Cornelius asintió filosófico.
—Hecho.
—Bueno, en ese caso —dijo Devon Greene, otro varón blanco, otro instructor temporal—, ¿puedo quedarme con el curso de regulación de expresión genética?
Qaiser asintió.
—Es todo tuyo.
Miró a Karen Clee, una mujer negra de la misma edad que Mary.
—¿Puedes encargarte… veamos, de la señorita Klein? Los instructores temporales no podían supervisar a los estudiantes de posgrado.
—Prefiero al tipo de los pájaros —dijo Karen.
—Muy bien —respondió Qaiser—. ¿Quién quiere a la señorita Klein?
No hubo ninguna respuesta.
—Veámoslo de esta forma —dijo Qaiser—. ¿Quién quiere a la señorita Klein y el viejo despacho de Mary?
Mary sonrió: tenía un buen espacio de oficina, con una bonita vista al invernadero.
—¡Adjudicado! —dijo Helen Wright.
—Ya está —dijo Qaiser. Se volvió hacia Mary y sonrió—. Parece que tendremos que apañárnoslas sin ti este año.
Después de la reunión del departamento, Mary regresó a su laboratorio. Deseaba que Daria y Graham, sus estudiantes de pos grado, estuvieran allí: les debía algunas explicaciones personales.
Y, sin embargo, ¿qué explicación podría dar? La obvia, una inmejorable oferta de trabajo en Estados Unidos, era sólo parte de la historia. Mary había tenido propuestas de universidades americanas en el pasado; no podía decir que no la hubieran tentado antes. Pero siempre las había rechazado, diciéndose que prefería Toronto, que encontraba su clima «enriquecedor», que echaría de menos la CBC y el maravilloso teatro en directo y Caribanna y Detective de Baker Street y Yorkville y Le Sélect Bistro y el ROM y los restaurantes sin fumadores y los Blues Jays y The Globe and Mail y la medicina pública y la serie de lecturas de Harbourfront.
Naturalmente, podría hablarles de las ventajas del trabajo, pero el motivo principal por el que se marchaba era la violación. Sabía que se cometían violaciones en todas partes; no estaría más a salvo en otra ciudad. Pero lo mismo que alejarse le había servido de acicate en Sudbury para investigar la demencial historia del neanderthal vivo que habían encontrado allí, parecía que lo mismo podría impulsarla a marcharse de nuevo de Toronto. Tal vez, a Daria hubiera podido contárselo pero se sentía incapaz de hablar de ello con Graham Smythe… ni con ningún hombre, al menos en este mundo.
Mary se puso a recoger sus efectos personales y a guardarlos en una vieja caja de plástico para leche que llevaba años dando vueltas por el laboratorio. Un calendario de pared con imágenes de puentes cubiertos, una foto enmarcada de sus dos sobrinos; un tazón con el logo de Canadá AM, programa que llevaba siguiendo casi una década, desde que recuperó el ADN de un oso de treinta mil años que encontraron congelado en el Yukon. La mayoría de los libros de los estantes pertenecían a la universidad; pero se llevó la media docena de volúmenes que eran suyos, incluida una edición reciente del CRC Handbook .
Mary contempló el laboratorio con los brazos en jarras. Algún otro se encargaría de secuenciar el ADN de los palomos migratorios: en eso estaba trabajando ella antes de marcharse a Sudbury. Y aunque la propia Mary había comprado la mayoría de las plantas del laboratorio, sabía que podía contar con que Daria las regaría.
Bueno: todo zanjado. Recogió la caja de leche, que ahora era bastante pesada, se dirigió hacia la puerta y…
No. No, faltaba algo.
Podía dejarlas allí, supuso. Nadie las tiraría en su ausencia, después de todo. Demonios, había muestras allí dentro del viejo Daniel Col by, que llevaba dos años muerto.
Mary soltó la caja y se acercó al frigorífico que utilizaban para almacenar muestras biológicas. Abrió la puerta y dejó que la bocanada de aire frío la cubriera.
Allí estaban: dos contenedores opacos de muestras, ambos etiquetados «Vaughan 666».
Uno contenía las bragas que llevaba aquella noche, y el otro… El otro contenía la inmundicia que él había dejado en su interior. Pero no. No, no debería llevárselos. Estaban bien donde estaban y, además, ni siquiera quería tocados. Cerró el frigorífico y se dio media vuelta.
Justo en aquel momento Cornelius Ruskin asomó la cabeza por la puerta del laboratorio.
—Hola, Mary.
—Hola, Cornelius.
—Sólo quería decirte que te echaremos de menos y… bueno, quería darte las gracias por el curso extra.
—No hay de qué —dijo Mary—. No se me ocurre nadie mejor cualificado para impartido.
No estaba siendo simplemente amable: sabía que era cierto. Cornelius era un niño prodigio; licenciado por la Universidad de Taranta, había obtenido su doctorado en Oxford, donde estudió en el Centro de Biomoléculas Antiguas.
Mary se acercó a la caja de leche.
—Deja que yo la lleve —dijo Cornelius—. ¿Al coche?
Ella asintió. Cornelius se agachó flexionando las rodillas, como se supone que hay que hacer, y levantó la caja. Salieron al pasillo. Viniendo desde el otro extremo vieron a Jeremy Banyon, un estudiante de posgrado, pero no de Mary.
—Hola, profesora Vaughan —dijo—. Hola, doctor Ruskin.
Mary vio que Cornelius conseguía esbozar una sonrisita tensa. Mary y los otros miembros del claustro eran llamados siempre «profesor», el término que se empleaba para dirigirse a los catedráticos, pero Cornelius no tenía ese honor. Sólo en los ambientes académicos el término «doctor» era el premio de consolación, y pudo ver en su expresión cuánto anhelaba Cornelius el otro título.
Mary y Cornelius bajaron las escaleras y salieron al pegajoso calor de agosto. Cruzaron York Lanes hasta el aparcamiento, y él la ayudó a guardar las cosas en el maletero de su Honda. Mary se despidió, subió al coche, lo puso en marcha y se dirigió hacia su nueva vida.
7
—Interesante que iniciara tan pronto otra relación —dijo Selgan, con tono neutral.
—No estaba iniciando otra relación —replicó Ponter—. Conocía a Daklar Bolbay desde hacía más de doscientos meses.
—Oh, sí. Después de todo, era la mujer-compañera de su mujer-compañera.
Ponter cruzó los brazos sobre el pecho.
—Exactamente.
—Así que naturalmente la conocía —reconoció Selgan, asintiendo.
—Eso es. —Ponter lo dijo a la defensiva.
— y, en todo el tiempo que había conocido a Daklar, fantaseó alguna vez con ella?
—¿Qué? ¿Quiere decir sexualmente?
—Sí, sexualmente.
—Por supuesto que no.
Selgan se encogió levemente de hombros.
—No es algo tan raro. Muchísimos hombres fantasean con las mujeres de sus mujeres-compañeras.
Ponter guardó silencio unos cuantos latidos, y luego, en voz baja, admitió:
—Bueno, hay una diferencia entre algunos pensamientos dispersos y fantasear. …
—Por supuesto —dijo Selgan—. Por supuesto. ¿Había tenido a menudo pensamientos dispersos con Daklar?
—No —repuso Ponter. Guardó silencio de nuevo, luego añadió—: bueno «a-menudo» es un término subjetivo. Quiero decir, claro, de vez en cuando, supongo, pero Selgan sonrió.
—Como decía, no tiene nada de raro. Hay mucha pornografía dedicada a ese mismo tema. ¿Ha participado alguna vez en…?
—No.
—Si usted lo dice. Pero detecto una cierta incomodidad. Algo sobre este cambio en su relación con Daklar lo molestó. ¿Qué fue?
Ponter volvió a guardar silencio.
—¿Fue que sentía que estaba mal, porque Klast había muerto tan recientemente?
Ponter negó con la cabeza.
—No era eso. Klast estaba muerta. De hecho, estar con Daklar me ayudaba a recordar a Klast. Después de todo, Daklar era la única persona del mundo que conocía a Klast tan íntimamente como yo.