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Mary ordenó todas las parejas, las fotografió, e imprimió la foto en una impresora Epson de chorro de tinta. Luego etiquetó las parejas, empezando por la más larga y hasta la más corta: 1, 2, 3…

Era un trabajo concienzudo, el ejercicio al que sometía a sus estudiantes de citogenética cada año. Su mente divagó un poco mientras lo hacía: se encontró pensando en Ponter y Adikor y en mamuts y en un mundo sin agricultura y…

«¡Maldición!»

Obviamente había metido la pata, ya que los cromosomas X e Y de Ponter eran la pareja vigésimo cuarta, no la vigésimo tercera.

A menos…

Dios mío, a menos que hubiera tres cromosomas 21… en cuyo caso él, y presumiblemente su gente, tenían lo que en la especie de ella se conocía como síndrome de Down. Eso tenía sentido: quienes padecen el síndrome de Down tienen una morfología facial distinta y…

«Santo cielo, ¿podría ser tan simple?», pensó Mary. La incidencia de la leucemia entre quienes sufren el síndrome de Down es alta… ¿y no era de eso, según Ponter, de lo que había fallecido su esposa? Además, el síndrome de Down se asocia con niveles anormales de hormonas tiroideas, y se sabe que éstas afectan a la morfología… especialmente a la facial. ¿Podría ser que la gente de Ponter tuviera trisomia 21, un cambio pequeño, que se manifestara de manera ligeramente distinta en ellos que en el Horno sapiens sapiens, y que explicara todas las diferencias entre los dos tipos de humanos?

Pero no. Aquello no tenía sentido. Uno de los principales efectos del síndrome de Down, al menos en el Hamo sapiens sapiens, es el subdesarrollo del tono muscular: la gente de Ponter tenía exactamente lo contrario.

Y, además (Mary había extendido un número par de cromosomas ante ella), el síndrome de Down es producto de un número impar. A menos que, accidentalmente, hubiera mezclado cromosomas de otra célula, Ponter tenía en efecto veinticuatro pares y…

«Oh, Dios mío —pensó Mary—. Dios mío.» Era aún más sencillo de lo que había imaginado. «Sí, sí, ¡sí!»

¡Lo tenía!

Tenía la respuesta.

El Horno sapiens sapiens poseía veintitrés pares de cromosomas.

Pero sus parientes más cercanos, al menos en esta Tierra, eran las dos especies de chimpancés y…

Y ambas especies de chimpancés tenían veinticuatro pares de cromosomas.

El género Pan (los chimpancés) y el género Homo (los humanos de todo tipo, pasados y presentes), compartían un antepasado común. A pesar de la creencia popular de que los humanos habían evolucionado a partir de los monos, en realidad monos y humanos eran primos. El antepasado común (el eslabón perdido, todavía no identificado de manera concluyente mediante restos fósiles) había existido, según los estudios de la divergencia genética entre humanos y monos, hacía linos cinco millones de años, en África.

Como los chimpancés tenían veinticuatro pares de cromos amas y los humanos veintitrés, sólo podía elucubrarse qué número había poseído el antepasado común. Si tuvo veintitrés, bueno, entonces, en algún momento después de la separación mono-hombre, un cromosoma debió de convertirse en dos en el linaje de los chimpancés. Si, por otro lado, tuvo veinticuatro, entonces dos cromosomas debieron de fundirse en alguna parte de la línea Horno.

Hasta ese momento (hasta aquel preciso instante, hasta aquel segundo), nadie en la Tierra de Mary había sabido con seguridad qué opción era la correcta. Pero ahora estaba claro como el agua: los chimpancés comunes tenían veinticuatro pares de cromosomas; los banobos (la otra especie de chimpancé) tenían veinticuatro también. Y ahora Mary sabía que los neanderthales tenían también dos docenas. La fusión de dos cromosomas en uno había tenido lugar mucho después de la división mono-hombre; de hecho, eso había sucedido después de que la rama Homo se bifurcara en las dos que ella estaba estudiando ahora, hacía sólo un par de cientos de miles de años.

Por eso la gente de Ponter seguía teniendo la enorme fuerza de los monos en vez de ser débil como los humanos, Por eso tenían fisonomía simia, con arcos ciliares y sin mandíbula. Genéticamente eran simiescos, al menos en el recuento de cromosomas. Y la unión de dos cromosomas (eran los números dos y tres, Mary lo sabía porque había leído hacía años estudios de genética primate) había originado las diferencias morfológicas que dieron pie a la forma humana adulta.

De hecho, la causa concreta de las diferencias era bastante fácil de identificar: era la neotenia, la conservación en el estado adulto de características infantiles. Los bebés simios, los bebés neanderthales y los bebés gliksins tenían un cráneo similar, con la frente vertical y escasa barbilla. A medida que las otras especies crecían, la forma de sus cráneos cambiaba, sólo la de Mary conservaba el cráneo infantil en la etapa adulta.

Pero el pueblo de Ponter sí que maduraba cranealmente. Y el cromosoma que difería podía ser la causa. Mary se llevó las dos manos a la cara. ¡Lo había conseguido!

Había encontrado lo que quería Jock Krieger, y…

Y… «Dios mío.»

Si el recuento de cromosomas difería, entonces los neanderthales y los Homo sapiens a los que ella pertenecía no eran sólo subespecies de una misma rama. Eran especies completamente distintas. No hacía falta decir Homo sapiens y repetir sapiens para distinguir la especie de Mary de la de Ponter, porque el pueblo de Ponter no podía ser Homo sapiens neanderthalensis, sino que era más bien Homo neanderthalensis. A Mary se le ocurrían varios paleoantropólogos a quienes entusiasmaría aquella noticia… y otros a quienes los fastidiaría enormemente.

Pero…

Pero…

Pero, ¡Ponter pertenecía a otra especie! Mary había visto Showboat cuando la representaron en Toronto; Cloris Leachman interpretaba el papel de Parthy. Sabía que la mezcla de razas había sido un tema importante en otra época, pero…

Pero «mezcla étnica» no era el modo adecuado para describir el apareamiento de un humano con alguien que no pertenecía a su propia especie… aunque Ponter y Mary no hubieran hecho eso, por supuesto. No, el término adecuado era…

«Dios mío», pensó Mary.

Era «bestialismo».

Pero…

—No, no.

Ponter no era una bestia. El hombre que la había violado (congénere de Mary, un Homo Sapiens), ése sí que era una bestia, Pero Ponter no era ningún animal.

Era un caballero.

Un hombre amable.

Y, a pesar del recuento de cromosomas, era un ser humano… un ser humano que ella anhelaba volver a ver.

13

Finalmente, al cabo de tres días, los especialistas del Laboratorio para el Control de Enfermedades y el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (la agencia norteamericana equivalente) determinaron que la embajadora Tukana Prat y el enviado Ponter Boddit estaban libres de infección y levantaron la cuarentena.

Ponter y Tukana, acompañados por cinco soldados y el doctor Montego, recorrieron el túnel de la mina hasta el ascensor de metal y realizaron el largo viaje hasta la superficie. Al parecer, se había corrido la noticia de que iban para arriba: gran número de mineros y otros trabajadores de Inco se habían reunido en la enorme sala superior donde se hallaba la boca del ascensor,

—Hay una multitud de periodistas esperando en el aparcamiento —dijo Hélène Gagné—. Embajadora Prat, tendrá que hacer usted una breve declaración, naturalmente,

Tukana alzó la ceja,

—¿Qué tipo de declaración?

—Un saludo, Ya sabe, el habitual gesto diplomático.

Ponter no tenía ni idea de a qué se refería, pero claro, no era su trabajo. Hélène los guió para salir de la amplia sala y, tras atravesar unas puertas, salieron al otoño de Sudbury. Hacía al menos dos grados más que en el mundo que Ponter había dejado atrás, tal vez más, pero, naturalmente, habían pasado tres días bajo tierra: la diferencia de temperatura no implicaba nada necesariamente.