid sin el más mínimo problema.

– También -continuó la otra señorita- podemos aconsejarte con el mejor de los criterios sobre los menús para que todos se vayan encantados de esta casa y deseando volver.

– Además -ahora ya hablaban alternativamente la una y la otra, quitándose la palabra pero siempre con la misma línea argumental-, tenemos un montón de amigos artistas que pueden dar mucho color a cualquier cóctel que vayas a dar. Toreros, cantantes de cuplés, hasta un hijo de Alfonso XIII, igualito a él, ni te imaginas. A los españoles les encanta que haya gente distinta, divertida, que no sean siempre los mismos.

– Nosotras -retomó el hilo la otra señorita, y, durante un momento (afortunadamente corto), en un alarde de virtuosismo, empezaba a hablar una y seguía la otra, de modo que me veía obligada a mirarlas como quien asiste a un partido de tenis (tres palabras, giro a la derecha; dos palabras, giro a la izquierda)-, querida, no solemos hacer estas cosas, naturalmente, pero te vemos tan joven que creemos que puedes necesitar de nuestra experiencia.

– Sí, Bimbita, nos divertiría mucho echarte una mano. Además, los del Palace se están poniendo pesadísimos y después de veinte años parece que nos quieren subir la renta. ¡C'est incroyable mais c'est vrai!

Aparentemente, el dinero de la herencia no era tan inagotable como las pobres señoritas habían pensado.

– Bueno…, la plata no es tan importante, claro. Lo que más nos gustaría es poder ser útiles a nuestro país -se revolvió la otra (¿Emma? ¿Delia?), incómoda ante la mención de los petits problems y por primera vez en desacuerdo.

– Creo que te seríamos muy útiles porque no te podes imaginar cómo pueden meter la pata los embajadores que llegan sin asesoramiento a España.

– Sí -vuelta al natural consenso-, nosotras te podríamos ayudar mucho. Hace un par de años nombraron a un embajador argentino que, bueno, ya sabes las cosas que hacen a veces nuestros vecinos, empezó a decirle a todo el mundo que le había regalado cinco caballos de pura raza al ministro Castiella como presente de bienvenida. Allí donde iba hablaba de los cinco caballos que le había regalado al ministro de Asuntos Exteriores, que si uno era negro, que si el otro tenía una mancha en la frente y así. Un día fuimos a almorzar a casa de Sol. Sí, ya sabes, la mujer de Castiella -continuó la otra señorita, con una sonrisa que implicaba «o deberías saberlo»-. Le preguntamos qué tal estaban sus preciosos corceles. Nos miró con cara de extrañeza y cuando le dijimos lo que nos habían contado se levantó y llamó a su marido. Volvió indignada porque los caballos no existían ni el embajador argentino les había regalado ni un maní. Como es lógico, a partir de ese momento lo pusieron en la lista negra y ahora no lo recibe nadie. Son esa clase de errores que nunca hay que cometer y que nosotras podemos evitar que cometas, Bimbita querida.